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Melancolía: esa nada que duele

Fecha:
22/10/2017
Robert Burton (1577-1640) publicó por vez primera en 1621 el que, aún hoy, se considera el atlas fundacional de la melancolía. Alberto Manguel, premio Formentor 2017, explica en su prólogo para la edición de Alianza de Anatomía de la melancolía que “hay libros que son más bibliotecas que unidades, compendios que, bajo la apariencia de un ensayo, abarcan una pluralidad de géneros y materias”.

Apuntaba el propio Burton en la introducción de su obra que su intención era la de poner frente a los ojos del lector “un océano prodigioso, vasto e infinito”, “un mar lleno de rocas y acantilados”, que en muchas ocasiones había sido catalogado como una suerte incomprensible locura o una especie de insensatez. Y se refiere, además, a la “actualidad” del problema: “vemos que todo esto sigue ocurriendo a diario en nuestro tiempo”. Todavía hoy, en siglo XXI, los especialistas hablan de que la tristeza y la depresión es la plaga de nuestros días.

Aristóteles ya se había hecho una pregunta fundamental en uno de sus textos más enigmáticos: “¿Por qué razón todos aquellos que han sido hombres de excepción, bien en lo que respecta a la filosofía, o bien a la ciencia del Estado, la poesía o las artes, resultan ser claramente melancólicos…?”. Aristóteles constata, y desde aquel momento la cuestión se vuelve central en la reflexión de filósofos, médicos y fisiólogos, la existencia de momentos, circunstancias y vicisitudes que parecen convertir al ser humano en un ek-statikos, es decir, en alguien que, literalmente, “se sale de su lugar”, se vuelve loco (como Áyax o Belerofonte, por poner dos ejemplos conocidos). Un “mal” que podía afectar tanto al cuerpo como al pensamiento o el alma.

Richard Burton es muy consciente de que, desde que el ser humano cayó del Paraíso, se convirtió en un ser susceptible de padecer un sinfín de debilidades y enfermedades, así como diversas dolencias no fáciles de catalogar. Una de ellas es la melancolía: o mejor dicho, melancolías, pues no sólo existe a su juicio un tipo, sino varios. Y confiesa Burton que lleva a cabo su titánica obra, de irrenunciable lectura dada su altura no sólo histórica, investigadora y filosófica, sino también y sobre todo literaria, precisamente porque él mismo sufre los efectos de la melancolía:

Escribo sobre la melancolía para estar ocupado en la manera de evitar la melancolía. No hay mayor causa de la melancolía que la ociosidad, y “no hay mejor cura que la actividad”; y no obstante, “estar ocupado con tonterías no tiene ningún sentido”. Pero oye sin embargo a Séneca: “Es mejor hacer cualquier cosa que no hacer nada”. Por tanto, escribo y estoy ocupado en esta labor entretenida, “para evitar la pereza de la ociosidad con una especie de empeño agradable”, como dice Vectio en Macrobio, y así convertir el ocio en útil negocio.

Por su parte, Acantilado cuenta en su catálogo con un fascinante e hipnotizador ensayo del autor polaco Marek Bieńczyk en el que, a caballo entre la filosofía, la psicología y la literatura, asistimos al despliegue del sí mismo humano como un auténtico Kampfplatz o campo de batalla. El título, tan sugerente, reza Melancolía. De los que la dicha perdieron y no la hallarán jamás; un volumen al que el lector quedará enganchado desde las primeras líneas gracias a la atractiva prosa de Bieńczyk y la agradable sencillez –sólo al alcance de los grandes escritores– mediante la que hilvana el apabullante bagaje histórico que tras de sí encierra el concepto de melancolía.

Bieńczyk posee el encanto de los clásicos, que tan bien endulza con las formas de expresión contemporáneas. Pero a la vez, no se deja embaucar por la engañosa retórica de lo melifluo: a este polaco no le tiembla el pulso cuando el tema requiere seriedad, pulcritud argumental y concisión en la expresión. Tal combinación de erudición, dominio de la prosa ensayística y virtuosa capacidad de llegar al público sin artificios lingüísticos hace de Melancolía un tratado que, con sus apenas 160 páginas, regala al lector momentos de inigualable altura intelectual pero, también, de brillante calidad literaria. Pues no nos engañemos: si bien es cierto que esta obra atesora un docto y sabio acervo, también lo es que Bieńczyk, en el desarrollo histórico-crítico que pergeña en Melancolía, pone igualmente en juego todas sus armas narrativas. De manera que podría decirse que no es el propio Bieńczyk quien se dirige al lector, sino la misma Melancolía, que, personificada a través de la pluma del autor, nos relata su más personal odisea a lo largo de los siglos; odisea que ha vivido desde un lugar singular: el corazón humano.  

“El que ha nacido melancólico extrae tristeza de cualquier acontecimiento”, afirma Freud. Todavía lo define mejor Fernando Pessoa: “Una nada que duele”. Esa “nada” es tan soberana que parece perdurar a pesar de todo como una indefinición pura: da lugar a un no sé qué, que ha salido de no se sabe dónde. Un “no sé qué” que no surge directamente del infortunio, sino que es un sentimiento de infortunio universal, una experiencia de la tristeza tan generalizada que, tras sepultar sus fuentes, nunca se refleja en el marcador de la existencia como un luto transitorio sino que se sitúa siempre en el denominador de la eterna duración.

Desde muy pronto, el ser humano intentó buscar explicación a una característica desazón que, sin razón aparente, se adueña desde fechas inmemoriales de nuestro ánimo, aprisionándonos en un universo de una finitud apabullante en la que el yo no es capaz de sobrepasar sus propios límites. Tal desazón crea así una laberíntica cerrazón en la que el individuo se sabe presa de un sentimiento de pesadumbre grundlos, sin fundamento e incomprensible. En vista del vasto y despótico dominio de tal sensación, y sin haber siquiera dado con aquella ansiada explicación, científicos, filósofos y conocedores de la magia trazaron diferentes caminos para poner coto a lo que, al menos desde tiempos de Aristóteles, se dio en llamar “melancolía”. Ésta convierte el lenguaje, en expresión de Foucault, en una “sintaxis arruinada” que no permite al yo decirse a sí mismo.

Bieńczyk configura en este libro toda una genealogía de la melancolía que, como él mismo indica, tiene por cometido poner sobre la mesa los efectos de esa “nada que duele” de la que Pessoa hablaba refiriéndose al desasosiego. En los individuos melancólicos, asegura Bieńczyk con palabras magistrales,

… desaparecen todos los puntos de referencia que le unen con el mundo exterior, pero la negación apunta sobre todo al propio sujeto melancólico. En la melancolía aguda se llega incluso a negar el cuerpo […]. Freud, en su teoría, habla del melancólico como “caníbal”. Ese caníbal devora el objeto amoroso perdido, lo convierte en parte de sí mismo, pero al hacerlo se devora también a él mismo […] y si se acuerda de sí mismo, es sólo para hacerse pedazos con más ahínco.

Pero si por algo se caracteriza la melancolía, al fin, es porque no existe una trascendencia, un más allá que nos redima de este yo voraz que se ha hecho carne dentro de nosotros: no hay “una escatalogía melancólica. Su lugar lo ocupa una visión del mundo barroca, ‘horizontal’, que da cuenta ceremoniosamente de todos los seres y formas terrestres, animadas o inanimadas”, escribe Bieńczyk.

A juicio de Bieńczyk, la melancolía nos hunde en una reflexión autorreferencial sobre las fronteras del yo, de manera que cualquier pensamiento acaba por convertirse en un espejo (speculum) que sólo es capaz de reflejar una mismidad cortocircuitada. Así, el individuo “permanece en un terreno entre la desesperación de no ser otro y la imposibilidad de ser uno mismo. Se produce entonces una especie de renuncia silenciosa, una renuncia directa al ‘yo’ que sólo se reconstruirá gracias a un trabajo circular de préstamos”, de forma que el yo melancólico, si por algo se caracteriza es a la vez por “la indefinición” y el “sentimiento de estar aprisionado”.

¿Existe medicina que acabe con la melancolía o, como ya sugirió Nietzsche en su tercera intempestiva, existe el riesgo de que al investigar nuestro propio yo sucumbamos a una enfermedad de la que ningún médico pueda ya redimirnos?

La melancolía nos sumerge, escribe Bieńczyk, en la más pura animalidad, en el más tangible e insoportable presente, sin que haya lugar para la trascendencia. La “horizontalidad” que propone para describir la melancolía y el proceso autodestructivo del yo declina la posibilidad de ampararse, al final del camino –como ya hiciera Kierkegaard–, en el consuelo de un más allá inescrutable. Al final de su ensayo, Bieńczyk confiesa:

Soy ajeno a la metamorfosis kierkegaardiana provocada por la idea trascendental, por mucho que ésta haya sido alcanzada por la experiencia de una melancolía tan auténtica, sentida y pensada hasta el final, que llegó a formar parte del filósofo de la pequeña joroba. Prefiero la melancolía cuando permanece aquí abajo y nos ofrece una representación alegórica del mundo; cuando no logra encontrar lo que ha perdido, cuando no se dispersa en el flujo de una personalidad que nos obliga a ser nosotros mismos y a ocuparse de nuestra propia forma y de nuestros propios deseos.

Y es que, si un lenguaje entiende la melancolía, es el de la pérdida y el extravío. Un sentimiento que el sujeto melancólico acoge como fulminante, pero carente de sentido o aparente razón. Aquella “nada que duele” de Pessoa se vuelve así tan familiar como extraña, y es el propio yo, extenuado, el que ha de buscar respuestas en una cárcel de la que él mismo es carcelero, pues ese yo se ha “encapsulado” en sí mismo y el infierno ha terminado por enquistarse en un más acá muy real. Quizás, el más real de todos.

Por último, Fondo de Cultura Económica publicó en 2016 la traducción de la que quizás sea la obra más completa sobre la melancolía hasta nuestros días, escrita por el suizo Jean Starobinski, médico, escritor y crítico literario: La tinta de la melancolía. El libro de Starobinski es una auténtica enciclopedia, un volumen imprescindible para acercarse históricamente a la melancolía y para desenterrar las distintas posiciones que sobre ella se han mantenido, desde los albores de la más antigua investigación antropológica hasta nuestros días, cuando se engloba bajo distintos patrones psicológicos y psiquiátricos.

Como apunta el autor suizo, “la melancolía se ha padecido y comentado incluso antes de que tuviera nombre y explicación”. Starobinski parte y hace alusión a las palabras de Homero al referirse a Belerofonte (Ilíada, VI, 201-203), que iba “devorando su ánimo y eludiendo las huellas de las gentes”, es decir, se mostraba solitario, rechazando todo contacto humano, y errante y meditabundo. Y es que, apunta Starobisnki, “la tristeza y el temor constituyen, entre los antiguos, los síntomas cardinales de la afección melancólica”.

El volumen de Starobinski es para la actualidad lo que la Anatomía de la melancolía de Burton fue para la suya. En él se rastrea, con todo lujo de detalles y rigor, el desarrollo de este mal tan humano a lo largo de los siglos, partiendo de los griegos arcaicos, pasando por Demócrito, el propio Robert Burton (a quien Starobinski dedica un extenso capítulo), hasta llegar a Kierkegaard, Baudelaire, Jouve, Cervantes y su Quijote, Carlo Gozzi, Hildergarda de Bingen, Nietzsche o Madame de Staël, sin olvidar la medicina y la psiquiatría actuales. Un ensayo monumental, irrenunciable.

En los confines del silencio –escribe Starobinski–, en el aliento más débil, la melancolía murmura: “¡Todo está vacío! ¡Todo es vanidad!”. El mundo se vuelve inanimado, herido de muerte, al ser absorbido por la nada. Lo que se poseía se ha perdido. Lo que se esperaba no sobrevino. El espacio está despoblado. Un desierto infecundo se extiende por doquier. Y si un espíritu sobrevuela la extensión de este territorio, debe ser el de la constatación desoladora, la negra nube de la esterilidad, de la cual nunca saldrá el destello de un fiat lux. ¿Qué queda de aquello que colmaba la conciencia?

Fuente:
https://elvuelodelalechuza.com/2017/10/22/melancolia-esa-nada-que-duele/

Acerca del autor:
Carlos Javier González Serrano
El vuelo de la lechuza

Acerca del libro:
La tinta de la melancolía
Jean Starobinski