Fecha:
11/11/2019
Martha Nussbaum
La ira y el perdón. Resentimiento, generosidad, justicia.
Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2018, 431 pp.
La profesora estadounidense Martha Nussbaum podría haber titulado su última obra con un simple «Contra la ira». En un libro largo y tupido, que combina referencias a la cultura popular con literatura filosófica académica, Nussbaum hace un alegato contra los males de la ira en relación a las demandas de justicia y en defensa de la necesidad de liberarse de sus efectos destructivos. En la línea de otros trabajos, la tesis central de la filósofa americana sigue el enfoque bienestarista proponiendo la transformación de la ira, como emoción humana en sentido genérico, por una suerte de ira de transición que, mirando al futuro y no al pasado, carece del deseo intrínseco de venganza a la vez que conlleva una actitud próxima al perdón incondicional.
Para Nussbaum, del mismo modo que para Séneca o Marco Aurelio, la superación de la ira pasa ante todo por un ejercicio de introspección personal. Ante las adversidades de la injusticia, uno puede permanecer enfocado en lo sufrido esperando que los «infractores lloren, se quejen y expresen arrepentimiento» (p. 141) o, por el contrario, «seguir siendo uno mismo y seguir haciendo su trabajo, no perder el tiempo en sentimientos iracundos, sino dar simplemente lo que uno tiene para dar» (p. 141). Es decir, las personas con amor y creatividad pueden escapar a la reacción colérica ante los abusos y las arbitrariedades «infectos de un deseo de venganza» (p. 23) efectuando la transición. La autora se encarga de clarificar que no se trata de caer en un desapego emocional total, que significaría la pérdida de sensibilidad emocional, y tampoco podemos vivir siguiendo las «rígidas normas estoicas» como si nada nos afectara lo más mínimo (p. 148). Si fuera así, la postura estoica nos impediría sentir una emoción positiva como la gratitud, «prima carnal» de la ira y próxima al amor, puesto que también revelaría nuestra vulnerabilidad.
Entonces, ¿para qué sirve la ira? De acuerdo con el enfoque de transición podemos concederle un valor emocional limitado, de carácter instrumental y no normativo, que nos lleva a valorar nuestra dignidad, a enfrentarnos al malhechor seriamente (sin paternalismos) y que, obviamente, nos motiva a combatir la injusticia (pp. 23-24). Ahora bien, dicho valor instrumental debe moderarse para no tomar el camino de la retribución o el camino del estatus, ambos normativamente inadmisibles. El primero plantea la restitución de aquello que se ha dañado, pero resulta falaz e incoherente, puesto que el sufrimiento del perpetrador no permite restituir nada a la víctima. El segundo, humillar al perpetrador para reducir su estatus puede, efectivamente, llevarnos a una cierta restitución personal. No obstante, si bien obtendremos la restitución del estatus, seguiremos enfocando el problema como una cuestión de estatus relativo que a largo plazo nos aleja de la aproximación de transición y nos obsesiona con nuestra posición social relativa.
El estudio de Nussbaum estructura el análisis a partir de las relaciones humanas en las esferas íntima, media y política, que de alguna forma modulan su crítica a la ira. Dicha emoción resulta más comprensible en la esfera íntima y, a medida que avanzamos hacia la esfera media y la política, las posiciones de Nussbaum parecen endurecerse contra los efectos nocivos que acarrea.
En las relaciones íntimas (hijos y padres, padres e hijos, amantes y cónyuges), la filósofa acepta el valor fundamental de la ira, puesto que se desarrolla con personas que nos gustan y a las que amamos. Sin embargo, al igual que Medea, aunque estemos convencidos de que la ira es moralmente correcta en esa esfera, tampoco será el camino apropiado porque «la vida es demasiado breve» (p. 153) para caer en la trampa. Eso sí, la podemos utilizar como un indicador o instrumento de transición que nos conduzca al amor y a mejorar relaciones futuras. La ira tampoco debe gobernar nuestras acciones en las esferas media (ámbito social y profesional) y política (justicia penal y cambio político). En la primera, Séneca muestra el camino de un estoicismo restringido en el que juega un papel fundamental el «temperamento gentil», una actitud personal que nos permita vernos a nosotros mismos desde el «desapego divertido» (p. 262) sin considerar todo lo que nos suceda como algo trascendental. La comicidad y la ley serán los principales instrumentos para una reacción emocional que nos permita superar el deseo de venganza. Nussbaum ilustra las relaciones en la esfera media con divertidos ejemplos en los que no faltan las referencias al mundo académico y la idea de evitar caer en provocaciones que puedan motivar nuestra ira (¡como buscar en Google las reseñas de sus propios libros!).
La ira en la esfera política también es objeto de una crítica contundente por partida doble. De un lado, la justicia penal en el contexto estadounidense se presenta como el paradigma de la institucionalización de la ira vengativa, puesto que el énfasis de todo el proceso judicial recae en el castigo ex post; por otro lado, el potencial de cambio político revolucionario de la no-ira se presenta como el modelo a seguir, personificado en Mandela (junto con Gandhi y Luther King). En ambos casos, la autora rehúye la idea de que se deba caer en el «juego de la culpa» (p. 303) (buenos y malos) como forma sistemática de hacer justicia. Señala, además, la paradoja entre la aceptación social y política de la ira en la lucha contra la injusticia (la llamada ira noble) y el hecho de que las grandes victorias de dichas luchas (segregación racial en EE.UU., independencia de la India y fin del apartheid) se llevaron a cabo desde el compromiso profundo con la no ira. La transición aparece en la esfera política como una exigencia de «reconocimiento de la injusticia y de su seriedad y un esfuerzo de reconciliación con miras al futuro» (p. 368), inspirada en la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Desmond Tutu, aunque Nussbaum añade su propio lema: «No hay futuro sin generosidad y razón», a diferencia del «No hay futuro sin perdón» (p. 376).
La obra en su conjunto y el mensaje de fondo de la filósofa norteamericana no son para nada sorprendentes si uno tiene una cierta familiaridad con sus obras anteriores acerca de la justicia. Tampoco es novedosa, sino más bien una actitud creciente en las democracias occidentales, la aspiración a una actitud personal próxima a un estoicismo moderado sobre la que descansa su propuesta filosófica.
Coincido con la autora en la constatación de la pervivencia de un discurso mainstream judeo-cristiano que insiste e institucionaliza el camino de la ira vengativa, la culpa, la humillación, el castigo y el perdón. No me parece, por lo tanto, innecesario reforzar la voz de la generosidad, la empatía y el amor como contrapeso necesario e incluso revolucionario. Pero, con todo, la obra plantea algunas dudas razonables, especialmente en su dimensión política, que a mi modo de ver escapan al enfoque filosófico de Nussbaum.
En primer lugar, aunque la propia autora nos advierte de las dificultades de realizar la transición, persiste el temor a que estas sean humanamente inalcanzables. ¿Es realmente posible exigir a unos padres a quienes han asesinado brutalmente a sus hijos que «sientan» una ira de transición o una no-ira sin ánimo vengativo, o que, por ejemplo, se reúnan con los asesinos para «constatar» lo ocurrido y «mirar hacia el futuro» en vistas a la «reconciliación»?
En segundo lugar, la apuesta de Nussbaum descansa sobre una actitud eminentemente individual. Aun si obviamos la duda anterior, y suponiendo que seamos realmente capaces de efectuar la transición, nada indica que sea posible realizarla colectivamente. Dicho de otro modo, la propuesta de la obra infiere las dinámicas colectivas deseables de una exigencia moral individualista, una operación que contiene una falacia evidente al desconocer la dinámica básica de polarización social y política.
Finalmente, si sumamos los dos puntos anteriores, resulta bastante claro que la ira de transición requeriría una articulación política e institucional más definida para no quedarse en una apuesta individual basada en supuestos políticos, sociológicos y antropológicos optimistas y, tal vez, engañosos. Un mundo mejor requiere sin duda menos ira y más amor, pero renunciar ahora a los efectos disuasivos y preventivos del castigo no es un programa mínimamente realista. Tampoco parece prudente, ante el auge del autoritarismo populista, delegar enteramente en el rule of law, o correr el riesgo del desapego estoico con certeza despolitizador, una respuesta a las injusticias presentes y futuras que entrañan siempre un abuso de poder.