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Nuevas Luces sobre el siglo XVIII

Fecha:
01/04/2015
Editado por José Máximo Leza, y con contribuciones de Juan José Carreras, Miguel Ángel Marín, Álvaro Torrente y Leonardo Waisman, el cuarto volumen de la Historia de la Música Española e Hispanoamericana se propone como una obra muy completa. Sus 685 páginas —con un par de centenares de ellas dedicadas a 49 ejemplos musicales, 53 ilustraciones comentadas, 32 tablas, además de bibliografía y discografía también en gran parte comentadas; y con 32 páginas de índice onomástico, toponímico y de obras citadas— dan buena cuenta del compromiso de sus autores, del editor y del Fondo de Cultura Económica para ofrecer a un público que se entiende bastante más amplio que los especialistas una narración extensa y, a la vez, profunda de un siglo al cual la musicología hispana (e hispanista) ha dedicado una creciente atención en los últimos veinte años. Pero una valoración preliminar del volumen debe ir más allá de la mera constatación de que este imponente esfuerzo editorial cumple sobradamente con los requisitos de un buen manual —sintetizar de forma orgánica el estado de un determinado campo disciplinar, poniéndolo al alcance de un público amplio— para constatar su logro principal: el de haber trazado un cuadro histórico que trasciende en gran medida, sin renunciar a confrontarse con ella, la visión heredada de la precedente historiografía. En este sentido, se comparta o no su propuesta de interpretación, es esta una obra de referencia imprescindible para cualquiera que pretenda acercarse a la música de España e Hispanoamérica en el siglo XVIII.

La novedad del planteamiento podría resumirse en tres puntos clave:
(1) La crucial relación entre tradición y modernidad —problema central en la historiografía del siglo— es enfocada en términos de una productiva dialéctica, y no de una conflictiva yuxtaposición: no se narra aquí la importación e imposición de una indeseada modernidad, sino su construcción a través de complejos (controvertidos, en ocasiones) procesos de recepción.
(2) El propio concepto de recepción implica que objeto de la narrativa no son, en sí, los compositores y las obras —pese al amplio espacio dedicado a unos y otras—, sino los procesos de comunicación, de forma que el trabajo de los músicos es enfocado como respuesta a exigencias concretas, tanto en términos funcionales como estéticos. Un planteamiento reforzado por la acertada elección de considerar las cuestiones de teoría, el debate estético y las controversias que lo animan en relación directa con la práctica musical a la que se refieren y no aisladamente en capítulos aparte —por ejemplo, la cuestión nacionalista/identitaria es planteada en términos generales en el capítulo I (pp. 40-43), y contextualizada en el capítulo V (pp. 511-516)—.
(3) El esfuerzo compartido por los autores para conducir siempre el razonamiento desde el contexto hacia la música, descrita en conexión con el contexto europeo. Es central en este terreno la metabolización de algunos puntos firmes de la historiografía musical del siglo XVIII, en la línea que va desde las reflexiones sobre periodización de Carl Dahlhaus a las de James Webster, de los estudios sobre el estilo galante de Daniel Heartz a los de Robert Gjerdingen. De ahí las apreciaciones sobre la centralidad de la ópera italiana como vector principal del lenguaje musical que caracteriza la cultura musical europea entre aproximadamente 1720 y 1790. Y también la renuncia a una teleología orientada hacia el estilo clásico que proporciona criterios adecuados para enjuiciar las obras de compositores que han quedado al margen del canon.

Planteamientos, todos estos, que superan problemas característicos de la historiografía musical hispana en el método —la dificultad para producir síntesis narrativas, frente al acopio de documentos directos e indirectos de la actividad musical, con un respeto casi reverencial por archivos de los que pocas veces se han reconocido los límites—; y en la interpretación, que se ha movido, con menor o mayor énfasis nacionalista, entre una suspicacia hacia la ópera, que contradecía las pretensiones de reconocer un positivo influjo del estilo clásico; el refugiarse en el ámbito eclesiástico, con su sólida base documental y el marchamo del «barroco español» como vía para acercarse a los repertorios; o, al contrario, la renuncia a razonar sobre las obras, privilegiando la reconstrucción del devenir institucional en los diferentes ámbitos de producción (iglesia, cámara, teatro).

Estos problemas de historiografía son abordados por José Máximo Leza en el primero de los seis capítulos en que se divide el libro. En él también se discute la cronología que asume como límites el cambio dinástico de 1700 y la Guerra de la Independencia, para articular la narración en cuatro períodos de aproximadamente 30 años —1700-1730, 1730-1759, 1759-1780, 1780-1808—, jalonados por la construcción de una cultura de la Ilustración que opone «las luces de la razón a la luz de la fe» a la sombra de una monarquía que es, contradictoriamente, impulsora del cambio y, a la vez, garante de la tradición, frente a la escasa autonomía de la clase burguesa. (Pero la flexibilidad de los criterios de periodización le deja margen a los autores para subir hacia el siglo XVII —para reconocer las presencias italiana, francesa y alemana a conclusión del reinado de Carlos II—; o seguir las vicisitudes de instituciones como los teatros y el conservatorio en el reinado de Fernando VII). Este mismo capítulo sirve también para proponer, en tres apartados, visiones de conjunto de las
grandes instituciones musicales: las eclesiásticas, las de la monarquía y las del pensamiento musical, estas últimas descritas en su tránsito desde el discurso para iniciados del tratado o de la controversia técnica, al debate abierto entre todos los partícipes del hecho musical en el espacio (por limitado que fuera) de la incipiente opinión pública. Se proponen de esta forma —enfatizando los elementos de continuidad, en los terrenos tanto de la tradición como en los de la modernidad— los temas fundamentales tratados en los siguientes capítulos, del II al V. El sexto, casi un pequeño libro de unas cien páginas, propone un cuadro general de la historia musical en América (no se trata de un apéndice, sin embargo: las relaciones con América son consideradas oportunamente en el resto del libro). Exceptuando el sexto, cada capítulo se divide en apartados que narran los procesos históricos en la música de iglesia, la instrumental en sus diferentes géneros y la teatral. Con la precisión de que —constatada, a partir del segundo tercio del siglo, la irresistible influencia de la música teatral en la producción sacra— esta última tiene apartado propio solo en los dos primeros capítulos. En lo sucesivo, por facilidad de exposición,
romperemos esta organización, recomponiendo los relatos dedicados a los diferentes géneros.

Asumiendo la «singularidad o el liderazgo» de la Capilla Real respecto a las demás instituciones reales y las catedralicias, Torrente describe (capítulo II, pp. 129-156) la «italianización/modernización» de la música sacra como un proceso de medio plazo que arranca aún en el último cuarto del siglo XVII y prosigue hasta mediados del siguiente con la «difusión y regularización» en toda la Península de innovaciones promovidas en la Corte (en este sentido, el propio planteamiento del apartado difumina la idea de una transformación súbita, implícita en su exordio). Precipitan la transformación los cambios tímbricos ligados a la introducción de los instrumentos de la futura orquesta clásica, y la alteración de la forma en las obras en romance, con el uso de recitado y aria. Va implícita en todo ello una alteración profunda del trabajo compositivo y del propio lenguaje musical con consecuencias en cascada: abandono de la homogeneidad estilística a favor de la escritura idiomática instrumental en obras policorales, paso de la notación mensural a la ortocrónica, evolución desde los modos barrocos (descritos como «tipos tonales» de H. S. Powers) hacia la tonalidad moderna. Cuestiones muy técnicas, de cuya complejidad Torrente da cuenta con precisión y claridad, sin caer en simplificaciones. La brevedad, de por sí sorprendente, del apartado dedicado al oratorio se debe a que el tema es retomado en el siguiente capítulo por Leza (III, pp. 223-271, especialmente pp. 247-259), en relación con la consolidación en la música sacra, y particularmente en la litúrgica, del estilo galante —del cual las innovaciones teóricas y técnicas son el aspecto, por así decir, material o profesional—. Leza reflexiona sobre las innovaciones en géneros de tradición plurisecular como la misa o los salmos, llegando a un punto crucial del relato, en el cual la música sacra es puesta en una luz enteramente nueva: al reconocer un público (entendido en sentido amplio como el conjunto de devotos, patrocinadores, etc.) que no es receptor pasivo, sino partícipe de un hecho musical y ceremonial del cual valora la dimensión emotiva/sentimental, se reconduce a unos términos
apropiados la dialéctica entre la modernidad «galante» y la tradición, desenganchándola de consideraciones ajenas a la reconstrucción histórica (de adecuación a las exigencias litúrgicas, por ejemplo; o de entronque en una tradición de música sacra que se consideró durante largo tiempo como la más típica y genuinamente española). Esto sin despreciar los fenómenos tan significativos que componen la tradición: la atención al canto eclesiástico, las diversas intervenciones polémicas —descritas por Torrente diferenciando entre polémicas de naturaleza técnico/gremial (la controversia de Valls) y aquellas que congregan la atención de públicos no necesariamente especialistas (el debate en torno a Feijoo)—, el cultivo del contrapunto policoral, la continua interpretación de clásicos renacentistas, la polifonía improvisada y la pervivencia de los géneros de órgano tradicionales.

Precisamente de los géneros ligados a la liturgia Miguel Ángel Marín arranca su narración de la historia de la música instrumental, que ocupa espacios crecientes con el proseguir de los capítulos. Su relato descansa en gran medida sobre los resultados de investigación reciente e incluso recentísima, de forma que se propone aquí una primera síntesis que abre perspectivas, reveladoras y muy prometedoras, de ulteriores desarrollos. La continuidad de las funciones del órgano en su uso litúrgico y, por tanto, del perfil profesional del organista, así como la pervivencia del tiento y el verso (al margen de los cuales se introducirían, más adelante, la sonata y la tocata) ocupan un apartado en el capítulo II (pp. 156-171). La sonata para tecla —con la reubicación de la figura de Scarlatti en primer plano— y la recepción de la música de Corelli encuentran cabida en el capítulo III (pp. 271-317). En el cuarto (pp. 353-399), el tema son los géneros para orquesta —sinfonía y obertura— y de cámara: sonata y cuarteto de cuerdas. En el quinto (pp. 431-500), la mirada se desplaza hacia las formas de consumo musical, con razonamientos acerca del mercado de la música, sobre los momentos dedicados a la escucha musical, academia y concierto; y, finalmente, a la recepción del estilo clásico vienés. Como se ve, la perspectivava ampliándose progresivamente según se viene describiendo una realidad cada vez más compleja, culminando en la descripción «densa» de un Madrid insertado —aunque sea en su periferia— en el mercado internacional de las partituras; y en el cual una variedad de sujetos, desde el aficionado de guitarra al noble (y al monarca) de exquisita formación y gusto, da vida a un verdadero mercado de la música instrumental. La relativa debilidad de empresas comerciales como el concierto público es compensada por la pujanza del mecenazgo de la nobleza, y las dificultades de la imprenta —por debilidad de los empresarios, más que de demanda— son paliadas por el floreciente comercio de manuscritos. Un cuadro en el cual la recepción del clasicismo vienés, epitomizado en la figura de Haydn, se perfila como un hecho descontado. Reconocer en Madrid un centro de producción musical comparable cualitativa, aunque no cuantitativamente, con las capitales musicales europeas no tiene nada de ingenuo anhelo nacionalista, sino que se inserta a pleno título en el proceso de superación crítica de la historia teleológica que reconocía en el clasicismo vienés el modelo de perfección hacia el cual debía moverse toda la historia del siglo. A partir de aquí, Marín puede recuperar para
la música española los prominentes músicos de origen italiano activos en Madrid, principalmente Scarlatti, Boccherini y Brunetti —véase, por ejemplo, la comparación entre los cuartetos de «los compositores más audaces del momento [Boccherini y Haydn] erigidos como referentes entre sus contemporáneos de finales del XVIII y principios del XIX» (pp. 388-391: 391)—, artistas para los cuales su procedencia resultó irrelevante a la hora de concebir para el público hispano obras que encontrarían, en los casos de los dos primeros, duradera apreciación en el resto de Europa.

Los apartados de Marín sobre circulación y contextos de interpretación desarrollan, en el terreno de la música instrumental, ideas propuestas por Juan José Carreras en su estudio de la cantata de cámara (II, pp. 171-191). Los avatares de este género, definido en las fronteras entre cámara y teatro, y presente en paralelo en ámbito profano y sacro, permiten plantear dos cuestiones: (1) la deficitaria conservación de fuentes ha marginado la cantata de cámara en la investigación musicológica, como sucede con otros géneros profanos; y (2) la escasa documentación permite colocar el cultivo de este género solo tentativamente entre las prácticas de sociabilidad de las élites cultas, como objeto de «audición privada y selecta» en las academias y en los palacios nobiliarios. Pese a la escasez de fuentes y a la indefinición del consumo, la relevancia histórica de la cantata en la música española se deduce del significativo número de pliegos impresos que le dedicó la Imprenta de Música de José de Torres: un indicio de su aceptación y difusión, y de la incipiente constitución de un público de consumidores y oyentes que empieza a tener un reflejo en ámbito crítico con los escritos del Padre Feijoo. Y también, en segundo lugar, del profundo arraigo en el repertorio sacro: la cantata profana parece agotarse hacia mediados de siglo, pero en ámbito sacro florece al
lado del tradicional villancico, influenciándolo significativamente en su evolución (pese a ello, no existe aún un estudio específico de la cantata sacra). Precede estas consideraciones el estudio de dos obras, de Torres y Literes, como muestra de la característica mezcolanza de elementos de tradición hispana (estribillos y coplas) con los recitativos y arias italianos. El género se revela así como terreno clave de una mediación que afecta, además de la música, también a la poesía en la métrica, pero sobre todo en el propio planteamiento discursivo: una observación que quizás se habría beneficiado de una ejemplificación comparativa, y que podría haber tenido más eco en las partes dedicadas al teatro.

La música teatral ha sido terreno privilegiado de investigación desde los propios comienzos de la musicología española y se ha beneficiado, en los últimos dos decenios, de los innovadores trabajos, entre otros, de M. C. de Brito, X. M. Carreira, J. J. Carreras, R. Kleinertz, A. Recasens, C. Rodríguez Suso, L. Stein, G. G. Stiffoni (y también del propio Leza, a quien se deben, además, algunas síntesis recientes). De forma que la narración recorre sin tropiezos las bien conocidas etapas de la recepción de la ópera italiana en España: fase inicial aún ligada a la tradición de teatro mitológico barroco; progresiva penetración del dramma per musica metastasiano que culmina en las producciones cortesanas durante el reinado de Fernando VI; recepción del dramma giocoso, con los casos de Barcelona y Cádiz como modelos alternativos al de la compañía de los Reales Sitios promovida por el Conde de Aranda; décadas finales con la alternancia en Madrid de modelos de gestión todos igualmente deficitarios, hasta la final prohibición de representaciones por profesionales no
españoles. En un marco interpretativo atento a la dimensión social del hecho teatral y orientado a reconocer el uso dramatúrgico de la música, se enfoca en términos de normalidad la recepción de la ópera italiana, en un contexto europeo en el que esta era reconocida como el espectáculo cortesano por excelencia. Se pone así de relieve la productividad de esta recepción: autores y músicos de las compañías españolas reconocen en el teatro musical italiano y francés modelos de los cuales apropiarse, con resultados originales que pueden describirse en términos de dramaturgia musical —véanse los apartados sobre arias de doble afecto y los finales de zarzuela (pp. 320-333), o sobre Rodríguez de Hita (pp. 417-429)—. Aún más significativa, en este sentido, resulta la disponibilidad de Metastasio a amoldarse a las exigencias de la escena española adaptando los libretos para las producciones de Farinelli (1746-1759) en una dirección que apunta a evoluciones futuras de la ópera seria: especialmente la reducción del recitativo y el mayor peso de números de conjunto. En otras palabras, los escenarios españoles no fueron un espacio indebidamente ocupado por huestes foráneas, sino un terreno de experimentación y mediación entre las expectativas de los diferentes públicos y el conjunto de técnicas musicales y dramatúrgicas propias y ajenas.

El capítulo de Leonardo Waisman sobre América reproduce en lo básico y por razones parecidas —falta de estudios estilísticos suficientes para proporcionar criterios de ordenación— los planteamientos generales del volumen: la evolución de la vida institucional en las misiones y reducciones, en las catedrales y otros centros eclesiásticos urbanos, en cortes y teatros, sirve de observatorio desde el cual considerar la recepción —en gran parte a través de la mediación hispana— de la música europea italianizante. La peculiar pirámide social de la América española —los españoles de nacimiento en el vértice, indios, negros y mestizos en la base, y entre ellos los blancos nacidos en América o criollos— complica, sin embargo, el cuadro. Waisman resuelve el reto distinguiendo netamente entre prácticas musicales en instituciones rurales, la «más distintivas de la América española» (p. 556), de las urbanas, que se conformaban, no sin problemas, a patrones europeos. De forma necesariamente esquemática puede subrayarse al respecto, en primer lugar, la práctica autarquía de las
comunidades rurales, en las cuales los músicos constituían una prominente élite y la música ocupaba un lugar fundamental en la organización de la vida social, acompañando todos los actos comunitarios más relevantes, religiosos o no. Los sensibles análisis de ejemplos musicales orientan sobre cómo usar esta información para enjuiciar estéticamente los repertorios conservados. En segundo lugar, haciendo propia una propuesta de Bernardo Illari, Waisman destaca en la vida musical urbana el «criollismo», es decir, la actitud por la cual:

Atrapado entre su inferioridad de poder con respecto a los peninsulares y su indiscutida superioridad frente al indio, el criollo produce un arte de elite, casi esotérico, en el que postula un diálogo entre una raíz hispánica y una «modernidad ajena pero deseable» (p. 605).

Concepto útil para dar sentido a procedimientos compositivos irregulares que no deben achacarse a un escaso control del arte, sino a una experimentación musical que no encuentra una formulación a nivel teórico. En un cuadro análogo de reivindicación de una diversidad se colocaría el asomarse a la consideración de las élites de los «sonecitos de la tierra», evidente en la penetración en los repertorios escritos y en el estudio teórico/etnológico de las «verdaderas» músicas indígenas, ajenas al repertorio popularizante del villancico, enteramente tributario, en el plano compositivo, de los modelos europeos. Una reivindicación característica de esos decenios finales del siglo en los cuales «la música eclesiástica estaba en descenso, desplazada por el incontenible ascenso de las prácticas musicales profanas (teatral, hogareña, de salón y finalmente de concierto)» (p. 584). También en el caso de las músicas urbanas resultan esclarecedores los análisis de numerosos ejemplos que evidencian, en contraste con las obras de autores italianos, rasgos concretos del «criollismo», y que dan cuenta, en su conjunto, de las épocas estilísticas propuestas: Barroco vocal, Barroco concertado y recepción del estilo galante.

En una obra colectiva con estas características no sorprende que resulten reconocibles las voces individuales de los autores quienes, por otra parte, comparten el compromiso para expresar con claridad, sin renunciar a la precisión, conceptos y relatos. En ocasiones, sin embargo, el lector podrá encontrarse con usos inadecuados, por ejemplo el verbo «nombrar» para referirse al ascenso al trono de Carlos III (p. 464), o con formulaciones enrevesadas como «el comercio musical tampoco era inexistente» (p. 440), o incluso discutibles, como «la llegada de la modernidad» (ibidem); también, el afán por la brevedad redunda a veces en excesos de estilo nominal (por ejemplo el comienzo del párrafo final en la p. 195). La colaboración de diferentes autores y la agregación por períodos de los relatos sobre los diferentes géneros comportaban el riesgo de incongruencias y repeticiones, que se han evitado con un inteligente trabajo de coordinación y un eficaz uso de las referencias cruzadas. Pese a todo, se observan algunas redundancias evitables. Así, el concepto de género es abordado extensamente por Carreras (pp. 172-173) y también, sin nuevas aportaciones substanciales, por Leza (pp. 226-227). Análogamente, Marín reflexiona dos veces sobre los espacios de la música instrumental (pp. 355-365 y p. 491), sin relación explícita entre la primera, más sabrosa, descripción y la segunda, que resulta reductiva. (Es, en cambio, un mero error material la repetición de una misma frase en las pp. 224 y 225). El extenso apartado sobre instituciones eclesiásticas en el primer capítulo (pp. 43-76) plantea,respecto a la relación con el conjunto, el problema opuesto. Comole exige el género del manual, Leza sintetiza aquí los resultados de losabundantísimos estudios sobre el tema: no se trata tanto de que esto sereduzca en ocasiones a la sola presentación de datos, en perjuicio de uncapítulo esencialmente conceptual (véanse, por ejemplo, los datos sobre cargos musicales, pp. 47-54); sino sobre todo de que esta información encuentra escasa cabida en otras partes del volumen. Leza parece pagarle aquí un tributo excesivo a un modo de organización de los datos que su libro precisamente contribuye a superar. Tampoco encuentra, globalmente, la deseable resonancia otra metodología evocada en el primer capítulo (pp. 33-34), el enfoque urbano, del cual al mismo tiempo se demuestra la eficacia en el amplio espacio dedicado a la ciudad de Madrid, con el resultado de una indefinición de la imagen de las periferias comparada con la detallada visión del centro. El límite, en este caso, no es del manual sino de la disciplina, en la cual este enfoque ha encontrado un eco débil: una situación que el ejemplo de este libro debería contribuir a corregir.

Por la claridad del planteamiento histórico-crítico, profundidad de los conceptos empleados, cantidad de la información considerada, coherencia y riqueza en matices de la narración, riqueza de referencias y apertura al contexto europeo y global este libro se configura como un hito en la historiografía musical europea, y debería servir para mantener vivos y abiertos la investigación y el debate en torno a la música del siglo XVIIIespañol.

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Acerca del autor:
Andrea Bombi
Revista de Musicología