Fecha:
07/07/2011
Ahora que tanta gente va a la playa a quemarse la piel, ahora que todos desfilan por los paseos marítimos comiéndose un helado, yo veo más que nunca la necesidad de una metafísica.
La necesidad de una metafísica nace del asombro que nos causa el hecho de estar vivos, pero no sólo esto. También nace de la angustia de saber que algún día moriremos. La existencia en la que estamos causa asombro; la no existencia hacia la que vamos causa angustia. El estar y el no estar, el ser y el dejar de ser, aunque lo parezca, no es un problema de tipo intelectual. Es un problema material. Porque somos materia biológica, y lo que ha tenido que pasar para que adquiramos conciencia de que lo somos, así como lo que tiene que pasar para que nuestra conciencia se extinga tras la muerte, eso tiene que ver sin duda con la materia. Uno de los grandes logros de la filosofía postcartesiana ha sido, a mi juicio, entender por fin (¡ha costado mucho llegar hasta ahí!) que la materia puede pensar.
Porque la mente es parte del cuerpo (nadie mínimamente informado puede negar esto hoy). Y si uno se preocupa por sentirse bien con su cuerpo ahora que tiene que ponerse el traje de baño, si uno quiere verse favorecido por su propia figura tan esforzadamente moldeada en el gimnasio, debe saber que la parte del cuerpo más decisiva para su vida es la que tenemos bajo la caja craneal: el cerebro. Un cerebro no hace otra cosa que operar como una mente. Te resultará gratificante estar bien con tu cuerpo, pero… ¿estás bien con tu mente? ¿No? Pues piensa que la mente es la parte más visible y más lúcida del cuerpo.
El gran hallazgo de Arthur Schopenhauer ha sido precisamente situar en el cuerpo la clave de la metafísica. El propio cuerpo es el objeto más extraordinario de cuantos podemos conocer: es el único que conocemos de una doble manera, como objeto y como sujeto. Además de percibirlo, tenemos una experiencia psicológica del cuerpo: lo sentimos como fuente de pasiones y pulsiones, de urgencias y necesidades, de intenciones y deseos, de sensaciones y emociones. Lo captamos como algo más que un objeto conocido que está fuera; lo captamos desde dentro como sujeto volente, como conciencia en incesante movimiento.
Eso que se revela en el cuerpo, la voluntad, es lo que mueve el mundo. El argumento que utiliza Schopenhauer para llegar a esta sorprendente afirmación es complejo, pero se puede sintetizar en unas pocas líneas: porque no hay otra cosa distinta a la representación, y porque lo representado es múltiple, la voluntad que revela el cuerpo ha de ser no múltiple sino única. Por tanto, sólo hay una Voluntad, de la que la de cada uno es una pequeña manifestación. Así, mediante esta analogía entre cuerpo y mundo (entre voluntad individual y voluntad cósmica), la metafísica de Schopenhauer se presenta como la primera que ha apuntado a la inmanencia -a las cosas de aquí, para entendernos- en lugar de a la trascendencia -a las de más allá.
"Templos e iglesias, pagodas y mezquitas, testimonian en todos los países de todos los tiempos, con su esplendor y su grandeza, la necesidad metafísica del hombre…" (1), dijo Schopenhauer. Las personas de casi todas las confesiones religiosas han mirado hacia lo sobrenatural con la esperanza de encontrar allí respuesta a los problemas metafísicos. Han mirado en la dirección equivocada. Los problemas metafísicos están no allí fuera, sino aquí dentro. En este prosaico mundo de cuerpos en su inacabable afán por existir.
1. Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Vol. II, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2003, pág. 159 (trad. Roberto R. Aramayo).
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