Fecha:
14/12/2014
Una elocuente fotografía de solapa nos confirma la elegancia y la distinción de pose y atuendo, la “parte francesa” (ella vive en París desde hace muchos años) de la escritora mexicana Vilma Fuentes, toda una dama de las letras cuya obra se bifurca entre la narrativa y el periodismo. En la primera, tras varios títulos, publicaba en 2012, Calzada de los Misterios (FCE de México), novela escrita con primor y lirismo, con exquisito gusto y envidiable categoría estética. En el ámbito periodístico es asidua colaboradora del diario mexicano La Jornada. Vilma Fuentes estudió Humanidades en la UNAM y en La Sorbona, escribe igual en castellano y en francés y está traducida al alemán. Dedicó sendos ensayos a Juan Rulfo y José Gorostiza. Cultivó la crítica literaria en revistas como Summa, Unomásuno, Ovaciones, Rehilete, etc. De Calzada de los Misterios hay una edición francesa en Ed. Actes Sud, 1995.
En el discurrir de las primeras páginas de la novela nos llegan dos certezas: primera, su extensa retrospectiva autobiográfica que va de la niñez a la juventud. Segunda, la imbricación o correlato del devenir de la narradora-protagonista con las transformaciones (pérdidas todas ellas) de la topografía “La ciudad, ella, también crecía a mi alrededor” (p. 144) urbana de la capital, lo que conlleva una nostálgica mirada a barrios, calles, plazas, condominios, avenidas, casas y otros lugares referidos en más alto grado a la educación y apertura a la vida de Mima (o Pingo). Nos referimos al Colegio Francés, epicentro privilegiado y cerrado al mundo exterior, pero no exento de unas normas férreamente tradicionales y ancladas en un pasado inmovilista que la escritora trata con cierta dosis de ironía.
Por lo demás, esta es una historia que engarza, delicada y premiosa en su flujo narrativo, una serie de recuerdos con frecuencia mínimos y cotidianos, pero significativos para una sensibilidad frágil y fantasiosa como la de Mima. La novelista traslada ese microcosmos (pequeños viajes, amistades de colegio, figuras familiares, sueños y deseos, revelaciones del mundo de los adultos y hasta algún comentario metanarrativo) en una muy trabajada prosa, sensitiva y lírica con mucha frecuencia, exquisita en lo expresivo, pero a veces graciosa y vivamente popular, emanada, en algunos momentos, de la comidilla maledicente y sentimentaloide de las radionovelas; por ejemplo, en los “altercados” de La Negra con la madre de Mima. Digamos así mismo que la escritora no está cerrada a la denuncia de injustas realidades sociales y éticas (en el México desarrollista de mediados del pasado siglo) y que no son pocos los medios que en el pedregoso camino de la forja de su personalidad salen al paso de la solitaria adolescente.
Puede y, en justicia, debe decirse que escenario y protagonista son ejes de esta fragmentaria (hoy, pocas novelas se libran de la estructuración fragmentaria más o menos caótica) pero bien engarzada novela que es ejercicio de la memoria y, en parte, narración de aprendizaje exenta de la figura del guía o maestro. Pero, sobre todo, es una novela de raíz intimista escrita con una prosa modelada en el culto a la palabra, en la belleza y elegancia estética del lenguaje, en la capacidad analítica, introspectiva de la escritora para llegar a los pliegues más hondos y verdaderos del ser humano. Novela, en suma, para lectores interesados en la buena literatura y en la excelencia de la escritura de impecable ejecución.
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