Fecha:
08/05/2016
Cualquier escritor distinguido con el Premio Cervantes, y este es el caso bien reciente del ya octogenario Fernando del Paso (n. en Ciudad de México, 1935), merece por lo menos nuestro respeto, lo que necesariamente ha de concretarse en leer algo de lo que ha escrito. No he de ocultar que, cuando al autor de “José Trigo” (1966), primera de sus cuatro novelas, se le concedió dicho premio, me resultó extraño.
Digo esto porque son de su autoría dos de las novelas de más difícil acceso que he leído: una es la que acabo de citar; la otra, más complicada e impenetrable si cabe, es “Palinuro de México” (1977), ambas de dimensiones oceánicas y saberes múltiples; ambas exponentes del barroco hispánico y afirmadas en una exploración caótica de la vida mexicana en una textualidad desbordante, incontenible en lo expresivo y basada en una visión deformante, excesiva, de absoluta desmesura que destila ironía, burla, agresividad verbal, tono farsesco y presencia de lo grotesco y fantasmagórico.
A la barroquización hay que sumar, como fuentes en las que bebe el novelista, el surrealismo, lo fantástico y lo esperpéntico, reconocido esto último en un mirar novelesco “a través del culo del vaso” (p. 201) perceptible en “José Trigo”.
Puede y debe decirse que la citada novela tiene en el lenguaje narrativo su plano más descollante, más trabajado, más rico en matices intencionales y expresivos. Aquí estamos ante un lenguaje de extracción oral y registro coloquial-popular que convive con una literaturización barroco-culteranista de la que el novelista acumula sin tasa figuras de dicción: aliteraciones (“gozón goloso, el glotón”), paronomasias (para “trinar, tronar”), onomatopeyas (“tin-tiliiiing), etc. Son, por otra parte, numeroso los neologismos (“Packareando”, es decir, “conduciendo un Packard”), las inversiones caotizantes del orden sintáctico (“se le lengua la traba”), las frases suspensas (“Allá lo veredes…”), la sufijación emocional (aumentativos y diminutivos: “jovenazo”, “ahorita”), las reiteraciones analítico-sintéticas (“se confundió con las sombras: mimetismo”) y las continuadas y amplísimas enumeraciones nominales (“además de macetas, bacines, planchas, escobas, sombrillas, matamoscas…”) caóticas o no; vocativos, imperativos e interjecciones (“¡Éjele!”) que intensifican la comunicación y reiteraciones de todo tipo que sobrecargan el discurso.
En el mundo de ficción de “José Trigo” son claves los ecos de la Revolución y su mejor símbolo; esto es, el abigarrado entorno del ferrocarril, dinamizador de la estrategia bélica; la guerra de los cristeros, exponente de la religiosidad popular y milagrera a fines de los años veinte (dicha guerra resuena aquí y allá en la obra de Juan Rulfo) y, más en pormenor, las huelgas y luchas sindicales de los ferrocarrileros. Pero la columna vertebral es aquí el bullir entre agresivo y grotesco, de un grupo de personajes (Luciano, Eduviges, Crisóstomo, Don Pedro, Leandro, Buenaventura o José Trigo) que deambulan en escenario entre rieles: campamentos, tabernas, prostíbulos, furgones, zonas de vías o muelles de embarque.
El personaje de Juan Trigo es otro enigma, una ambigua sombra, una silueta fantasmagórica de improbable existencia. Lo han visto llegar, se dedica a cargar ataúdes infantiles para sobrevivir, desaparece y reaparece, en su presencia todo se inmoviliza, se detiene y “hasta los guardagujas quedaban inmóviles a su paso”. Lo entrevemos con “una capa blanca al hombro y seguido por la mujer que cortaba girasoles”. Participa en la agitación social y política protagonizada por los sindicatos de obreros del ferrocarril. En fin, el sexo, la promiscuidad, la gastronomía o las “mordidas” son motivos frecuentes, recurrentes de estas páginas.
Es “José Trigo” (Ed. Fondo de Cultura Económica, 2015), con un recomendable prólogo del sueco Artur Lundkvist, una novela total, envuelta en la indefinición y el misterio, descendiente del “Ulises” de Joyce, como lo es también el Adán Buenos Aires, de Leopoldo Marechal. Siete años le llevó escribirla a su autor, cuya potencia creativa, idiomática sobre todo, estilística también, sólo es comparable a la de un Daniel Sada en la novelística mexicana. La ardua lectura de “José Trigo”, sólo recomendable al lector paciente y avezado (con el diccionario de hispanoamericanismos a mano), se ve recompensada con creces, por toda la amplísima gama de resortes, juegos y recursos retóricos con los que Fernando del Paso nos asombra y encanta. Pura magia.
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