Fecha:
30/10/2016
La desigualdad está en el centro del debate público. Tanto, que incluso los economistas hablan de ella. Anthony B. Atkinson, profesor de la London School of Economics y antiguo presidente de la Royal Economic Society, subraya en su ensayo Desigualdad. ¿Qué podemos hacer? que la distribución de ingresos no ha sido un interés central para los economistas e incluso algunos creen que no debe preocuparles: el Nobel Robert Lucas enfatizó que “de las tendencias más dañinas para la economía sólida, la más seductora, y la más venenosa es enfocarse en las cuestiones de la distribución”. Para Lucas, es mejor aumentar el pastel que distribuirlo mejor.
Sin embargo, apunta Atkinson, la distribución y la redistribución del ingreso son importantes para los individuos. La magnitud de las diferencias tiene un impacto profundo en la naturaleza de nuestras sociedades. Y no es sólo por la cohesión, por la posibilidad de imaginar objetivos comunes. La producción misma depende de la distribución de los ingresos: la Gran Recesión muestra que no basta con mirar agregados macroeconómicos.
Y nuestras sociedades son crecientemente desiguales, señala. En los ochenta, las políticas de Reagan y Thatcher produjeron lo que llama “el vuelco de la desigualdad”. En EE.UU., la participación en el ingreso bruto total del 1% más rico se dobló entre 1979 y 2012 y recibe ya
una quinta parte de él. Desandar el camino costará, dice Atkinson.
El profesor repasa las políticas que redujeron la desigualdad en la posguerra: el Estado de bienestar y los impuestos progresivos, pero también una distribución más equitativa entre los ingresos salariales y los del capital con una mayor ocupación y una menor dispersión salarial gracias a la negociación colectiva. Luego han llegado la globalización, el cambio tecnológico, la financiarización de la economía, la caída de los sindicatos y de las políticas redistributivas. Parecen causas fuera de nuestro control, pero en buena parte dependen de decisiones tomadas estas décadas. El cambio tecnológico, destaca, puede acondicionarse para mejorar las oportunidades de vida de trabajadores y consumidores.
Sus propuestas globales son muchas: desde que los gobiernos adopten el objetivo explícito de reducir el desempleo y ofrecer empleo público garantizado al salario mínimo a quien lo busca, hasta una dotación de capital (herencia mínima) que se pague a todos en la edad adulta. E impuestos sobre la renta con tasas más elevadas, con un tope del 65%. Pasando por un subsidio infantil y un código de referencia para remuneraciones por encima del salario
mínimo, el cual debe ser digno.
¿Se puede costear el Estado de bienestar en el siglo XXI? Sí, calcula, y aunque reconoce que algunas medidas reducirán el tamaño del pastel, otras lo aumentarán. La globalización no es una camisa de fuerza, remacha: ya hay países mucho más desiguales que otros. Las soluciones a los problemas están en nuestras manos y si aceptamos que los recursos deben compartirse menos desigualmente, concluye, ya hay motivos para el optimismo.
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