Fecha:
01/10/2016
Francisco Rico afeó con solita perspicacia y sequedad que en las celebraciones del Premio Cervantes de este año nadie recordara aquel Viaje alrededor de «El Quijote» (2004) del premiado Fernando del Paso. Allá embozó al mexicano su mirada histórica con la respiración cotidiana del buen lector pensante. Por varios méritos es quizá su último libro notable y bien está que caiga del lado ensayístico. En tierras peninsulares se ha privilegiado la lectura de José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del Imperio (1987), que a raíz del premio tienen nueva edición, puesto que vida ya tenían sin privilegio de premios u otras valoraciones por sus numerosas páginas bien trabadas. Leídas ahora de corrido a modo de trilogía se ve a las claras la importante tarea acometida por su autor. Una empresa de amplio tamaño como es retratar aquel amplio fresco histórico. Una labor de renovación lingüística y experimental, por un lado, y de intérprete de partes agudas de la historia mexicana, por otro. Bien lo confesó el propio Del Paso recientemente: «Me casé con la literatura, pero mi amante es la historia».
El mexicano presume de haber sido influido por Gabriel Miró, Valle-Inclán, Camilo José Cela, Ramón Gómez de la Serna y algunos poetas españoles. Sin embargo, leída al paso esta triada novelística suena más a un Fernando Arrabal metido a historiador, entreverado con aquellos fárragos realistas tendentes al costumbrismo, y repleto de ribetes torcidos por la vanguardia más espinosa. Lejos todo, sin duda, de la novela sentimental practicada por Miró, la reflexión didáctica machadiana, las complejidades arquitectónicas de Cela o la socarronería de Gómez de la Serna. Sin que sirva de precedente, podemos hacer caso también a la siguiente insinuación del propio Del Paso sobre las novelas citadas arriba: «Yo siempre he sido un escritor muy complicado, muy complejo. Sin embargo, hice un viaje de la complejidad no hacia la sencillez sino hacia una complejidad muchísimo menos densa. José Trigo es el libro más denso que tengo, y en orden de densidad le sigue Palinuro y Noticias del imperio». Por más que puntualicemos la primera frase, es sincera, además de certera. El párrafo denso y la página repleta típicamente pasiana se someten en el transcurso de esas tres narraciones a una disolución de carga, de abigarramiento de elementos y capas de gran virtuosísimo en muchas ocasiones, pero a veces con leve trascendencia; por ejemplo, en José Trigo. Pareciera que Fernando del Paso diese por buena aquella máxima de Joseph Brodsky: «Mientras más poesía lee uno, menos tolerante se vuelve a cualquier forma de verbosidad, ya sea en el discurso político o filosófico, en historia, estudios sociales o en el arte de la ficción». Para Brodsky los escritores que rodean y rodean el tema, capa tras capa, a veces esconden solo un vacío repleto de nada. Esa necesidad de concisión pero también de condensación, de fusión en suma, fue un éxito con que vistió Fernando del Paso su necesidad imperiosa de proponer al pueblo mexicano una lectura de parte de su historia. Lo que aparatoso y accidental fue cayéndose del relato en un fuerte proceso de aquilatamiento que el barroco escritor supo aceptar. Entendía por fin la máxima de Nietzsche por la cual es peligroso enturbiar las aguas para hacerlas parecer profundas. Por otro lado, la experimentación vanguardista, que en un primer instante fuera un influjo notable en su obra, quedó ya no suavizado en su pluma. Estas son las dos principales notas que tiene la trayectoria narrativa trazada por las novelas mayores de Fernando del Paso.
Detengámonos siquiera unas líneas en cada una de ellas. Es sintomático que la primera publicación del mexicano fuera un libro de poesía, Sonetos de lo diario (1958). La singularidad innovadora de José Trigo queda cifrada entre la imaginación y un leve rigor histórico para narrar aquel episodio mexicano de la huelga de los ferrocarrileros al final de los cincuenta. La atención puesta en el lenguaje popular adquiere un relieve inusitado hasta casi desviar en algunas páginas la atención de la trama. Trama a la que no se debe poner lupa histórica pues la simbolización lleva a torcer el rigor histórico en beneficio de la narración, con voluntad de condensar ya no aquel episodio, sino también otros precedentes o, al menos, sus secuelas aún sangrantes en tierra azteca. Hay cierta idealización de la Revolución mexicana en estas páginas primeras que podrían molestar la sensibilidad de alguno. Y, por último, el peso de la mitología náhuatl casi consigue tumbar los buenos logros de la novela.
En el eruditísimo Palinuro de México las revueltas estudiantiles del 68, que finalizaron en el desastre de Tlatelolco, sirven como laboratorio narrativo para su auto. No es raro que sea un futuro médico el protagonista de los hechos pues hay cierta voluntad de utilizar el bisturí narrativo para ensayar posibilidades, tantear posibilidades de interpretación. Y de ahí ese final dulcificado por un halo de esperanza que no parece desprenderse de las páginas anteriores sino de una imposición autorial.
Noticias del Imperio o esa inmovilidad social a través de fundir dos tragedias paralelas, una individual –la de más allá– y nacional, resumidas en el reinado mexicano de Maximiliano y Carlota de Habsburgo. El apego a la información histórica de la invasión francesa es aquí mayor que en sus precedentes. La novela va armada con justa necesidad de concisión, de condensación, de fusión. Hay un uso del símbolo más certero, mejor trabado, visible en un buen puñado de escenas antológicas de Carlota. Claro es que al contar la historia mexicana y dando la vuelta al espejo cuenta el derrumbe aristocrático europeo. No aligerada la dificultad, pero sí naturalizada, la novela engorda en palabras, en páginas, se desorbita y alcanza aquí las 700 de puro chispazo verbal. Unos monólogos hipnóticos, llenos de un verbo de ingenio y alarde narrativo como pocos existen en nuestra contemporaneidad en español.
Estas tres desbordantes novelas miradas en su conjunto resultan imprescindibles para entender la vanguardia literaria desarrollada en Hispanoamérica durante casi cuarenta años. La desmesurada innovación, una compleja introspección histórica llena de riesgos pero también con sus aciertos, dan peculiaridad insólita a la escritura del mexicano. De otro modo, la querencia curiosa por la historia, pero su amor constante hacia una literatura inconformista siempre abierta al reto, convierten a Fernando del Paso en una exquisita amalgama de loable trasiego.
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