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El escritor sin nostalgia

Fecha:
15/03/2017
Los ensayos de Tomás Segovia sobre el exilio español explican bien el drama de los refugiados.

Cuando el Café Comercial de Madrid, cerrado en julio de 2015, vuelva a abrir sus puertas faltará un cliente habitual, el poeta Tomás Segovia, que acudía allí casi cada mañana porque necesitaba ruido para concentrarse. Segovia, que murió en noviembre de 2011, había nacido en 1927 en Valencia. Su madre, sevillana, vivía allí y él quería estar a su lado en un momento tan especial, relataba con sorna. Dos primaveras más tarde la familia se instaló en Madrid, pero llamar madrileño a un hombre madurado en París, Casablanca, Montevideo, Princeton, Maryland, Murcia y, sobre todo, México es decir poca cosa. Su abuelo Jacinto había sido uno de los primeros militantes del PSOE y él fue un niño del exilio republicano. Solo volvió a España tras la muerte de Franco. Desde entonces vivía entre Europa y América. Murió en el Distrito Federal.

En México recibió, entre muchos otros, los premios Octavio Paz y Juan Rulfo –el actual premio FIL–; en España, el García Lorca a toda su trayectoria y el de la Crítica de poesía. Este último por Estuario, en 2012, póstumo. En 2014 Fondo de Cultura Económica publicó su poesía completa en dos volúmenes bajo un título inequívoco: Cuaderno del nómada. No es raro que su amigo José Bergamín zanjara la cuestión de si Tomás Segovia era autor mexicano o español diciendo que era un “poeta alemán”. Él solía argumentar que un escritor es más de un tiempo que de un lugar, que un francés del siglo XXI tiene más que ver con un checo del mismo siglo que con un compatriota del XIX.

Traductor, profesor y mano derecha de Octavio Paz en las revistas Plural y Vuelta, Segovia acertó a ser en la misma persona un ensayista inteligentísimo y un poeta ingenuo, entendiendo por lo primero una mezcla de erudición, originalidad y claridad y por lo segundo, una visión del mundo nacida del continuo asombro. “Por fin se oyen las voces / Toda verdad susurra / Todo lo que está vivo es misterioso”, dicen tres versos de Día a día, título también muy suyo. “Tal vez no hay más que dos formas de arte –escribió en sus cuadernos de notas El tiempo en los brazos-: expresivo y representativo (el imitativo no existe; el abstracto no es arte). Tal vez yo sea irremediablemente expresivo”.

Quizás porque sabía que cada mañana llega con sus prodigios, Tomás Segovia fue el hombre menos nostálgico del mundo. Siempre defendió que era la generación de sus padres (y la de Max Aub) -cuya vida partió en dos la guerra- la que debía ser compensada por el exilio, no la suya. Si escribió mucho sobre el destierro español del pasado fue para comprender mejor el desarraigo de los desterrados e inmigrantes de hoy, su inhumana pérdida de derechos humanos. No le dio tiempo a ver ni el delirio de Trump ni el drama de los refugiados sirios, pero su impagable colección de ensayos Digo yo (FCE) explica las consecuencias del drama y del delirio como si su autor todavía escribiera junto a la enorme ventana del Café Comercial. En mayo cumpliría 90 años.

Acerca del autor:
Javier Rodríguez Marcos
El País

Acerca del libro:
Digo yo
Tomás Segovia