Fecha:
11/03/2017
Se acaban de reeditar «Las cartas del Beagle», que Charles Darwin escribió durante su vuelta al mundo a bordo de aquel ya legendario buque entre 1831 y 1836. Un viaje iniciático de encuentro con otras culturas y formas de vida en el que realizaría las observaciones que le permitieron formular la revolucionaria teoría de la evolución a través de la selección natural. Todo ello acompañado de las bellas ilustraciones de Conrad Martens, el paisajista que se unió a la expedición en 1833.
La tesis de este artículo es sencilla: la pérdida paulatina de sensibilidad que experimentó Charles Darwin a lo largo de su vida, tal y como él mismo describe en su Autobiografía, personifica y anticipa un proceso histórico, el de la modernidad. La figura del genio no sólo es capaz de encarnar el devenir histórico, sino también de advertir la fosilización que le produjo el esfuerzo constante por procesar cantidades ingentes de información. Un maquinismo que acaba por convertirlo en el héroe solitario de un universo sin sentido (anticipando el existencialismo) y que ilustra un proceso, lento pero inexorable, en el que la sensibilidad acaba cediendo ante el sentimentalismo.
Pero vayamos por partes. En su juventud, Darwin disfruta de la poesía de Wordsworth y Coleridge, aunque ya se reconoce incapaz para la metafísica. Durante su vuelta al mundo en el Beagle lleva en el macuto al inmortal Milton y, respecto a la religión, es perfectamente ortodoxo. A bordo cita la Biblia como autoridad indiscutible, mientras los oficiales se mofan de su ingenuidad. De hecho, a su regreso baraja la posibilidad de hacerse clérigo (su padre no quiere que se convierta en un señorito ocioso), pero gradualmente advierte que el Antiguo Testamento falsea la historia de la creación del mundo y de las especies (toda su obra será un diálogo continuo con los primeros capítulos del Génesis), y que es abominable atribuir a la divinidad los sentimientos de un tirano vengativo. Lo milagroso va dejando paso a la ley de la naturaleza, más neutra y desapasionada. Hace tiempo que los prodigios están proscritos del orden natural y científico, que en su época empiezan a identificarse.
El escepticismo ha ido ganando terreno y cuando finalmente abandona el cristianismo (cuya interpretación depende de la lectura moderna de antiguas alegorías), no sufre ninguna crisis o angustia. Si fuera verdad el dogma, su padre y sus mejores amigos recibirían un castigo eterno y esto le parece inadmisible. Además, un Dios omnipotente no debería permitir tanto sufrimiento. La variabilidad en plantas y animales domesticados se cierra con un viejo dilema filosófico: «Un creador que lo ordena todo y lo prevé todo nos enfrenta a una dificultad insoluble como el libre albedrío y la predestinación». Pero su modo de argumentar ese distanciamiento resulta también ingenuo. La idea esencial de Darwin es que la vieja concepción del diseño de la naturaleza falla a la luz de la selección natural: «Ya no podemos sostener que el hermoso gozne de una concha bivalva deba haber sido producido por un ser inteligente como la bisagra de una puerta por un hombre. En la variabilidad de los seres orgánicos y en los efectos de la selección natural no puede haber más designio que en la dirección en que sopla el viento». Homero sonreiría ante estas palabras. Y a continuación da en la clave. «Todo cuanto existe en la naturaleza es resultado de leyes fijas». La euforia positivista se deja sentir. La tentación matemática ha hecho presa del naturalista. Hay algo aquí del viejo fatalismo protestante, de esa antigua sensación de que todo está decidido antes de empezar. De hecho, Darwin consideraba que «la educación y el entorno influyen sólo escasamente en nuestra manera de ser y de pensar, la mayoría de nuestras cualidades son innatas».
Y curiosamente, frente a los agoreros del valle de lágrimas, para Darwin la felicidad prevalecía de manera clara en la vida y armonizaba bien con los efectos de la selección natural. Compartía la pasión por la naturaleza de Rousseau y se distanciaba del pesimismo ilustrado. «Si todos los individuos de cualquier especie hubiesen de sufrir hasta un grado extremo, dejarían de propagarse; pero no tenemos razones para creer que esto haya ocurrido… en general los seres sensibles han sido formados para gozar de la felicidad» (evita cautelosamente la palabra «creados»). Está convencido de que todos los órganos corporales y mentales se han desarrollado por selección natural o supervivencia del más apto. Como buen cazador, sabe que dichos órganos han sido formados para poder competir con éxito con otros seres y crecer en número como especie. Si el dolor o el sufrimiento se prolongaran durante demasiado tiempo, la depresión reduciría la capacidad de acción. Por otro lado, Darwin, que nunca fue un vividor, creía que las sensaciones placenteras podían prolongarse durante mucho tiempo sin un efecto depresivo (Sade o Don Juan seguramente no eran de la misma opinión). La sensualidad exacerbada, como el trabajo o los viajes sin fin, como la prisa, acaban obturando la sensibilidad y la empatía.
Pierde a su madre con ocho años y su padre se convierte en una figura de referencia. Varias páginas de su autobiografía, llenas de gratitud y admiración, están dedicadas a su progenitor, un médico rural al que le disgusta su oficio. Hereda de él su capacidad de observación y una considerable fortuna que le permitirá llevar una vida de investigador independiente. Perspicaz y escéptico, el doctor sabe ganarse la confianza de la gente que acude a su consulta. Gracias a su imaginación activa, ha desarrollado una empatía que le permite adivinar el carácter e incluso los pensamientos de sus pacientes. Le deja una máxima de oro: «Nunca seas amigo de alguien a quien no puedas respetar».
De su primera juventud recuerda el gozo del paisaje, los atardeceres en Maer, su pasión por la caza y las excusiones a caballo. Por nada del mundo se perdería la temporada de la perdiz. Colecciona escarabajos, huevos que roba de los nidos, minerales, conchas, monedas y sellos. Una pasión muy poderosa e innata, «que lleva a las personas a ser naturalistas sistemáticos, virtuosos o tacaños». En medio de la selva brasileña, como Levi-Strauss, experimenta intensas emociones: «altos sentimientos de asombro, admiración y devoción que llenan y elevan la mente», en la convicción profunda de que «el ser humano es algo más que respiración».
Esos sentimientos de juventud acabarán perdiendo para Darwin su peso como prueba (a diferencia de Hegel, fiel hasta el final a una idea de juventud). No justifican ninguna clase de trascendencia, «como tampoco sirven los sentimientos similares, poderosos pero imprecisos, suscitados por la música». Su creencia instintiva en la inmortalidad se enfría, e incluso el teísmo, que asume al escribir El origen de las especies, se debilita. Se plantea entonces que quizá la implantación de la creencia en Dios en la mente de los niños (cuando su cerebro no está plenamente formado), produzca un efecto tan fuerte que deshacerse de ella resulte tan difícil como para un mono deshacerse de su temor instintivo a las serpientes. Un dilema que plantea otro, el de si el adulto sabe más que el niño.
Ya viejo, reconoce empañada su visión: «se podría decir que soy como un daltónico, y que la creencia universal en el color rojo hace que mi actual pérdida de percepción no posea la menor validez como prueba». La aprobación del prójimo y el amor de aquellos con quienes convive es ahora el placer supremo: «En cuanto a mí, creo que he actuado de la forma correcta al marchar constantemente tras la ciencia y dedicarle mi vida». En el recuento final lamenta no haber hecho el bien más a menudo (fuera de la línea marcada por la selección natural), se excusa con su mala salud y una constitución mental que le hace ser monotemático: «me resulta extremadamente difícil pasar de una ocupación a otra; podría haber dedicado a la filantropía todo mi tiempo, pero no una parte del mismo». Y aunque su padre le había aconsejado que ocultara sus dudas, en la segunda parte de su vida nada hay más importante para él que la difusión del escepticismo o el racionalismo. Curiosa agenda y curiosa asociación, sobre todo para alguien que consideraba a su creyente esposa su máxima bendición, infinitamente superior a él, sabia consejera y alegre consuelo que soporta con paciencia sus frecuentes quejas. Con los años reconoce haber perdido la facultad de establecer vínculos afectivos profundos. Una pérdida de sentimientos que «se ha apoderado de mi de forma gradual y subrepticia». Su mente ha cambiado poco en los últimos treinta años, su principal disfrute y única dedicación ha sido el trabajo científico. Apenas sale de su residencia en Down y poco tiene que contar sobre el resto de su vida que no sea la sucesiva publicación de sus investigaciones.
Poco queda ya del enorme placer que le producía el teatro de Shakespeare o la poesía de Milton, Byron y Shelley. En el momento en que redacta su biografía, admite que desde hace años no soporta leer un verso. Encuentra a Shakespeare insoportablemente aburrido («me revuelve el estómago») y ha perdido el gusto por la pintura y la música. Una pérdida de sensibilidad de la que se salvan las novelas, que le producen «un maravilloso alivio», sobre todo aquellas de final feliz («debería dictarse una ley contra las que acaban mal»). La represión de la sensibilidad suele abocar al sentimentalismo.
Uno no puede dejar de pensar que tanta investigación, tantos datos y tantos volúmenes han terminado por atrofiar la sensibilidad del genio. La erudición es una forma aparatosa de no pensar, decía Macedonio Fernández, y el pensamiento no es pensamiento si uno no se recrea en él (en un sentido literal y metafórico). Poco queda ya del joven cazador, del observador fino y atento, del entomólogo que sabía advertir diferencias imperceptibles entre los escarabajos. Él mismo reconoce esa pérdida lamentable de los gustos estéticos más elevados: «Mi mente se ha convertido en una máquina de moler grandes cantidades de datos para producir leyes generales». Y no se explica, aunque algo en él lo intuye, por qué esa actividad le atrofia «la parte del cerebro de la que dependen los gustos más elevados. La pérdida de estos gustos supone una pérdida de felicidad y quizá sea nociva para la inteligencia y el carácter moral, al debilitar la parte emocional de la naturaleza». No se equivoca. Darwin con los años se «maquiniza», se transforma en aquello en lo que el mundo va a transformarse, esa es su singularidad y también su genialidad.
Pese a su gran amor por las plantas y los animales, por los paisajes y los insectos, nada queda en su visión que sugiera una idea integral y espiritual de la Naturaleza. Las teorías son ventanas y la de Darwin quedó empañada, obturada por la erudición (necesidad de reconocimiento), el coleccionismo (extraordinaria diligencia en recabar datos) y la clasificación (deseo de agruparlos bajo leyes generales). La avidez de la caza se hizo libresca, convencional y académica. Algo parecido ha ocurrido con la modernidad.
El éxito de Darwin como científico ilustra el de la tecnología en las sociedades modernas, donde el avance de la tecnocracia se ha resuelto en la pérdida de formas de vida humanizadas. En el arte, que siempre va por delante, está el ejemplo.