Fecha:
15/11/2017
Parece evidente que hay un paisaje natural y otro literario, chilenos, en la poesía de Gonzalo Rojas (1916-2011). Por otro lado, él mismo reiteró a lo largo de su vida su familia poética chilena: Huidobro, Neruda, Mistral, Rokha. Pero ninguna poesía es sólo de un lugar, sean los páramos de Rulfo, el Londres de Eliot o el cementerio de Lee Masters. Necesitada de un tiempo concreto, vivo, el verdadero tiempo de la poesía es un ahora en cualquier lugar. El ahora es el tiempo de las metamorfosis, que es el espacio de la poesía, sostenida, en el caso de Rojas, por un Eros a un tiempo solar y oscuro.
Su primer libro de poemas, La miseria del hombre (1948), es una suerte de matriz donde ya se encuentran casi todos los temas y proceclimientos del resto de la poesía del poeta Gonzalo Rojas. No sé si se puecle hablar con propiedad de influencias en su caso, porque es un poeta que nace ya desde su propio lenguaje, aunque no pueda ser del todo el suyo: en realiclad, son afinidades y aprendizajes. Es fácil observar ciertos diálogos con Neruda, Huidobro, Vallejo, Rokha, Lorca, Apollinaire, Rirnbaud... Esta obra inicial es un libro revulsivo, reactivo, en tensión con los orígenes y centrado en el caos, como, en el orden de la prosa, lo fue Trópico de cáncer para Henry Miller. Se trata de un momento de crisis, cloncle los sentidos atestiguan su impotencia e intuyen su fuerza en su fracaso. En alguna medida, La miseria del hombre es su temporada en el infierno, sólo que es una crisis de exploración lenta, donde el poeta penetra a oscuras, en una realidad en la que tantea, pero sale de ella con los ojos abiertos. Testimonio de una crisis espiritual y existencial, se hace eco en la rebeldía del visionario Rimbaud, que sienta la belleza sobre sus rodillas y la encuentra cruel, y es el poeta que dialoga con los bajos fondos de la ciudad y del alma:
Lo vi todo, bajé las escaleras
del crimen. Liberé fiera cautiva
-la imagen misma de mi fría cólera-,
y Ia senté al festín de los sacrificados
Y me encerré en la niebla,
para verlo
todo.
«Retrato de la niebla»
Pero, a diferencia del Rimbaud de Une Saison..., no proclama ilusorios los dones del poema, sino que quiere cantar y ver desde la niebla, desde la confusión. La miseria del hombre es la larva en la oscuridad de la materia donde se ritualiza el sacrifìcio y la resurrección. Gonzalo Rojas penetra en esa oscuridad con una pequeña luz, el don de la poesía) que para él es, desde sus inicios literarios y hasta el final de su vida, sagrado. Supone la lucha cuerpo a cuerpo con los sentidos y sus apetitos, y con el mayor ellos, el de ver, en su signifìcaclo de saber a través de la experiencia. Es una batalla que se extiende por el día y la noche, y cuyo campo es la vida misma del poeta, su nacimiento y muerte renovados una y otra vez. En su descenso halla el carbón, materia ciega, destituida de sus poderes germinativos, aunque se trata sólo de un momento de la materia, porque en realidad es savia petrificada, sol. Pero para realizar dicha alquimia se hace necesario abrazar los contrarios, es inexcusable desvelar el rostro, abolir las máscaras del tiernpo para alcanzar la «convulsiva belleza». Gonzalo Rojas reivindica los poderes de la poesía no para extenderla sobre la realidad, nueva máscara estética, sino para pulsarla, hacerla suya. Muchos momentos de su obra, y sobre todo de este libro inicial, de maduración demorada, suponen una visión del cuerpo y de la vida del poeta como microcosmos, y en él se llevan a cabo una fusión conflictiva entre lo de arriba y lo de abajo, entre la materia y el alma, aunque siempre es la realidad espiritual la que insufla en lo animal o matérico un perfil trascendente.
Gonzalo Rojas es un poeta que habla casi siempre de su vida, de sus actos, y, de hecho, la totalidad de Íntegra puecle leerse como la biografia del poeta, pero, aunque a veces pudiera rozar cierto narcisismo no ajeno al egotismo unamuniano, en realidad suele trascender la fascinación de los espejos. No es Narciso, figura tan cara a ciertos momentos, de significado distinto, de la poesía de Mallarmé y Valéry. En realidad, Rojas está tocado por la misma sensibilidad de Michel de Montaigne. Como en el gran ensayista francés, lo que han pensado Plutarco o Platón, lo que han imaginado Ovidio o Catulo, tiene importancia si pasa por su propia experiencia, de ahí que no dude en tutear a Horacio, William Blake o Paul Celan. No es soberbia. En realidad, Rojas se lo puede pernitir porque está cantando desde la poesía y no desde el yo. Por otro lado, comparte con el pensador francés su amor por la realidad, aunque sea contradictoria, o tal vez porque lo es. Rojas es un poeta preguntón que no deja de responder nunca, porque su misión, si es que podemos usar este término, es tanto abrir el espacio corno germinarlo. La palabra semilla es un término que, junto con su campo semántico, afecta a la obra de Rojas. Es un esperma proliferante, vinculado al logos. Mucho antes de que un controverticlo sociólogo convirtiera la imagen en un eslogan para profesores y periodistas, Rojas habló en su poesía de «pensarniento líquido», pero en un sentido más hondo: el pensamiento es semilla, semen, es poiesis, creación de nuestra propia vida, siempre a la zaga de sí misma.
Hay algo que rige la poesía de Gonzalo Rojas y que parece indisociable de su vida: la fìdelidad a la poesía. Es cierto que esto se puede decir, de manera un tanto ligera, de muchos otros poetas tocados por la poeticidad, por cierta inclinación sublime, que suele ser más bien estética y previa, relativa a algo vaporoso y nunca riguroso al fondo. Ha habido y hay poetas fieles a la poesía, como se dice de alguien que es fiel en su matrimonio, aunque el amor, el amour fou, el loco amor, la pasión que reúne los extremos de la vida nunca haya alimentado tan tibio abrazo. No, la fidelidad de Gonzalo Rojas, que fue tan contradictorio en su vida como, en otro orden, lo fue paradójico en su poesía, tiene que ver con una actitud que se puede denominar visionaria, de percepción intelectiva, apoyada en todos los sentidos; un descendimiento cósmico, el ascenso de un abrazo donde vida y muerte, lo alto y lo bajo, la estrella y la sentina, pactan de manera endiablada, y valga el adjetivo en alguien que estuvo a punto de tomar hábitos mayores. Hay una corriente que va del Romanticismo alemán al surrealismo, que a su vez se entronca con la analogía y la tradición oculta y hermética, y que desde el mundo helénico aparece y desaparece a lo largo cle la historia adoptanclo formas diversas, en ocasiones espurias. Pero en lo profundo lo que late es la exaltación de los poderes de la imaginación como revelación de la otredad constitutiva y dinamizacla por Eros. En Gonzalo Rojas se da una cordialidad heredera del cristianismo y una percepción de la armonía apoyada en lo pitagórico: el ritmo y la proporción alimenta el sentido nunca desvelado del todo de la vida y del cosmos. Y, por otro lado, esa armonía esta roída por la conciencia de la muerte. Quien desea, quien escribe, quien ama y se desvive está signado por la conciencia de su propia mortalidad: todo es, como afìrma una y otra vez, efímero. Aunque todo lo que importa es lo que continúa, es clecir lo que no es un caso sino un ejemplo, categoría y no anécdota, el río que una y otra vez en su momentaneidad persiste, resiste, es realidad resistente. Lo efímero es fragrnento, pero no del todo en sentido existencialista, que colinda con lo absurdo. Ese fragmento forrna parte de un universo hecho a pedazos, son fragmentos que brillan. Gonzalo Rojas ha sido un enamorado de lo efímero, pero vislumbrando en su instantaneidad un vínculo con lo continuo. A diferencia de la lógica o de la ciencia, la poesía se da en un cuerpo y un alma que se saben mortales, y dicha percepción y pensamiento forman parte de la palabra misma. Por eso el conocimiento que se produce en la poesía puede ser contradictorio, porque opera no con abstracciones, sino con el lenguaje desde su materialidad, que en el caso concreto de Gonzalo Rojas poclemos decir que es su respiración, una forma del ritmo.
Lo que importa vuelve. Los cambios, cuando gravitan sobre lo que de verdad corresponde, se realizan sobre lo mismo, de ahí ese título suyo, Metamorfosis de lo mismo: hay una unidad y el mundo es una pluralidad, un cambio constante de lo mismo. Rojas cree en lo Uno, en el Uno, pero es un poeta errante, que erra, que se equivoca que se sale del camino, aunque a pesar de todo sabe, como un marinero adentrado en el mar por fatalidad de su propia búsqueda, que al fondo hay una luz, que en su sensibilidad hay un sonido que se resuelve en ritmo, en sílaba, la del fondo, indescifrable, pero que genera todas las cifras. Lo Uno, como en Plotino, es una noción mística, una visión y una idea que corresponde a lo bueno. Pero lo Uno es algo a lo que accedemos, mística o poéticarnente, porque no vivimos en lo Uno, por el contrario: la realidad se nos da trizacla, nuestro ser está conformado por fragmentos. «Se puede ser total, pero desde la pedacidad» («Fragmento»), afirmó Rojas, enamorado siempre de los neologisrnos, como si le faltara lenguaje, porque de hecho escribe en los bordes, bordeando, saltando con riesgo entre las líneas. La religiosidad de Gonzalo Rojas tiene que ver con este Uno que conceptúa como bueno, y cuyo acceso privilegiado es la poesía, hecha de sílabas, que son una realidad superior, nos dice, al ritmo. Es curioso, porque podría pensarse que, para un poeta, el ritmo es primordial; sin embargo, en varias ocasiones, en prosa y en verso, Rojas apela a la fuerza germinadora de la sílaba, como los cabalistas hebreos a los sephirós. Afirma Rojas: «El número es otra forma del ritmo, y de por sí la palabra ritmo, que es griega, era nombrada por los romanos como números. El número es una entidad portentosa que, al igual que el ritmo, resulta muy difícil de determinar porque proviene de la respiración». («Numinoso»). La respiración entendida cono algo no continuo, sino con pausas) alteraciones, cesuras. La respiración es número porque es medida, y el número y el ritmo tienen que ver en su poética con lo numinoso, que es experiencia de lo sagrado; no es una visión de lo puro, sino una experiencia revulsiva, en el senticlo que tienen en Rudolf Otto y en George Bataille, dos autores que importaron para Rojas. Por otro lado, es fácil percibir en esas sílabas exaltadas por el poeta un puñado de sernillas. Como tales, son germinadoras y tienen que ver con la respiración, que es el alma. Se escribe como se respira, la voz en alto, buscando el aire, emitiendo semillas a través de las cuales vemos el mundo en su infernal paraíso.
Yo creo que el poeta de Chillán cuando habla de lo Uno no se refìere a la unidad que la ciencia a veces maneja como idea de unidad de lo cósmico (o de lo vivo). Sin negar este tipo de unidad, que nos relaciona a la manera de Demócrito, y que Rojas también abraza («La materia es mi madre», el Uno al que apela a lo largo de su obra no puede ser sino un absoluto al que accede a través de una gnosis. Lo dice él mismo: «ese Único es mi Dios». Lo Único supone la negación de los accidentes, los casos y sus errantes fragmentos. Lo Único es causa de sí, por lo tanto, es el principio generatriz, el motor inmóvil de Aristóteles.
No es extraño que su primer libro se titule La miseria del hombre, de incardinación cristiana pero despojada de catolicismo, y caracterizacla en lo poético, como he dicho antes, por los muchos cruces de voces de diversas tradiciones poéticas. Es un libro que tiene que ver con la poesía de César Vallejo: nuestra condición es pobre, infeliz, carente... «Veo correr al hombre desde la madre al polvo, / como asqueroso río de comida caliente» («El condenado», 1948), afirma con un eco que va de Quevedo al cholo peruano. Estamos alejados de lo Uno, desvividos por el hambre, que compartimos con el resto de lo vivo, esa arcana necesidad de deglutir el mundo. El hombre es miserable porque se sabe tiempo y percibe el infìnito (Pascal), porque es un fragmento y se intuye entero. Hambre de eternidad que no está fuera, sino aquí mismo, y que, en su caso, asistido por la pasión, es una eternidad encarnada en la mujer. Lo Uno religioso, una aspiración a lo único, y el erotisrno, vinculado a la mujer, que supone la fìjación del relámpago, o el vértigo de la fijeza. Para Antonio Machado, también lo Uno es capital a la hora de entender su poética, una de las más profundamente formuladas de nuestra lengua. También en su caso, se da un origen cristiano, creyente, y una elaboración a partir no tanto de un agnosticismo como de una creencia en un Dios que no es el hacedor, salvo de la nada. Para Gonzalo Rojas, accedemos al Uno desde la pedacidad, desde el fragmento, es un acto de mística, de fusión operado por la poesía y el erotismo que se realiza en el entresijo entre silencio y palabra. En alguna medida, Rojas es un gnóstico, cree en la posibilidad de acceder a una realidad absoluta. Para Machado, el Uno está constituido por su otredad, es decir, por una realidad que lo hace extraño en su propio ser y al mismo tiempo lo dinamiza ante esa extrañeza entrañable. No coincide consigo mismo, porque, cada vez que se piensa, se percibe como otro; es lo que denomina Ia «esencial heterogeneidacl del ser», que no puede expresar el pensamiento lógico sino la poesía, porque ésta se cumple en lo cualitativo, es decir, desde categorías concretas, únicas, habitadas por el tiempo. El movimiento de lo uno a lo otro, en el caso de Machado, está regido por el erotismo, ese padecimiento por lo esencialmente otro. Tanto para Gonzalo Rojas como para Antonio Machado, tal como podemos leerlos en sus obras amatorias, amar es perderse, única forma del encuentro, más allá o más acá de los nombres, como diría quien podría ser el otro gran invitado de nuestra lengua al espacio de Rojas, Octavio Paz, con quien tanto dialogó, en la afinidad y la diferencia.
En la obra de Gonzalo Rojas encontramos muchos momentos de gran carnalidad, de sexualidad, oscilante entre la expresión feliz, sin culpa, del Arcipreste cle Hita y el erotismo transgresor aliado a lo tanático de Bataille, pero en ambos casos no se trata de una animalización del acto sino de espiritualización. Ya dijo el propio poeta que en su actitud libertina había un «místico concupiscente». Todo erotismo supone un comercio con los límites. Eros es señor de fronteras y testigo del vacío. Lo escribió con lucidez otra poeta, la canadiense Anne Carson, con palabras que podríamos aplicar al poeta chileno: «Todo amante cazador, hambriento, es la mitad de un hueso, cortejador de un signiflcado inseparable de su ausencia» (Eros). Atraído por la identidad, la disuelve en fragmentos que quieren perdurar en su propia intensidad desvivida. El erotismo en la obra de Rojas no sólo afirma su objeto, sino que se propone como semilla perdurable. La mística de la sexualidad en Rojas se hace eco del estoico logos espermático que todo lo impregna y genera y que es origen de la simpatía o correspondencia cósmica («Del cerebro cae la esperma, cerebro líquido, / y entra en la valva viva: et Verbum caro / factum est. / Leopardo / duerme en sus amapolas el pensamiento. / ¿Quién / me llama en la niebla?»). Aquí late una tradición poética que tiene nombres como Juan de la Cruz y que alcanza a su coetáneo y gran poeta José Ángel Valente, cuyos universos se cruzan en muchas ocasiones. De nuevo aparece el logos espemático de los estoicos, el pensamiento germinador, pero desde la sexualidad erotizada. EI pensamiento es un animal poderoso, solar, sobre la bella fragilidad de la amapola. Alguien o ta lvez algo llama al poeta desde la niebla, porque no puede ser una llamada desde la claridad, sino hacia la claridad. Estas líneas de «Fragmentos» son de una belleza extraordinaria que no incitan a la explicación sino a la lectura, a la repetición del poerna, y al silencio.
Eros afirma el mundo, y el amor lo dota de significados siempre subversivos. ¿No fue Gonzalo Rojas quien afirmó que el amor era la única utopía necesaria de nuestro tiempo? El sueño del lugar, espacio donde se reúne lo trizado, pero también donde se escenifìca la tortura del deseo:
¿Siempre será un espíritu carnicero mi cuerpo
montado en el ciclón de mi ánimo partido,
consumido en un lecho de llamas por mi orgullo?
«El abismo llama al abismo»
El poeta en Rojas no es sólo el producto del poema, no es una categoría que el acto de la escritura inventara. Está muy alejado de Auden, no digarnos de Jaime Gil de Biedma, y en cierto sentido quizás también lo está de Octavio Paz. Rojas es el vate, como si el poeta fuera previo al poema, y en esta actitud, realmente peligrosa, radican algunos de los logros de su poesía y, por otro lado, algún extravío, que nunca lo fue del todo, porque Gonzalo Rojas fue un poeta creativo, de una fuerza sólo comparable a los grandes poetas de su siglo, a lo largo de toda su vida, que fue larga. Porque el poeta es una unidad, o deba serlo, se deriva que sea radicalmente importante la acción. El poeta actúa, su vida es poética, y él ve no a través de sus visiones (que sería el caso de Rimbaud), sino de sus actos, por eso la ceguera «es parte de la total videncia»:
Mi obscuridad se sale de madre para ver
toda la relación entre el ser y la nada,
no para hacer saltar el horizonte,
ni para armar los restos de lo que fue unidad,
ni para nada rígido y mortuorio,
sino para ver el método de la iluminación
que es obra de mi llama.
«Descenso a los infiernos», 1948
Como su vida cotidiana coincide con el poeta, en el sentido de identidad previa, de sentirse imbuido de los poderes del bardo, no es la visión («J'ai vu quelquefois ce que I'homme a cru voir», Rimbaud) sino el acto, en concordancia con Goethe, la realidad radical. Actuar es decir el poema, proferirlo, pero también vivir el poema. Por ello desdeña a quienes no son «hijos de sus obras», porque ellos encarnan la mentira. Por otro lado, no es una poesía de la nostalgia, no hay respuesta melancólica ante la unidad perdida, divisada en fragmentos a la deriva, sino exaltación de la pasión («de los apasionados es mi reino»), energía que dota a la iluminación de unos valores específicos. Rojas lo dice claro, aunque sé que en su obra (claro) quiere decir también su contrario, porque no se trata de lógica sino de realidad expresada o conformada por sus contrarios. Lo que dice claro es que hay método, camino. Pero ese método no fue a lo largo de su vida y su obra sino un saber poético, es decir, que no fue un instrumento sino una sutil y dificil alianza entre vida y poesía, entre pasión y proporción, entre sílabas y ritmo, entre vida y muerte. La iluminación se produce en Rojas a través de los actos, pero recordemos que poesía significa, etimológicamente, «hacer, crear».
Sabido es que Gonzalo Rojas, para quien Vicente Huidobro supuso tanto deslumbramiento como el Neruda de Residencia en la tierra, se situó frente a la poética creacionista a medio camino: la palabra crea, pero no inventa la realidad, no crea como la naturaleza crea un árbol. El árbol existe. El mundo existe, y las palabras, incluso cuanclo son imágenes compuestas, metafóricas, apelan a una realidad previa o que desemboca en ella. La higuera no está en lugar de nada, jamás es un símbolo, salvo en el lenguaje, pero toda palabra es significativa, y en ello radica su grandeza y su miseria. Aunque es verdad que Huidobro al fin y al cabo también fue consciente del fracaso, espléndido por otro lado, de los extremos de la poética creacionista, y Altazor es buena prueba de ello tanto por su tentativa como por ser el testimonio de su fracaso. No hay lenguaje totalmente autotélico. También se podría decir que Rojas fue fiel a la poética de Neruda, la que está implícita en las dos primeras Residencia, y de la que el propio autor renegó para abrazar una objetividad social vinculada al llamado socialismo real, de productos tan penosos, y no sólo literariamente. Con Huidobro, Rojas se interna, desde su propia lengua y desde la cercanía vital, a la gran herencia de la poesía crítica simbolista, especialmente, al legado cle Mallarmé y el estatuto de la palabra poética, algo que explorarían con resultados memorables José Gorostiza en Muerte sin fin y Octavio Paz en gran parte de su obra. Con Neruda, de quien también fue amigo, Rojas descubre la trama inextricable de la expresión poética, que él llevaría a su poesía con un grado de lucidez mayor. Rojas intuyó tempranamente el meollo de su poética, cuya madurez creativa se da con lentitud frente a lo público, y fue fiel a ella durante toda su vida, entre otras cosas porque esa poética le permitía un grado de libertad admirable. Por eso se denominaba a él mismo de «libérrimo».
A pesar de su admiración por el comunismo y la idea de revolución hasta avanzados los setenta (con las reservas más o menos ambiguas y confusas que un análisis riguroso de su biografia quiera reconocerle), su poesía no se puso al servicio, ni desde la poética ni desde los contenidos, de ningún dictamen ideológico. El mejor Neruda no conduce sus palabras, se conduce en ellas; y lo mismo se puede decir de Rojas, sólo que, en su caso, la fidelidad a los murmullos del lenguaje, a sus abismos y aperturas hacia espacios inéditos, fue constante. De ahí, creo, su apartamiento del poeta con un tema, tan exaltado por la forma soneto, cuya estructura silogística parece exigir esa coherencia lógica. En la poesía de Gonzalo Rojas asistimos en muchas ocasiones a la experiencia formativa de lo poético en la lectura misma del poema. Rojas escucha lo que le dicen las palabras, no trata de decirle a las palabras lo que tienen que decir. Se entregó a su daimón, como vate incardinado en lo más lúcido del surrealisrno. Los poemas de Rojas suponen una concepción del poema que se abre hacia dentro, o más exactarnente: signifìca una tarea de escritura en la que ir hacia adentro es la manera de hacer el afuera. Podría ser que en esto se inspirara en los tiempos en que estuvo cerca de las minas. El poema es una obra, en el sentido de realidad hecha y cerrada, pero toda la poesía de Gonzalo Rojas habla de lo inacabaclo. No me refiero a que esté deshilachada o que esté carente de trabajo, ni siquiera la producción de sus años últimos, donde a veces observamos una mayor espontaneidad tal vez apresurada. Inacabado aquí signiflca que se da en el poema mismo la conciencia de que no hay poema sino poemas, de ahí su apelación a la metamorfosis de una unicidad implícita a la que sólo se accede por la expresión de todos sus contrarios. No hay una poética esencialista en él, de ahí que accedamos al amor en ocasiones a través de la prostitución, de que el cuerpo aparezca en su compleja animalidad, no idealizarlo, de que el deseo sea fundamentalmente hambre («Hambre es la fosa, hasta / la respiración es hambre, hasta / el amor es hambre» [«Conjuro»]).
El poeta que se desprende de la obra de Rojas, de ese río que es un árbol, mina y astro a un tiempo, denominada Íntegra, es un visionario. No trata de inventar una realidad autónoma, sino que al escribir actúa sobre una realidad que a su vez es un acto. Ser de deseo y por el deseo, también es una criatura «cortada y arrojada», uniendo aquí cristianisrno (caída) y la filosofía de Heidegger que conceptúa al hombre como un ser arrojado a la existencia. Se podría decir, por su tendencia hacia lo originario y primitivo, y al tiempo por estar lanzado hacia el futuro, fiel hasta el delirio al mundo del presente, que es un poeta retroprogresivo, por utilizar la acertada expresión de Salvador Pániker. Somos hombres en la medida en que no terminamos de nacer, quizás por esto afrrma que «el tiempo es todavía; / la rosa es todavía y aunque pase el verano, y las estrellas / de todos los veranos, el hombre es todavía». Ese adverbio de tiempo también fascinó, y creo que por las mismas razones, a Antonio Machado. De forrnación clásica y por lo tanto fllológica, Rojas está, sin embargo, muy lejos de los eruditos y de los letrados en la formación del espíritu histórico, porque la historia, nos dice, es la «musa de la muerte». Nada de fosilizaciones: la palabra poética, siempre dicha en voz alta, respirada y tartamudeada, es tiempo que se comparte, aunque sólo sea a veces con ese otro interno que oye lo que decimos. La poesía no es lo dado, aunque la veamos escrita, porque su fundamento es «un aire que se gana».
Gonzalo Rojas fue, además de poeta, profesor, y ejerció en puestos diplomáticos; también anduvo en sus últimos años, para mi gusto, y creo que, a pesar de todo, para el suyo, demasiado agitado entre celebraciones y premios. Por fortuna, siguió siendo poeta hasta el final. Hay varias imágenes de su obra que me parecen relevantes para ver a mi vez al poeta que fue Gonzalo Rojas. Una de ellas podría hallarse en el poema «¿Qué se ama cuando se ama?» y la otra, que quiero citar hoy aquí, para cerrar estos apuntes sobre su obra, son unos versos escritos contra mentirosos y cobardes petrificadores de la vida y de la poesía. Creo que es un relato conradiano, de alguien que lucha entre dos mundos, y lo imagino saliendo de esa niebla, donde tal vez no ha identificado aún al «quién», pero se vuelve hacia nosotros con un tesoro de semillas recién rescatadas a lo oscuro:
Lo prostituyen todo
con su ánimo gastado en circunloquios.
Lo explican todo. Monologan
como máquinas llenas de aceite.
Lo manchan todo con su baba metafísica.
Yo los quisiera ver en los mares del sur
una noche de viento real, con la cabeza
vaciada en frío, oliendo
la soledad del mundo
sin luna,
sin explicación posible,
fumando en el terror del desamþaro.
«Los cobardes», 1948
Nota: todos los poemas están citados por Íntegra. Obra poética completa,961 páginas. Edición de Fabienne Bradu, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 2012.