Fecha:
24/02/2019
Politólogo. John Keane, australiano y experto en democracias, habla del tema político que más le preocupa: el auge de los populismos nacionalistas.
El politólogo australiano John Keane (1949) es uno de los mayores teóricos sobre sistemas políticos. De pelo cano y revuelto, es autor de Vida y muerte de la democracia, publicado en español por el Fondo de Cultura Económica. La charla, en la capital mexicana, se extiende sobre más de dos horas, pero él podría seguir otras dos: una idea le lleva a otra, y esa otra, a otra más. Casi no hacen falta preguntas. Keane, muy preocupado por el auge de los populismos nacionalistas y profundamente reaccionarios, se considera a sí mismo progresista, pero tiene “un problema”: cuando está con gente de izquierdas se ve de derechas, y cuando está rodeado de conservadores se siente de izquierdas.
PREGUNTA. Usted cree que somos demasiado pesimistas al hablar del futuro de la democracia.
RESPUESTA. Hay una cierta moda en hablar de crisis de la democracia en el mundo, y tengo dudas del uso de la palabra “crisis”, que tiene connotaciones apocalípticas, casi religiosas. No se está teniendo en cuenta la resiliencia y la vitalidad de las democracias actuales y se infraestiman las innovaciones que esta supuesta crisis ha desencadenado. Pienso en ciudades como Barcelona, Sídney o Ámsterdam, que son laboratorios para el autogobierno, que están apostando por el transporte público y por soluciones medioambientalmente sostenibles, y que están experimentando con conceptos como la renta básica. Estos brotes verdes son parte de la realidad contemporánea; el problema es que la mayoría de intelectuales y periodista tienden a concentrarse en la crisis y obvian estas otras tendencias.
P. Pero esos brotes verdes se están dando solo en algunas urbes y no a escala nacional. ¿Hasta cuándo durará el momento dulce de los populismos nacionalistas?
R. Es imposible saberlo, así que antes de hacer predicciones prefiero definirlo: el populismo es un estilo de hacer política estructurado en torno a hablar directamente a la gente, que tiene a un gran líder, un caudillo, y un oponente u oponentes a los que confrontar, que suele llamar establishment. Y que degrada instituciones de monitorización, tribunales, medios de comunicación y otros órganos de defensa de la integridad. Todo ello aderezado por un cierto nivel de normalización de la violencia, de nacionalismo, de sentido de la territorialidad y de clientelismo. Esto último es muy claro en el caso de Trump: llegó al poder con la promesa de “drenar la ciénaga” y acabó nombrando el Gabinete con la mayor concentración de millonarios de la historia. El populismo es una enfermedad autoinmune de la democracia: requiere condiciones democráticas para florecer (libertad de expresión, de reunión, acceso a los medios de comunicación, multipartidismo…), pero su lógica es profundamente antidemocrática, destruye los órganos de control y margina a sectores importantes de la sociedad.
P. Dice que hablar de populismo de izquierdas es un error.
R. Es un oxímoron. No tiene ningún sentido: el populismo en el que piensa Chantal Mouffe cuando habla de populismo de izquierdas –Perón, el primer [Hugo] Chávez…– es una fantasía. El populismo es de derechas en tanto que es antidemocrático.
P. ¿Sobrevivirá la democracia tal como hoy la conocemos?
R. No lo sé. Lo que está claro es que no tiene el futuro garantizado. El nuevo populismo es una reacción alérgica a la democracia monitorizada. Y quiere debilitarla o, directamente, liquidarla.
P. ¿Por qué esa alergia a las instituciones de control?
R. Estamos en un momento de gran fragmentación e incertidumbre y con millones de ciudadanos enfadados. Es una combinación de varias fuerzas: la desigualdad –con una brecha insostenible entre ricos y pobres, y con la marginalización de muchos sectores de la población –, la migración, el multiculturalismo visto como una amenaza… Eso es pólvora para los populistas. Lo han entendido muy bien.
P. No menciona las redes sociales.
R. No es el factor principal: la desigualdad, las burbujas financieras, la desafección con el sistema de partidos son mucho más importantes. Las redes son uno más. En esta era de abundancia comunicativa, hacer las cosas en privado es mucho más difícil, y eso es bueno y es malo a la vez: también se está poniendo en riesgo la privacidad y facilitan la difusión de las noticias falsas. La multiplicación del conocimiento y la distribución masiva de información llevan a la ciudadanía a pensar que el mundo es complejo y a no aceptar la mentira y la corrupción, pero las redes sociales también se están utilizando para hacer justamente lo contrario. Prolifera la información sin contrastar, la utilización comercial del sensacionalismo o la bazofia informativa.
P. ¿Deberían regularse?
R. En los años noventa se pensaba que un Internet sin trabas ni regulaciones permitiría tirar abajo las fronteras y haría florecer la democracia. Años después hemos visto cómo en ese jardín han florecido también flores venenosas: el discurso del odio, la xenofobia, la manipulación… Son tendencias que van en contra de la utopía digital del pluralismo que se vendía. Gobiernos y sociedad civil tienen que abordar la cuestión de cómo regular estos flujos de información: necesitamos un acuerdo digital que permita la conexión de todos los ciudadanos, pero que también traiga estabilidad a este ecosistema. No creo que la solución sea la autorregulación de los gigantes digitales: permitir a Google o a Facebook que se regulen a sí mismo es lo más parecido a dejar a una cabra cuidar del jardín.
P. ¿Debería ser global esa regulación?
R. No creo que debamos constituir un órgano mundial para regular esos flujos. Lo que necesitamos es un modelo policéntrico de regulación que tenga como principio que esos flujos informativos sigan fluyendo. Esta revolución de las comunciaciones, aún inacabada, también tiene muchos aspectos positivos que hay que preservar.
P. ¿Vivimos en una sociedad informada o inundada de información?
R. No me gusta el término “ciudadanos informados” entendido como alguien que sabe todo sobre todo. Prefiero hablar de “ciudadanos sabios”: humildes, demócratas, que son conscientes de que ni ellos ni las autoridades lo saben todo.