Fecha:
08/07/2022
Hace algunos años Olga Merino publicó la columna “Cuando te gustan las chicas”, donde opinaba que el lesbianismo debía pelear todavía mucho para ser visualizado como algo distinto a un “pozo de desdichas” en el imaginario colectivo. Entre otras cosas, Merino sostenía que el adjetivo lesbiana sonaba peyorativo, y remitía a mujeres agresivas, poco femeninas, cabreadas y de clase social media baja, algo que tiene poco o nada que ver con lo que sugiere la homosexualidad masculina. Según esta periodista y novelista, “el imaginario en torno a los hombres gais es más positivo: alegría, gusto estético, poder adquisitivo y la complicidad de aliadas femeninas en la oficina”.
Merino hacía esta reflexión a la par que reivindicaba la figura de Jeanette Winterson, coetánea de Hanif Kureishi, Martin Amis, Salman Rushdie o Ian McEwan, pero cuyos libros han pasado bastante más inadvertidos. Si traía a colación a la escritora británica no era solo por la calidad de su prosa, sino porque sus libros aportaban una mirada novedosa. Así, en Fruta prohibida (1985), en vez de contar la enésima historia trágica de la chica homosexual que se redime por la vía del matrimonio o se suicida, recurrió al humor y “transfirió la distorsión a la mirada pecaminosa y torcida del otro”. Y, en Escrito en el cuerpo (1992), “el lector no llega a saber con certeza si la voz que narra pertenece a un hombre o a una mujer”. Obras así, concluía Merino, marcan un camino posible: “difuminar etiquetajes, imposiciones y límites genéricos”.
Al pensar sobre cómo resignificar el término lesbiana, me acordé del hermoso título de una recopilación de poemas llamadaA Chloe le gustaba Olivia (Sabina Editorial, 2021), que conocí a través del boletín de Librerantes. El título es un homenaje a la epifanía que tuvo Virginia Woolf mientras leía esa frase en una novela de Mary Carmichael. Además de pedirle al público que asistía a su conferencia que no se sobresaltara ni se ruborizara, pues era sabido que “a veces a las mujeres les gustan las mujeres”, Woolf acotó a continuación: “Y entonces me di cuenta de qué inmenso cambio representaba aquello. Era quizá la primera vez que en un libro a Chloe le gustaba Olivia”.
Todo ello está recogido en el mítico ensayo Un cuarto propio –otras veces traducido como Una habitación propia–, publicado en 1929. Al margen de la imprecisión cronológica que comete Woolf, su gesto tiene un enorme valor como autocrítica: ella mira su biblioteca, repasa lo que ha leído y no solo encuentra una carencia suya, sino que valora como un hallazgo esa idea que encuentra en una autora novel, semidesconocida, y se hace eco de ella citándola en público. Y, por si fuera poco, la toma como base para construir una investigación propia y plantear ante su audiencia una pregunta vital para la literatura que estaba por escribirse: ¿cuántas novelas muestran a las mujeres como un mero producto de sus relaciones con los hombres, y no como seres humanos complejos e independientes capaces de establecer lazos de amistad o amor con otras mujeres, o de gozar de su intimidad y de su vida como les plazca?
Woolf argumentó su punto de vista a través de una oportuna y precisa imagen especular: “Supongamos, por ejemplo, que en la literatura se presentara a los hombres solo como los amantes de mujeres y nunca como los amigos de hombres, como soldados, pensadores, soñadores; ¡qué pocos papeles podrían desempeñar en las tragedias de Shakespeare! ¡Cómo sufriría la literatura!”.
Casi cien años después, no se puede explicar mejor cuánto seguimos padeciendo por no disfrutar de más poemas, cuentos y novelas donde las mujeres se amen entre sí. En fin, deberíamos decir más a menudo “A Chloe le gustaba Olivia” como una manera de mostrar nuestro compromiso con la diversidad de la vida. Incluso podemos adecuar los nombres a la ocasión, como hizo Pilar Bellver primero en un cuento y más tarde en la novela que nació de él, A Virginia le gustaba Vita (Dos Bigotes, 2016).
Dos bolleras poco boyantes
Volviendo al artículo de Olga Merino: en él se llamaba también la atención sobre un cuento de Flavia Company, Una vida en común, protagonizado por dos mujeres septuagenarias que llevan más de cuarenta años en pareja, a quienes en su barrio las toman por “las hermanas aquellas del bloque de enfrente”. El subrayado pone de relieve un prejuicio social muy extendido: muchas personas son incapaces de imaginar que dos mujeres mayores puedan ser pareja (y no digamos ya eso de que hagan el amor cuando les apetezca...).
Como no conocía el cuento, lo busqué –está incluido en Con la soga al cuello (Páginas de Espuma, 2009)– y lo leí. Encontré que la historia de amor entre Rita y Míriam, que así se llaman esas dos venerables señoras, es, sobre todo, una historia de precariedad económica. De hecho, les sucede lo mismo que a tantas otras parejas hoy: uno de los cónyuges no ha cotizado lo suficiente a la Seguridad Social, por lo que la economía familiar depende exclusivamente de la pensión del otro. En ese sentido, Una vida en común da cuenta de lo difícil que es armonizar la precariedad y el amor cuando ya no se está en edad de trabajar.
Eso sí, Company lo hace con sentido del humor y construyendo situaciones que problematizan las convenciones del imaginario colectivo. Así, Míriam no tiene inconveniente en quedarse embelesada “ante el escote veraniego de la cajera” del supermercado, mucho más joven que ella. Y tampoco lo tiene en rememorar que Rita, cuando eran jóvenes, se acostó “con aquella guarra” un número indeterminado de veces, una infidelidad que se tradujo en una separación temporal y en una herida que aún le duele. Quizá por eso la frase que resume el espíritu del cuento sea esta tan juguetona: “Pues no tendremos una situación boyante, vale, pero bollera sí que es, no me lo negarás, ¿eh?”.
Más amazonas al galope
Poco después de leer el artículo de Olga Merino –aunque es de 2015, caí el año pasado en él– se publicó De la estirpe de las amazonas (Wunderkammer, 2021), de Esther Peñas. Cuando escribí sobre él, olvidé participar en el juego que propone el ensayo: aportar nombres a la larga lista ahí citada, y aumentar así el acervo de mujeres cuyo ardor intelectual las ha hecho o hacen merecedoras de ser distinguidas como amazonas.
Un juego, todo sea dicho, en el que se me anticipó Gata Cattana (amazona rapera) en Lisístrata (2015): “Yo no camelo perfumes de Nina Ricci / soy más de libros de la Silvia Federici […] Sin más que decir, que aportar a la causa un tributo a mis musas que luchan: / Rosa de Luxemburgo, [Clara] Campoamor, griega amazona, vestal romana, sendero impío hacia la vida humana / Keny Arkana, Safo, Hipatia, [Rosa] Parks y Hatshepsut, Yo os invoco hijas de Eva buscando una luz".
Por mi parte, pensé en tres amazonas muy distintas entre sí. Primero se me ocurrió la argentina Liliana Felipe (amazona cabaretera), residente en México, quien rebatió a Freud en su famosa y divertida canción Las histéricas. Además, compuso otras obras tan reivindicativas como Tienes que decidir o grabó una versión musical de Tabaquería, el poemario de Fernando Pessoa.
Otra fue la inglesa Anne Lister (amazona industrialista), cuyos diarios publicó la editorial Ménades y que cobraron vida a través de la serie Gentleman Jack (HBO). Más allá de la dificultad de ser lesbiana en el siglo XIX, lo fascinante de Lister (1791-1840) es verla gestionar el patrimonio –incluidas unas minas de carbón– de una aristocrática familia venida a menos, algo que la obligó a lidiar con banqueros, terratenientes y obreros. Y todo ello con la música de la Revolución industrial de fondo.
La tercera fue Cristina Peri Rossi (amazona desbocada), quien me vino a la mente por un fragmento del ensayo donde Peñas cuenta que, en el París de principios del siglo XX, la crítica literaria consideraba que las escenas lésbicas fetén eran las que perpetraban Emile Zola o Pierre Louÿs, pero no Renée Vivien y otras escritoras. No me sorprendió enterarme de ese detalle, pero sí despertó mi curiosidad por saber qué opinaría la crítica en lengua española si le planteasen una pregunta similar. Si bien me faltan lecturas al respecto, intuyo que Cristina Peri Rossi, galardonada con el Premio Cervantes 2021, debería figurar en la terna finalista a la Medalla al Mérito Erótico.
Peri Rossi nunca defrauda en ese aspecto. Basta echar un vistazo a su libro de cuentos Los amores equivocados (Menos Cuarto, 2015), donde La venus de Willendorf arranca así: “Hay gente que después del cuarto orgasmo consecutivo necesita urgentemente algo que alimente su sentimiento de culpa. No les ocurre lo mismo si solo se trata de uno o dos”. Y La escala Lota empieza asá: “La chica se había arrodillado en el suelo, en cuatro patas, con el rostro un poco alzado dirigido a la ventana, las piernas levemente abiertas y el limpio culo, rosado y sin vello apuntando hacia ella, que seguía de pie, detrás”.
Una pena que Cecilia Roth no los leyera cuando recogió el galardón en nombre de su amiga. Hubiera sido divertido escucharla leer pasajes como “bajó la cremallera de su elegante pantalón de seda, arrastró la breve tanga negra que cubría su pubis y permitió que su sexo, amplio, empapado, se pegara al culo de la muchacha”, o “siguió embistiéndola por detrás, procurando que la mucosa mojada de sus labios vaginales chorreara sobre el ano abierto de la muchacha”. Ni invocando a Guillaume Apollinaire y sus once mil vergas se habría podido arreglar el desmadre organizado por convertir el paraninfo alcalaíno en un jardín para ninfas. Eso sí, tal vez habría resultado educativo para algunas autoridades o medios de comunicación cómplices de la homofobia.
¡Hasta el orgasmo final!
A propósito de la glorificación cervantina de Peri Rossi, y por aquello de bajar el estro cuentístico que me había dejado la relectura de Amores equivocados, me adentré en Nocturno urbano (FCE, 2022), que recoge en un solo volumen los relatos de Cosmogonías (1989) y el poemario Habitación de hotel (2006). En el primero encontramos a una Peri Rossi provocadora, digresiva y algo desmesurada –en su línea, bah–, pero más atenta a lo político o lo social leído en clave kafkiana que a lo erótico. Quizá su pansexualismo literario llame tanto la atención que haya sepultado estas otras aristas de su obra; sin embargo, como dice de sí misma el personaje del relato Te adoro, a la ganadora del Premio Cervantes hay que leerla como la hija de “la época del psicoanálisis, el existencialismo, la radicalidad, y de haga el amor no la guerra” que es.
Todo ese bagaje se entrevé en Suicidas S.A., El club de los indecisos o Los desarraigados. Esos y otros relatos del libro me hicieron recordar la mención que hizo de Jonathan Swift en el discurso de recepción del Premio Cervantes. A propósito del autor de Los viajes de Gulliver o Una modesta proposición, Peri Rossi defendió la alegoría y la imaginación como formas del compromiso literario, e invitó a no duplicar la realidad, sino a ironizar o interpretarla.
En esa clave funciona, por ejemplo, El mártir, una carta interna de un grupo guerrillero que ha tomado la decisión de elegir un mártir para su causa. Si lo eligen bien, piensa el comité, conseguirán desequilibrar la correlación de fuerzas con el enemigo y alcanzar la victoria final. Después de haber decidido que tendrá entre 25 y 30 años y un “nombre sin diptongos complicados, sin letras mudas ni consonantes dobles”, toca decidir el sexo. Y ahí, a tono con el espíritu satírico del texto, emerge la crítica feminista: “Como la política es un quehacer masculino, nos pareció adecuado descartar a las mujeres que si bien están en el santoral, en cambio no lucen tanto como mártires, ya que su solidez política deja mucho que desear”.
La retranca se percibe aún mejor si se recuerda que Peri Rossi debió exiliarse en Barcelona en 1972, cuando tenía 29 años, para huir de la dictadura cívico-militar uruguaya (1973-1985). Como le explica a Flavia Company en una excelente entrevista para la revista Bitácora: “En general, cuando se habla de exiliado, se piensa en un hombre, no en una mujer”. He ahí uno de los rasgos distintivos de la literatura de Peri Rossi: es rica en ideas que muestran y combaten las estrecheces que imperan aún en el imaginario colectivo.
En cuanto al libro de poemas, los mejores momentos coinciden con la épica de lo cotidiano, como en estos versos de Centinela, que aúnan precisión sentimental y belleza textual a la hora de hablar de una separación: “Me he quedado sola en nuestra casa / como el último soldado de una guerra ya perdida // Velo las armas del amor / Velo los iconos de una religión ya sin oficiantes”.
También destacan los poemas que cantan al hedonismo, un emblema indiscutible de su obra. Aparece así el goce del cuerpo como un gran productor de sentido no solo ante la muerte, sino en mitad de esta civilización que, como señala en Obediencia, ha optado por abandonar los orgasmos y pasarse a los somníferos como remedio contra el insomnio. Por eso, como se desprende de Asombro, no está de más exaltarse de vez en cuando y vivir la vida como revelación y maravilla, y disfrutar al máximo de su ebriedad de bacante exagerada, de sus noches y pasiones turbias, conscientes de que tanta belleza es “como una pausa / como una tregua que la muerte / le concede al goce”.
Si Virginia Woolf nos legó –sin querer y por la vía de la intertextualidad– un eslogan como el de “A Chloe le gustaba Olivia”, Peri Rossi nos recordó en su discurso cervantino que haríamos bien en repetir más a menudo este otro: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos”. Es de Marcela, un personaje en quien Peri Rossi ve a una mujer capaz de rechazar “a los hombres, al matrimonio y a las relaciones de poder entre los sexos”.
Al margen de la polémica existente sobre si puede considerarse feminista o no ese personaje del Quijote, cuatro siglos y un cuarto propio después, va siendo hora de que frases como las de Marcela o Virginia formen parte del acervo popular y las repitamos con entusiasmo de coro góspel. Libres de nacimiento somos, nos llamemos Olivia, Chloe o Cristina.
Fuente: https://ctxt.es/es/20220701/Culturas/40239/ruben-a-arribas-saficas-mujeres-literatura-peri-rossi-habitacion-propia.htm