Fecha:
14/02/2023
Hace un tiempo que ando dándole vueltas a la expresión «explicar cuentos» y a sus implicaciones, tanto en la educación literaria de las criaturas, como en los modos de elegir las obras para compartirlas con ellas. Puede que las sutilezas de la semántica parezcan no tener mucho peso en nuestras acciones cotidianas, pero preguntarse por el significado de las palabras y por cómo las utilizamos suele darnos pistas sobre nuestras prácticas y sobre nuestras creencias. Y eso siempre me ha parecido un buen punto de partida para la reflexión y para una posible deconstrucción y redefinición tanto de unas como de otras.
Una de las expresiones más recurrentes en las formaciones de literatura infantil con mediadoras de lectura es: “Aprender a explicar cuentos”. En esta frase hay dos creencias a deconstruir.
La primera: la idea de que toda la literatura destinada a la infancia está compuesta de cuentos, donde los cuentos se entienden siempre como: historias lineales que se “explican” siguiendo su hilo argumental. Y, si atendemos un poco a la producción entendemos que más allá de cuentos hay obras que plantean otros modos de construir ficción.
La segunda: la idea que subyace en el verbo explicar, y en la relación que este establece con otro concepto que suele malinterpretarse, como es la comprensión lectora, ligada a la comprensión de un mensaje.
Si vamos al diccionario de la Real Academia, nos encontramos con estas dos primeras acepciones del verbo explicar:
1. Declarar, manifestar, dar a conocer lo que alguien piensa.
2. Declarar o exponer cualquier materia, doctrina o texto difícil, con palabras muy claras para hacerlos más perceptibles.
Ambas acepciones nos hablan un poco de nuestros modos de hacer, cuando se trata de selección, literatura e infancia. La primera, porque pone énfasis en lo que alguien piensa y quiere dar a conocer (en nuestro caso, la persona adulta que lleva a cabo la selección, y que ofrece la obra a las criaturas); la segunda porque subraya el interés del verbo explicar por aclarar el mensaje.
Una cosa es la literatura, y otra cosa es un informe contable (no conviene confundirlos)
Detengámonos ahora un segundo en esto de la comprensión lectora.
Hace tiempo que muchas de las prácticas de lectura literaria que llevamos a cabo con criaturas se han apropiado de un concepto de comprensión lectora que, si bien puede funcionar en la lectura eferente de textos informativos, no es lo que explica el funcionamiento habitual de la lectura estética de textos literarios.
En los textos informativos infantiles, suele hacerse un uso del lenguaje tan transparente como sea posible para comunicar, de forma sencilla y eficaz, datos sobre la realidad.
Los textos literarios, en cambio –como escribía Catherine Tauveron–, construyen “rompecabezas deliberados”, donde las palabras siempre funcionan más allá de su literalidad.
Aprender a leer literatura es aprender a leer “los entres de las cosas” –tomando prestada una expresión de María Emilia López que me gusta mucho–. Es ir más allá del significado literal de las palabras para atender a los juegos que los o las autoras plantean a la hora de construir sus obras. Es centrarse en esos “entre”, y ayudar a que las criaturas y adolescentes entiendan que los lenguajes pueden utilizarse de modo caprichoso, y que para descifrarlos tenemos que aprender a interpretar el tono, las voces, el estilo, las estructuras, las trampas, lo oculto, lo sugerido… Tenemos que leer más allá de lo que aparece en las páginas de modo explícito, y asumir que el desconcierto y el no-entenderlo-todo forma parte de la experiencia de la lectura literaria.
Es decir, tenemos que aprender a aceptar (y los primeros en aceptarlo debemos ser los adultos) que en un texto literario, como en cualquier otra manifestación artística, pueden quedar espacios vacíos que no poseen un significado claro; interrogantes para los que no existe una respuesta correcta, incógnitas que lo seguirán siendo siempre.
No “es”, sino que “me parece” (por muy adultxs que seamos)
Así es, en literatura, la comprensión pasa por aprender a interpretar, consiste en un trabajo minucioso donde los indicios nos ayudan a negociar posibles sentidos, sin tener que llegar necesariamente a una conclusión sobre el significado de la obra (como sí sería necesario en un informe contable).
En la lectura literaria, lo interesante no es que todos lleguemos a la misma conclusión, sino que todos se enfrenten al mismo enigma y cada cual lo resuelva a su manera. Y eso hace que las interpretaciones sean variadas, y que cada uno vaya tejiéndolas en relación a sus conocimientos sobre el mundo, a su forma de mirarlo, a sus gustos personales o a sus conocimientos sobre el funcionamiento de las historias.
Aún sabiendo eso, la mayoría de las veces, la elección de obras y el modo de compartirlas con las criaturas atiende más al verbo “explicar” que al de “interpretar”. Y eso, desde mi punto de vista, es un error.
Todavía hoy se eligen las obras literarias en base a un mensaje que queremos dar a conocer, y se comparten de modo que ese mensaje no ofrezca lugar a la duda, que quede bien claro. Esta manera de ofrecer literatura, que pasa por imponer interpretaciones preelaboradas por el adulto, podría definirse como un acto de violencia simbólica, en el que el adulto impone interpretaciones planteadas desde una posición hegemónica, y desde la voluntad de aclarar ciertas obras literarias que, en realidad, resultan mucho más ambiguas de lo que esa interpretación ofrece. Es decir, a veces, como adultos que ayudamos a leer a las criaturas, dejamos claras cosas que la propia obra literaria nunca quiso dejar claro: y eso es tergiversarla y fijarla en un solo sentido.
Un ejemplo de este tipo de lectura intervencionista que me viene a la cabeza. Hace un tiempo surgió un debate alrededor del álbum Ladrón de gallinas, de Beatrice Rodriguez, que ahora vuelve a estar presente. Algunos adultos querían eliminarlo de ciertas colecciones “por sexista y por fomentar el síndrome de Estocolmo.” [sic.] Se trata de un ejemplo claro de lo que sucede cuando no se lee o no se sabe leer el entre de las cosas, un lugar fascinante por el que pueden escapar gran parte de los indicios que nos llevarían a otro tipo de interpretaciones menos literales, o a dejarle a las criaturas los espacios suficientes para que puedan hacerlo ellas, formulando sus propias preguntas, estableciendo sus propias negociaciones.
La literatura no explica el mundo, juega con los lenguajes para explorarlo o subvertirlo (y a veces para no acabarlo de entender)
Cuando por “explicar” cuentos entendemos dar a conocer un mensaje y dejarlo claro, estamos agotando las potencialidades de lo literario y limitando el aprendizaje de la lectura.
La idea de que los cuentos tienen que ser explicados está íntimamente relacionada con otra frase muy común: “¡Eso no lo van a entender!”
¿Por qué no iban a entenderlo? Con dicha frase se suele aludir a la complejidad, ya sea por aspectos formales de la obra, o por la construcción ambigua en el plano de la expresión.
Y esta creencia suele llevar asociadas dos prácticas.
Primera: elegir obras sencillas que puedan “explicarse” por sí mismas, tan unívocamente como sea posible, sin necesidad del trabajo de interpretación.
Segunda: “explicarle” a la pobre criatura (que para eso somos adultxs) todo aquello que en la obra literaria no se expresa de modo explícito.
En la lectura de álbumes es muy común, por ejemplo, añadir muchas palabras a un texto que, en verdad, tiende a jugar con los vacíos para disparar la mirada hacia las ilustraciones, y construir así su sentido a través de las brechas que propician ambos lenguajes (el literario y el plástico) en la doble página. Pero a leer literatura no se aprende escuchando las explicaciones que un adulto hace sobre una obra, para aclarar su supuesto significado; a leer literatura se aprende leyendo literatura, releyendo, acertando unas veces, fallando otras veces, negociando el sentido, manejándose con sus vacíos, soportando las ambigüedades, los dobles sentidos, los sobreentendidos, (y disfrutando de ellos).
Cuando una obra plantea de modo deliberado un juego con la ambigüedad, surge otra de las frases que más se repiten: “Pero eso...¿cómo lo explico?”
Esta preocupación está relacionada con la creencia (y la práctica) de que compartir una obra literaria con criaturas debe implicar siempre aclarar alguna idea, más que explorar y sorprenderse con la propuesta o disfrutar de una experiencia estética, que no pasa necesariamente por la comprensión del mensaje.
Veámoslo con el ejemplo de un lector incipiente, llevando a cabo un acto de lectura muy fructífero. Una mañana de febrero en una aula de 2 años en una escuela infantil de El Prat de Llobregat. Entro a acompañar a la educadora en los momentos de lectura compartida y autónoma. Lee en voz alta Bárbaro, de Moriconi, con un surtido de onomatopeyas y sonidos que hacen las delicias del auditorio. No es la primera vez que lo leen juntos. En sus caritas se puede percibir el entusiasmo y la emoción con cada paso de página y con cada sonido que anticipan, reconocen y tratan de emular. Al terminar, la maestra les propone unos minutos de lectura autónoma, en que cada criatura puede elegir un libro de la biblioteca del aula para releer.
Uno de los pequeños elige Bárbaro. Empieza su lectura pasando las páginas al tiempo que sonoriza las onomatopeyas que recuerda. Avanza poco a poco hasta las páginas del final. (Por si alguien no ha leído ese álbum, resulta que tiene un final inesperado, un giro que se produce en las cuatro últimas dobles páginas.) Cuando el pequeño llega, las lee, se para y hojea lentamente hacia atrás. Su cara es de incomprensión, su cara es la de alguien que sabe que se está perdiendo algo. Vuelve a pasar esas cuatro páginas hacia adelante. Sigue sin entender, vuelve hacia atrás…
En esos gestos (¡de incomprensión!, ¡de no tener algo claro!, ¡de estar tratando de comprender…!) podemos percibir un acto de interpretación muy profunda para un pequeño de 2 años. Sabe reconocer el momento de mayor ambigüedad de la obra y, aunque no está entendiendo el final, hay algo mucho más interesante que sí ha entendido: en qué momento la historia da un giro para romper las expectativas del lector. La criatura sabe exactamente cuáles son las dobles páginas tiene que releer para tratar de construir sentido. (Eso es leer, y el libro que lo ha propiciado, es uno de esos “buenos libros que enseñan a leer”.)
Lo más importante no es que acabe entendiendo o no el mensaje (que le quede claro, que se lo den bien explicado). Lo más interesante es que el pequeño está elaborando negociaciones sofisticadas con la obra, y esa indeterminación es la que lo invita a releer concienzudamente una historia que le encanta, a pesar de que… ¡no la está entendiendo del todo! Lo importante es que disfruta su sonoridad, disfruta su lenguaje visual, disfruta los interrogantes que le plantea.
Porque la ambigüedad o la indeterminación es fuente de trabajo interpretativo, y aún los más pequeños, si les dejamos los espacios y los tiempos para que esto suceda, pueden construir desde esa falta de tener algo claro. Si la educadora le hubiese explicado el final, la obra sería inmensamente menos interesante para él. Qué más da si termina el curso sin entender el mensaje, puede que dentro de un tiempo vuelva a leer el libro y disponga de más recursos para enfrentarse a ese giro de las últimas páginas, puede que entonces acabe por dar sentido al final.
En eso deberíamos volcar nuestros esfuerzos: en tratar de ofrecerles (tanto a las criaturas como a los adolescentes) los tiempos y las obras para que elaboren ese trabajo de lectura, más que en “explicar” los mensajes de las obras como si fuesen un informe contable.
Fuente: http://lacoleccionista-libroalbum.blogspot.com/2023/02/explicar-cuentos-apuntes-sobre-lectura.html