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John Rawls sobre la tolerancia

Fecha:
24/02/2023
Que «lo único que nos permite tolerar una teoría errónea es la falta de una mejor;» abre esta recopilación de reflexiones de John Rawsl sobre la tolerancia.
John Rawls: Teoría de la justicia. Fondo de Cultura Económica, 2006. Traducción de María Dolores González.
«Lo único que nos permite tolerar una teoría errónea es la falta de una mejor; análogamente una injusticia es solo tolerable cuando es necesaria para evitar una injusticia aún mayor. Siendo las primeras virtudes de la actividad humana, la verdad y la justicia no pueden estar sujetas a transacciones» (pp. 17-8).
«Hay problemas respecto a los cuales nos sentimos seguros de que deben ser resueltos de cierta manera. Por ejemplo, estamos seguros de que la intolerancia religiosa y la discriminación racial son injustas. Pensamos que hemos examinado estas cosas con cuidado y que hemos alcanzado lo que creemos es un juicio imparcial con pocas probabilidades de verse deformado por una excesiva atención hacia nuestros propios intereses. Estas convicciones son puntos fijos provisionales que suponemos debe satisfacer cualquier concepción de la justicia. Sin embargo, tenemos mucha menos seguridad en lo que se refiere a cuál es la distribución correcta de la riqueza y de la autoridad. Aquí, es posible que estemos buscando un camino para resolver nuestras dudas. Podemos, entonces, comprobar la validez de una interpretación de la situación inicial por la capacidad de sus principios para acomodarse a nuestras más firmes convicciones y para proporcionar orientación allí donde sea necesaria» (p. 32).
«Podemos rechazar la afirmación de que la ordenación de las instituciones siempre es defectuosa, ya que la distribución de los talentos naturales y las contingencias de la circunstancia social son injustas, y que esta injusticia se trasmite inevitablemente a los acuerdos humanos. Esta reflexión es presentada en ocasiones como excusa para tolerar la injusticia, como si el negarse a aceptar la injusticia fuera comparable con la incapacidad de aceptar la muerte. La distribución natural no es ni justa ni injusta, como tampoco es injusto que las personas nazcan en una determinada posición social. Estos son hechos meramente naturales. Lo que puede ser justo o injusto es el modo en que las instituciones actúan respecto a estos hechos. Las sociedades aristocráticas y de castas son injustas porque hacen de estas contingencias el fundamento adscriptivo para pertenecer a clases sociales más o menos cerradas y privilegiadas» (p. 104).
«Conforme al principio de imparcialidad no es posible estar obligado por instituciones injustas o, en todo caso, por instituciones que excedan los límites de la injusticia tolerable (hasta ahora indefinidos). En particular, no es posible tener obligaciones ante formas de gobierno autocráticas y arbitrarias. En tales casos no existe el trasfondo necesario para que surjan obligaciones consensuales u otros actos, aunque se expresen así. Los vínculos obligatorios presuponen instituciones justas o, al menos, que sean razonablemente justas, dadas las circunstancias» (pp. 113-4).
«El rasgo característico de estos argumentos en pro de la libertad de conciencia es que están basados únicamente en una concepción de la justicia. La tolerancia no se deriva de necesidades prácticas o de razones de Estado. La libertad religiosa y moral se deriva del principio de igualdad de la libertad; y suponiendo la prioridad de este principio, el único fundamento para negar las libertades equitativas es evitar una injusticia aún mayor, una pérdida aún mayor de libertad. Más aún, el argumento no se apoya en ninguna doctrina metafísica o filosófica especial» (p. 204).

Santo Tomás, Rousseau y Locke
«Así, en virtud únicamente de este principio elemental, resultan erróneos muchos fundamentos de intolerancia aceptados en épocas pasadas. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, justificó la pena de muerte para los herejes basándose en que era mucho más grave corromper la fe, que es la vida del alma, que falsificar monedas que mantienen la vida. Por tanto, si es justo condenar a muerte a los falsificadores y a otros criminales, a fortiori hay que tratar igualmente a los herejes (Summa Theologica, II-II, q. 11, art. 3). Sin embargo, las premisas en que se basa Santo Tomás no pueden quedar establecidas mediante modos de razonamiento reconocidos comúnmente. Es cuestión de dogma que la fe es la vida del alma y que la eliminación de la herejía, esto es, la desviación de la autoridad eclesiástica, sea necesaria para la salvación de las almas» (p. 205).
«De igual manera, a menudo las razones ofrecidas para una tolerancia limitada van en contra de este principio. Así, Rousseau creyó que al pueblo le sería imposible vivir en paz con aquellos a quienes consideraba condenados, ya que amarlos sería odiar a Dios que los había castigado. Pensó que aquellos que consideraban a otros como condenados tenían que atormentarlos o bien convertirlos, y por lo tanto no se puede confiar en que las sectas preservarán la paz civil. Rousseau no toleraría entonces aquellas religiones que dicen que fuera de la Iglesia no hay salvación (El contrato social, lib. IV, cap. VIII). No obstante, la experiencia muestra que las consecuencias de esta creencia dogmática vista por Rousseau no se dan en realidad. Un argumento psicológico a priori, aun siendo factible, no basta para abandonar el principio de la tolerancia, pues la justicia mantiene que la violación del orden público y de la propia libertad tiene que quedar establecida por la experiencia común» (p. 205).
«Existe, sin embargo, una diferencia importante entre Rousseau y Locke, quienes defienden una tolerancia limitada, y Santo Tomás y los reformadores protestantes que no la admitían (para las opiniones de los reformistas protestantes, véase J. E. E. D. (Lord) Acton, “The Protestant Theory of Persecution”, en The History of Freedom and Other Essays (Londres, Macmillan, 1907). En cuanto a Locke, véase A Letter Concerning Toleration, incluida con The Second Treatise of Government, ed. por J. W. Gough (Oxford, Basil Blackwell, 1946), pp. 156-158). Locke y Rousseau limitaban la libertad basándose en lo que suponían eran consecuencias claras y evidentes para el orden público. Si no había por qué tolerar a los católicos y a los ateos era porque parecía evidente que no se podía confiar en que tales personas observaran las reglas de la sociedad civil. Probablemente una mejor experiencia histórica y un conocimiento de las posibilidades más amplias de la vida política los hubiera convencido de que estaban equivocados, o, al menos, de que sus afirmaciones eran verdaderas solo en circunstancias especiales» (p. 205).
«Sin embargo, en Santo Tomás y en los reformadores protestantes los fundamentos de la intolerancia eran en sí mismos cuestión de fe, y esta diferencia es más fundamental que los límites puestos a la tolerancia, ya que cuando se justifica la negación de la libertad apelando al orden público tal y como lo prueba el sentido común, siempre será posible alegar que los límites se establecieron incorrectamente, que la experiencia no justifica de hecho la restricción. En cambio, si la supresión de la libertad está basada en principios teológicos o en cuestiones de fe, no es posible razonar. Un punto de vista reconoce la prioridad de los principios que serían escogidos en la posición original, mientras que el otro no» (pp. 205-6).

Principios de la justicia
«Vamos a considerar ahora si la justicia requiere la tolerancia del intolerante y, si es así, en qué condiciones. Hay una variedad de situaciones en las que surge este problema. Algunos grupos políticos en Estados democráticos sostienen doctrinas que llevan a suprimir las libertades constitucionales cuando tienen poder para ello; de nuevo nos encontramos aquí con aquellos que rechazan la libertad intelectual pero que no obstante ocupan ciertas posiciones en la universidad. Puede parecer que la tolerancia en estos casos es incongruente con los principios de la justicia o que, en todo caso, no los requiere. Discutiremos este problema en conexión con la tolerancia religiosa. Con las variaciones adecuadas, este argumento puede extenderse a otras esferas» (p. 206).
«La conclusión, por tanto, es que mientras una secta intolerante no tiene derecho a quejarse de la intolerancia, su libertad únicamente puede ser restringida cuando el tolerante, sinceramente y con razón, cree que su propia seguridad y la de las instituciones de libertad están en peligro. El tolerante habría de limitar al intolerante solo en este caso. El principio fundamental es establecer una constitución justa con las libertades de igual ciudadanía. Lo justo debe guiarse por los principios de la justicia, y no por el hecho de que el injusto no puede quejarse. Finalmente debe tenerse en cuenta que, aun cuando la libertad del intolerante se limite para salvaguardar una constitución justa, esto no se hace en nombre de una libertad total. Las libertades de unos no se restringen simplemente para hacer posible una mayor libertad para otros. La justicia prohíbe esta clase de razonamientos en conexión con la libertad, del mismo modo que lo hace a la vista de la suma de ventajas. Es solo la libertad del intolerante la que hay que limitar, y esto se hace en favor de una libertad justa con una justa constitución, cuyos principios reconocerían los mismos intolerantes en la posición original» (p. 209).
«Lo que es esencial es que, cuando las personas con diferentes convicciones hagan exigencias conflictivas a la estructura básica como asunto de origen político, juzguen estas reclamaciones mediante los principios de justicia. Los principios que fueron elegidos en la posición original son la base de la moral política. No solo especifican los términos de la cooperación entre las personas, sino que definen un pacto de reconciliación entre las diversas religiones, creencias morales y formas de culturas a las que pertenecen. Si esta concepción de la justicia parece en gran parte negativa, veremos que tiene otro aspecto más positivo» (pp. 209-10).
«Las diferencias en la distribución de propiedad y riqueza que exceden lo que es compatible con la igualdad política han sido generalmente toleradas por el sistema legal» (214).
«Los principios de la justicia definen, por un lado, un camino apropiado entre el dogmatismo y la intolerancia y, por otro, un reduccionismo que considera la religión y la moralidad como simples preferencias. Y ya que la teoría de la justicia se basa en premisas débiles, pero ampliamente mantenidas, acaso obtenga la aceptación general. Seguramente nuestras libertades tienen la base más firme cuando se derivan de principios que personas justamente situadas unas respecto a otras pueden acordar, si pueden lograr algún tipo de acuerdo» (p. 229).

Ante la injusticia
«El problema es hallar el modo adecuado de responder a la injusticia. Esta injusticia puede tener muchas explicaciones, y aquellos que actúan injustamente a menudo lo hacen con la convicción de que persiguen una causa noble. Los ejemplos de los intolerantes y de las sectas rivales ilustran esta posibilidad. Pero la propensión de los hombres a la injusticia no es un aspecto permanente de la vida comunitaria; depende, en mayor o menor medida, de las instituciones sociales y en particular de si son justas o no. Una sociedad bien ordenada tiende a eliminar, o al menos controlar, la predisposición de los hombres a la injusticia» (p. 230).
«En estas observaciones he supuesto que aquellos que poseen una libertad menor son los que han de ser compensados. Hemos de enfocar siempre la situación desde su punto de vista (como se deduce de la convención constitucional o la legislatura). Ahora bien, es esta restricción la que hace prácticamente cierto que la esclavitud y la servidumbre, en sus formas habituales, sean tolerables únicamente cuando mitigan injusticias peores. Puede haber casos transitorios donde la esclavitud sea mejor que las prácticas que se utilicen en ese momento. Por ejemplo, supongamos que ciudades-Estado que antes no han tomado prisioneros de guerra, pero que han sentenciado a muerte a los cautivos, acuerdan, mediante un tratado, tomar a los prisioneros como esclavos» (p. 233).
«El que exista un sistema ideal de propiedad privada que sea justo no implica que las formas históricas sean justas o siquiera tolerables y, desde luego, lo mismo ocurre con el socialismo» (p. 257).
«Como hemos visto en el caso de los intolerantes, el orden legal debe regular la búsqueda de los intereses religiosos del hombre, de modo que se cumpla el principio de libertad igual, y puede, ciertamente, prohibir prácticas religiosas tales como los sacrificios humanos, considerando un caso extremo. Ni la religiosidad ni la conciencia bastan para defender esta práctica. Una teoría de la justicia debe elaborar a partir de sus propios puntos de vista la manera de tratar a aquellos que disienten. El objetivo de una sociedad bien ordenada, o el de un estado próximo a la justicia, es conservar y reforzar las instituciones de la justicia. Si se niega la expresión a una religión determinada, se supone que se debe a que tal expresión es una violación de las libertades de los demás. En general, el grado de tolerancia permitido a las concepciones morales opuestas depende del alcance que se les permita en un sistema justo de libertad» (p. 337).
«Si el pacifismo ha de ser tratado con respeto y no simplemente tolerado, la explicación consiste en que concuerda razonablemente bien con los principios de justicia, y la principal excepción resulta de su actitud respecto a la participación en una guerra justa (suponiendo que en algunos casos las guerras de autodefensa estén justificadas). Los principios políticos reconocidos por la comunidad tienen cierta afinidad con la doctrina que profesa el pacifista. Hay una aversión común a la guerra y al uso de la fuerza, y una creencia en el status igual de los hombres como personas morales. Dada la tendencia de las naciones, particularmente las grandes potencias, a participar en guerras injustificables y a poner en marcha el aparato del Estado para suprimir las disidencias, el respeto dado al pacifismo sirve al propósito de alertar a los ciudadanos sobre los errores que los gobiernos suelen cometer en su nombre. Aunque sus opiniones no tengan bases muy sólidas, las advertencias y protestas que expresa pueden tener como resultado que, en general, los principios de la justicia quedan más seguros y no menos. El pacifismo, considerado como una desviación de la doctrina correcta, al parecer compensa la debilidad de las personas, que no viven a la altura de lo que profesan» (p. 337).
Fuente: https://www.nuevarevista.net/john-rawls-sobre-la-tolerancia/
 

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Nueva Revista
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Teoría de la justicia
John Rawls