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Miguel Briante y Edgardo Cozarinsky: el bucle ineludible

Fecha:
12/03/2023
Si caer es parte intrínseca de la experiencia humana también lo es reanudar el camino. Contado una vez, el relato de un fracaso supone una tragedia; de forma reiterada, se convierte en una prórroga sincronizada por ese estribillo incompleto, al que asisten horrores recurrentes. Todo creador halla su espiritu hermano en aquel que vislumbra el desenlace que aguarda bajo la fachada de la repetición.
Encuentra su fe el filósofo en el progreso, entre la guerra y la depresión. Para el cronista, la salvación proviene de la multiplicación inesperada de los capítulos de la novela que protagoniza. Es en la recaída, o en la voluntad de algunos autores de recomponerse, donde confluyen Miguel Briante (General Belgrano, 19441995) y Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939). Atormentados por el contratiempo, acechados por la inutilidad de sus esfuerzos, hallan en la escritura fuerzas para continuar.
No concibo mejor metáfora para nuestro perpetuo presente de ajenas liberaciones y voluntarios encierros que el ineludible bucle en que incurre la prosa de estos dos creadores latinoamericanos. Cuanto más inevitable nos parece el porvenir, más soñamos con un futuro que podamos eludir. Decididos a jugar con el continuo espaciotemporal, Cozarinsky y Briante escriben para enfrentarse al agotamiento masivo del crónico silenciamiento.

Hombre en la orilla
Se regocija el interlocutor de estos tres cuentos y una nouvelle en el arte de contar, aunque el desenlace llega inadvertido, después de que las tensiones apenas se hayan empezado a liberar: «La Inglesa dijo que habrá que matar a los perros, pero no sé. A la noche da lástima oírlos ladrar así, como si lloraran». Quedan los argumentos varados, son apenas peones de la narración, destinos predeterminados por el abrupto final de la autodeterminación que desemboca en un libro.
El héroe de «Habrá que matar a los perros» reflexiona sobre su propio aislamiento, a base de cuestionar conocimientos que presuponía intocables. A su vez, el protagonísta de la fábula «Hombre en la orilla» alberga heréticas consideraciones, anhela el desorden, la libertad (el desorden de la libertad), cuando afirma: «Todavía está ahí, como si el río se fuera a quedar quieto. Y la verdá es que recién empieza, no más». Su único bálsamo es imaginarse en el vergel de la crónica, a merced del sedicioso afán de referir: «De a ratos me olvidaba de la lluvia y el viento y todo eso. Pero afuera seguían los mismos ruidos».
Es la de Briante una escritura inmediata, a base de fragmentos de una existencia tan consciente de sí misma que cuestiona nuestras profundidades no examinadas, nuestras extensas superficialidades. Un antirromanticismo prolijamente documentado se hace evidente en cada entrega de la escasa producción del novelista de Kincón (1975). En su sucinto volumen de relatos Hombre en la orilla (1968), se parodian las formas en que el constructo literario deglute obras que reducen la experiencia a unas cuantas peripecias esenciales, al tiempo que examina las derivas del autocontrol.
Se investigan en «La Vasca» las ineludibles mitologías de la posmodernidad, se deshacen los pasados impertérritos, alternados con la turbia procacidad de esos pueblos anejos a la capital: «Todavía tardé en hablar, y cuando lo hice mi voz fue otro ruido más, otra rama quebrándose por casualidad, sin sentido, perdidas laspreguntas -cuándo, por qué-, arrasadas por el agua que se iba». Reveladora, la novela corta "A lo largo de esa calle que da al río» convierte el jardín de las Delicias de la página en blanco en un lugar de sudores y trabajos, no un Paraíso diáfano: "Ahora, adentro, nada -ni un trapo, ni un papel ni un frasco-, nada que recuerde a los que ahí vivieron debe quedar».
Lucha el apólogo del periodista y guionista americano por abordar todos los temas; hace aflorar, entre otros asuntos, la coacción afirmativa, los fascismos de la nostalgia, las políticas de la identidad, la apropiación cultural de las minorías, la asimilación de la hilaridad, todo ello con «un silencio de esos raros, como en los días de invierno, cuando el río está callado, limpio, y uno sabe que por abajo ya le anda la crecida».
Contra la idea de progreso, un modelo a evitar, un Hombre en la orilla que vuela más allá de esos márgenes para demostrar que otros mundos son posibles (pero están en este). Un apropiado espíritu de novela negra permea un análisis adecuadamente brutal de nuestras interrupciones; lidia con la reorganización de los argumentos descabalados, para perder el control de fuerzas que él mismo ha desatado: "No conocíamos el sur, pero lo imaginábamos llegando».
Un rompecabezas pseudopolicial nos muestra a un detective que, en lugar de resolver, comete un crimen, y lo traduce a una narrativa donde la cronología imita al dolor: arrastra las palabras, salta, gira y se pliega sobre sí mismo, hasta que «el mismo silencio se mueve detrás de las ventanas, acechando los mismos recuerdos».
Sostiene el escritor y crítico Ricardo Piglia (Adrogué, 1941-Buenos Aires, 2017) en las palabras previas: "Un narrador trata de revivir una trama que no conoce del todo -o no comprende-, pero esa incomprensión lo obsesiona». Después de los bloqueos del sentido de los últimos años, ahora que al fin hemos regresado a la anormalidad de la que huimos, haremos bien en adentrarnos en este universo tan personal en que "la ira, el odio y el rencor subyacen como una maldición bajo el estilo sosegado y elegante». Tal vez podemos de esta manera recuperar el control del delirio colectivo anles de lanzamos al punitivo resuello de comprender qué ha sucedido.

Vudú urbano
Conducen las introspecciones del orador hacia un lugar de autoaceptación, una reconciliación parcial con lo que hemos soportado, traducida a la imagen sesgada que se nos muestra: «¡Pronto! ¡Pronto, antes de que todo se borre! ¿Antes de que él mismo se borre?». Inexacto sería sugerir que la peripecia que aquí se narra es, en última instancia, redentora. A medida que el recuento avanza, una perceptible sensación de apertura se aleja de las sombras hacia un lugar donde la penumbra brilla: «Las metrópolis reciben, hospedan, seducen doman a los bárbaros. Los países periféricos son simplemente arrasados por su paso».
Se solaza la grafomanía cozarinskiana en un proyecto creativo que, como cualquier colaborativo impulso, culmina en un trabajo autorreflexivo: "La suma de esos retazos produce algo distinto, pero coincidente: un más allá, otro mundo». Siempre habrá riesgos y angustias involucradas, pero la ficción que entrelaza el autor porteño nos brinda una oportunidad de profundizar en las motivaciones de unos personajes atrapados en incontables atrocidades: «¿Qué literatura hacer con sus semidioses? ¿Qué Proust podrá redimirlos?».
A cambio, las recompensas de frecuentar su compañía letrada suponen riquezas que jamás podríamos haber imaginado o experimentado a solas. Leemos su primer libro de cuentos y ensayos, Vudú urbano (1985), y se abren nuevas perspectivas a una sensación de posibilidad. Examina Cozarinsky; exiliado en París, las perspectivas del futuro desde el pasado, "ese intercambio colectivo de apariencias que impide a la trama social estallar en sus múltiples, invisibles costuras». Escrutamos su obra para saber qué queremos saber, qué no queremos conocer, qué tenemos que creer para seguir adelante y cuánto queremos saber de lo que tenemos que creer.
En el opúsculo la acción, encerrada en un puñado de páginas, no se circunscribe a un Buenos Aires que resuena con intemporales voces, «un espejismo de huellas superpuestas, de batallas olvidadas». Los trece apólogos se desarrollan a partir de ese viaje de vuelta a la Capital Federal, aunque de manera no lineal, favorecida por los muchos exponentes tangenciales. Nos movemos a través de la contemporaneidad de estas «tarjetas postales», donde «tus recuerdos serán desplazados por la ficción no escrita que pasa a tu lado»; experimentamos un sentido creciente de rareza, a través de furtivas experiencias en Alejandría, Macao o Berlin.
«Los habitantes de la ciudad, con su industriosidad de zombis, pertenecen a una tierra de nadie poblada por identidades desplazadas, a un reino de vudú urbano», se afirma en el texto que da titulo a la colección. Para cualquiera que busque maneras de reflexionar sobre lo que nos acaba de pasar, proponemos el realismo sin desolaciones del novelista de El rufián moldavo (2004), basado en los pronósticos más plausibles. Es la suya una elocuencia de guardia, a la que acudimos porque «más que corte hay dilución, más que derrota, desvanecimiento; siempre, el humillante sentimiento de haber sido ciegos a la revelación aunque la mirábamos de frente».
En Vudú urbano se nos muestra una posición razonable que no nos enseña qué se debe hacer, sino cómo se debe proceder cuando la única pregunta que nos queda no tiene respuesta. Contrasta el taciturno Cozarinsky con el elocuente, promiscuamente intelectual Miguel Briante. Estudia aquel, no obstante, las relaciones entre los seres y las tecnologías con las que los recreamos, en «mensajes embotellados que se echan al mar, ansiosos de una respuesta inesperada, de la mera posibilidad».
Se emplea el escritor, cineasta y dramaturgo latinoamericano en un acto de excavación de la fatalidad, un ejercicio de necesidad moral consistente en dar testimonio «de traducciones enfrentadas en los espejos deformantes de varios idiomas», donde «el exilio del que se habla y que habla es del hijo», mero conducto, uno más, para la autoexpresión y la conexión emocional con el juego intelectual, la actividad más íntima que existe.
«Los cortes, las interrupciones. los contrastes producen un efecto de iruninencia», afirma el mismo Piglia en el prólogo a este vademécum, «como si el libro fuera al mismo tiempo breve e interminable». Testimonios en busca de detalles yuxtapuestos insinúan ecos soli psistas y frecuencias compartidas, que «reeemplazan la nostalgia por la diatriba, capturando la mitología argentina».
Cada uno de ellos se nos presenta de forma anónima: sin encabezados, sin marcas cronológicas, sin coordenadas. De esta manera, la psique de toda una nación aflora en el resultado, no solo una historia oral del momento, sino la celebración de una contemporaneidad empapada de hilaridad, nada menos que todo un país, en forma de sonoro collage, una metáfora convincente de la forma en que construimos nuestros afectos, un proceso de imaginación, esfuerzo y creación de mitos compartidos.

Espacios multidimensionales
Se sabe que la ensoñación utópica conduce a una mecanizada globalidad, cuya sombría perspectiva nos lleva menos a la desesperación que al desafío de una resolución insospechada. Seguimos emborronando cuartillas a pesar del terror, no perdemos la esperanza frente a las catástrofes anunciadas. Intuimos que no hay lecciones que aprender al final de las parábolas distorsionadoras y disonantes de la realidad, ni huesos que enterrar, ni verdades que fijar, ni misterios resueltos, como no sean los ritmos ineludibles de nuestro desconcierto.
Preclaros son los paralelismos entre las producciones de Briante y Cozarinsky, aunque sus diferencias no son menos esclarecedoras. El primero nos lleva a la distracción a través de la redundancia, a la estasis referencial mediante la interminable peripecia. Cozarínsky, en cambio, es el emisor que calla. Ambos pierden, pero mientras que Briante convierte esa pérdida en productividad (su fiel locuacidad es tan inagotable como su adulterio verbal), el último cae en mutismos que engendran espacios multidimensionales.
Ambos autores neomodernistas, convenientemente reeditados por la editorial Fondo de Cultura Económica, articulan el caos de la posmodernidad. Abandonan conceptos racionalistas y utilitarios en pos de una cosmovisión romántica de la actualidad, una social reprobación atemporal a través de la invención que deconstruyen. Ambos nos piden que nos detengamos a reflexionar sobre la cotidianeidad, mientras depositan su esperanza en nuestra capacidad de superar las incivilizadas oscuridades, invitándonos a vencer la reincidencia a través de la novedad.

Acerca del autor:
José de María Romero Barea
Revista Quimera

Acerca del libro:
Hombre en la orilla
Miguel Briante

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