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Palabras en tiempos de confusión

Fecha:
01/02/2010
No hace mucho -el 30 de octubre de 2009- el New York Times daba cuenta de la preocupación expresada por un buen número de representantes de la ciencia política norteamericana -unos anónimamente y otros, como Robert Putnam y Theda Skocpol, abiertamente- ante la pérdida de relevancia y sustancia de sus investigaciones y preguntas. Las grandes cuestiones, las que tienen que ver con la historia, la cultura y la ética, dicen, se dejan de lado en beneficio de pequeñas cuestiones, eso sí, formuladas en sofisticados modelos matemáticos y econométricos. La ciencia política contemporánea, en otras palabras, está matando moscas a cañonazos, y su revista emblemática, la American Journal of Political Science, como otras tantas de su cuerda, se desliza por esa pendiente de la insignificancia académica en la que se dice mucho sobre poca cosa y se pierde conexión con la realidad social. Con todo ello la ciencia política, a fuerza de denotarse normativamente, se hace políticamente irresponsable. De muy otra índole es el libro de Juan Carlos Monedero, El gobierno de las palabras, en efecto no es tanto una obra politológica encorsetada, que aporte explicaciones causales o demuestre teoremas o construya modelos predictivos, como una obra directamente política, que aspira a persuadir al lector, a moverlo de la silla, a contagiarlo de un entusiasmo por la emancipación y la justicia, a empaparlo de una vocación crítica y a compartir una honda preocupación por las tremendas concentraciones de poder habituales ya en el capitalismo global contemporáneo, concentraciones de poder no sólo económico y político, sino también de poder decir, comunicar, argumentar.

Desde el principio, El gobierno de las palabras fija su leitmotiv en el lenguaje. El lenguaje -lo recuerda Monedero apoyándose en trabajos de paleoantropólogos, primatólogos o lingüistas- es el gran factor de hominización. Somos seres humanos porque poseemos lenguaje, y porque sobre él construimos dos de los rasgos esenciales de nuestra naturaleza: la socializad y la ética. Es una tesis vieja, en realidad. Aristóteles, mucho antes que las ciencias evolucionarias contemporáneas, ya advirtió que los animales emiten ruidos para expresar el placer y el dolor, mientras que el hombre posee la palabra para distinguir lo bueno de lo malo y elaborar principios de justicia social. Todo lo cual sólo puede hacerlo dentro de la polis, porque no hay justicia individual sino sólo valores, normas y principios compartidos, discursivamente construidos en una comunidad de diálogo. Pues bien, desde el principio, desde el primer capítulo, el profesor Monedero presenta su tesis central: Nos han robado la palabra y el lenguaje ha dejado de ser el vehículo de expresión de la cooperación y la justicia, de la razón práctica y la ética pública, de la emancipación y la utopía, y ha pasado a ser un instrumento de dominación, de legitimación del poder y del privilegio y construcción de la hegemonía cultural de las oligarquías reinantes.

Si esto es así, y yo creo que lo es en buena medida, nuestras sociedades modernas y desarrolladas no serían tan pluralistas, abiertas y democráticas como a diario se nos recuerda machaconamente. La esencia de la democracia -lo cuenta bien Finley- es la igualdad de palabra, y cuando los griegos decían isegoria, decían demokratia: indistintamente. Las dictaduras, por el contrario, amordazan la libertad de expresión. Es su primera necesidad vital. Lo curioso del capitalismo contemporáneo es que no necesita censurar ni amordazar para secuestrar la palabra. Es, antes bien, un sistema tan poroso a la palabra, con tal multitud de canales de expresión, que la palabra va perdiendo todo su potencial emancipador, si es que lo tiene, por entre los mil y un recovecos de este gran teatro global del mundo de la información”. Al tiempo que cualquier voz es posible -también la de Monedero- se impone una mirada desde los grandes grupos de comunicación de masas que parece converger en un acuerdo tácito: no hay alternativa, la utopía es impensable, la rueda sigue y sigue, sálvese quien pueda. La lógica cultural de este capitalismo tardío se basa en la ruptura con el paradigma de la profundidad y los dualismo propios del período moderno: verdad/falsedad; esencia/apariencia; lo latente y lo manifiesto; en fin lo auténtico y lo inauténtico.(1) Sólo a través de esas dicotomías, empero, podían plantearse las grandes cuestiones de la emancipación humana y diagnosticar la alienación o la explotación o la dominación como estados de la realidad social.

Pero la posmodernidad, esto es, la lógica cultural del capitalismo de la gran corporación, ha conseguido imponer el pastiche y la superficialidad, la intertextualidad y el relativismo, la fragmentación y el eclecticismo… En otras palabras, ha eliminado o inutilizado los instrumentos que el lenguaje posee para confeccionar una política de la emancipación y una cultura de la resistencia, y ha dejado expedito el camino a la pura voluntad de poder. Y por si hubiera algún resquicio por el que pudieran prosperar ensayos contrahegemónicos, ya están ahí los grandes grupos de comunicación -más concentrados que nunca y apoyados siempre por una corte de "propagandistas, bufones y académicos"(2) - para ceñir el lenguaje a lo políticamente correcto, para cambiar el nombre de las cosas, para empaquetar la información mediante técnicas más o menos groseras de manipulación y ocultamiento, y para convertir la palabra en imagen y la noticia en espectáculo. Por eso es tan importante recuperar la palabra secuestrada; por eso es tan importante un libro como éste de Juan Carlos Monedero: porque es preciso recuperar la utopía, desenmascarar el poder oculto tras el discurso hegemónico de la facticidad hiperrealista, darle nuevo vuelvo a la imaginación política y construir una retórica transformadora.

Ya casi no hay muros y la gente puede ir adonde quiera, pero al final es el gran campo de fuerza de la lucha por la supervivencia el que empuja a los pobres a emigrar del campo a la ciudad, de los países pobres a los ricos. Ya las clases sociales parecen haber difuminado sus contornos estéticos y sus hábitos culturales, y así el rico lleva la misma ropa deportiva que el pobre y es casi tan vulgar como él; pero este “encanallamiento” de las clases poseedoras, como se ha dicho,(3) no puede ocultar que las desigualdades han aumentado en estos treinta años de neoliberalismo militante, como lo ha hecho la explotación de las clases subalternas o la miseria de las capas más desapoderadas de la población mundial. Ya no hay Estados represivos en muchos de los países donde no hace mucho los hubo, y se ha verificado esa tercera ola de expansión de la poliarquía por el plantea de la que hablara Huntington. Sin embargo, persiste el miedo, un miedo latente, polimorfo, impreciso: miedo al paro, al futuro, a plantar cara, miedo a veces a pensar por uno mismo, a ir contra corriente. Miedos propios de una sociedad conformista, adocenada, comodona, superficial y pasiva: sálvese quien pueda. Y miedos potenciados por enemigos creados y lanzados a la opinión pública como encarnaciones del mal. Y el miedo, latente y manifiesto, racional o visceral, real o imaginario, pide siempre lo mismo: seguridad. En este sentido, como bien recuerda Monedero (pp. 148 y sigs.), y sobre todo desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, el autoritarismo neoliberal, en el seno mismo de las democracias parlamentarias, ha ganado terreno a los derechos civiles y políticos, no sólo en los países satélites de los EEUU sino también entre la propia población europeo-occidental y norteamericana. El dilema propio de la guerra fría entre libertad y seguridad parece que se resuelve crecientemente en un equilibrio neofascista que, a su vez, encubre y promueve la ofensiva cleptomaniaca de la oligarquía internacional a los derechos sociales, a la propiedad estatal y a los bienes públicos que aún quedan en el planeta.

Pero si hemos de poner rumbo a la utopía, ¿cuál es el mapa de coordenadas? La respuesta es dura: ese mapa se ha desvanecido y lo que nos ha quedados tras la ya devenida era keynesiana y la quiebra del pacto corporatista y el Estado social, es un mundo fragmentario y extremadamente complejo ante el que estamos cuando menos perplejos; un mundo que -según el autor- ha dado al traste con las soluciones fáciles de un pensamiento lineal y ha transformado el horizonte entero de la política, sacando al Estado de su centro, relativizando el papel de los partidos políticos ahora "cartelizados", dando entrada a nuevos actores sociales, a nuevos sujetos de derecho, transformando el discurso democrático de la legalidad por el tecnocrático de la gobernabilidad y el oligárquico de la gobernanza, comprimiendo el tiempo y el espacio, etc.(4) De todas estas grandes transformaciones de la política informa bien y con detalle el profesor Monedero en los capítulos centrales del libro, de entre los que cabe destacar el octavo, "el surgimiento de la gobernabilidad". Todo ello, siempre desde la perplejidad, nos pone ante la necesidad de desarrollar un nuevo pensamiento dialéctico, no reduccionista, sensible al matiz, atento a la diferencia, inmerso en la complejidad, abierto al diálogo: en definitiva, exploratio.

Pero antes que nada, antes de explorar nada, urge recuperar la esperanza. Porque no hay utopía sin esperanza. Este principio de esperanza guía a mi entender las mejores páginas del libro de Monedero. Para empezar, hay esperanza en la naturaleza humana. Ésta, se queja nuestro autor, ha sido en cierto modo también secuestrada por el discurso científico-social dominante en la Academia y reducida a las limitadas propiedades de un "tonto racional": el homo economicus, Juan Carlos Monedero está lo suficientemente bien informado por los últimos desarrollos de la mejor ciencia social como para saber que ese modelo de la ciencia económica no hace honor a las complejidades de la naturaleza humana y, sobre todo, a su esencial dualidad. Los hombres, en efecto, a caballo y más allá del chimpancé y el bonobo, estamos tan dotados por la competitividad como para la cooperación y la reciprocidad, para el odio al otro y el comportamiento agresivo como para el amor y la empatía; podemos ser egoístas pero también entregarnos a los demás y a causas universales. Dada esta dualidad y esta "apertura" de la naturaleza humana, es decisivo el entorno institucional, los ordini (que decía Maquiavelo), esto es, las normas, las costumbres, las leyes. Porque es ese orden nómico e institucional (y la ética pública que lo respalde) el que, con la mano invisible de los premios o con la mano visible de los castigos, va a dirigir nuestro comportamiento hacia unos modelos de relación social más o menos cooperativos, más o menos justos, más o menos solidarios, más o menos libres y democráticos. En el diseño institucional radica la posibilidad de la virtud cívica y la ética pública. Otra vez Aristóteles: El hombre está naturalmente dotado de armas para la virtud, pero "en ausencia de virtud es el más impío y lascivo de los animales", mucho peor que el más agresivo de los chimpancés, por seguir con la analogía de El mono que llevamos dentro, de Franz De Waal, que tanto nos gusta a Juan Carlos Monedero y a mí mismo.

Con una naturaleza humana abierta a la innovación cultural e institucional, y capaz de empatía, reciprocidad y cooperación, ¿cuáles son las coordenadas del viaje político emancipatorio que nos propone Monedero? Yo creo que en el libro destacan dos coordenadas o ideas-fuerza. La primera, tomada de Bob Jessop, es la de metagobernanza, a saber: un modo de organización de la sociedad y de distribución del poder que vaya más allá tanto de la jerarquía del Estado y la burocracia como de la anarquía de los mercados, y dé paso a la “heterarquía de la autoorganización” (pp. 175 y sigs.). Confieso que no entiendo demasiado bien este concepto, aunque sí creo haber entendido lo suficiente como para hacer dos objeciones o preguntas. La primera es que esa gobernanza heterárquica sería vacía sin una compleja estructura de organización en redes sociales, formales e informales, de confianza interpersonal. Pero justamente esas redes de confianza interpersonal constituyen el núcleo de lo que –desde Bourdieu y Coleman- conocemos como “capital social”. Todo ello no presentaría ningún problema si no fuera porque Monedero defiende “las formas de coordinación interpersonales en redes descentralizadas” (p. 175) y a la vez denosta el concepto de capital social, lo que a mi entender le hace incurrir en contradicción. La segunda objeción –o, mejor dicho, duda- es que no sé qué aporta esto de la metagobernanza heterárquica a la vieja concepción pluralista de la sociedad civil moderna caracterizada por la complejidad, la multiplicidad de intereses o la “overlapping multiple membership”. ¿El escenario imaginado por la metagobernanza es acaso un escenario pluralista horizontal de organizaciones y redes? Si no lo es, no se nos dice en qué se diferencian ambos escenarios. Pero si lo es, urge responder a la siguiente pregunta: ¿qué equilibrio formarán esas estructuras heterárquicas con el Estado y los mercados? No responden a ello ni Monedero ni Jessop, pero los pluralistas más honestos –Robert Dahal, por ejemplo- terminaron por reconocer que ese pluralismo organizacional terminaba siendo colonizado, por los intereses fuertemente organizados en mercado oligopólicos, y que esa colonización era auspiciada por el propio Estado, que sobrerrepresentada los intereses del capital. ¿Le ocurriría lo mismo a la metagobernanza?

La segunda idea-fuerza que Monedero propone para armar un discurso político emancipador es la idea de desbordamiento. En realidad un desbordamiento triple: el del Estado, el del capitalismo y el de la modernidad. También tengo algunos problemas o dudas con este concepto, que me parece tiene más fuerza metafórica que mordiente analítica. Y como metáfora me plantea dudas, porque cuando imaginamos algo que se desborda –un río, por ejemplo- normalmente nos representamos dos cosas: primero, el desastre que produce y luego el hecho de que las aguas –felizmente- vuelven a su cauce. Y no creo yo que Juan Carlos piense en producir desbordamientos políticos para que luego las cosas vuelvan a su sitio y se restrablezca el statu quo ante… Quizá el autor esté pensando en algo más cercano a la vieja idea hegeliana de la superación dialéctica –la Aufhebung- pero desde luego no argumenta en ese sentido. Lo único que sabemos es que la idea de desbordamiento no significa ni abolición, ni prohibición, ni negación (pag. 198). La Aufhebung tampoco prohibía pero sí aspiraba a negar y a superar mediante la negación, lo que suponía de hecho la abolición de lo existente. Yo creo que no basta con desbordar el capitalismo; creo que hay que superarlo dialécticamente. A mi entender, esta sigue siendo la quintaesencia de la utopía socialista, que es una utopía –quiero recordarlo- eminentemente moderna. Por otra parte, la modernidad ya ha sido desbordada por la propia lógica del capitalismo tardío; y el Estado, más que desbordado, ha sido tomado “al abordaje” y expoliado por un capitalismo financiarlo de corsarios disfrazados de banqueros y stockjobbers.

Los desbordamientos y la metagobernanza son ideas generales con las que Monedero intenta dibujar las coordenadas de una “globalización alternativa, contrahegemónica y organizada desde las bases de las sociedades” (p. 218), por utilizar la expresión de su muy apreciado Boaventura de Sousa Santos. Pero el profesor monedero, además, en el más largo de los capítulos del libro –el capítulo XIV-, nos propone una cartografía de comarcas en las que poner en práctica esta política democrática, participativa y dialógica de emancipación y transformación social. Esta demarcación del territorio político es altamente inclusiva: va desde la comarca democrática a la social y obrera, desde la comarca de la información a la universitaria, pasando por la ecológica, la de la deuda externa o la intercultural. En todas ellas destaca una cosa: el profesor de la Universidad Complutense de Madrid no se queda en la mera reflexión de principios sino que se arriesga a concretar medidas concretas; lo cual es siempre de agradecer. La teoría está bien, pero el profesor Monedero, curtido ya en muchas batallas de Realpolitk tanto en España como en el continente americana, sabe que la teoría no basta y que hay que poner los pies en la tierra. Esta cartografía se convierte así en todo un programa político plural y pormenorizado. Como tal, está lleno de ideas y sugerencias, unas ya decantadas por un activo común de reflexión política de la izquierda, otras más novedosas. Pero todas ellas interesantes y la mayoría de una importancia incuestionable. No entraré en detalles, pues esta reseña empieza a hacerse prolija. Tan sólo haré algunas observaciones rápidas. La primera es que se echa un poco en falta alguna forma de división de esa batería de propuestas en un programa de mínimos y otro de máximos, de tal forma que lo urgente y perentorio quede diferenciado de lo que se puede posponer al medio y largo plazo. La segunda observación es que la mayoría de las propuestas se lanzan sin consideración a su factibilidad –ya sea técnica, financiera o política- así como tampoco parece preocupado Juan Carlos Monedero por la vieja cuestión del sujeto político, ya sea revolucionario, reformista o meramente rebelde, como él mismo gusta de distinguir. En este sentido, en tercer lugar, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que muchas -no una ni dos, sino muchas- de las medidas de esta cartografía plural de la emancipación exigen una fuerte implicación del Estado, sea para vigilar, promover, fiscalizar, distribuir, etc. Todo ello parece que desbordaría al Estado, en efecto, pero lo desbordaría por sobrecarga de competencias y funciones, no como parecía querer desbordarlo Monedero en páginas anteriores. Finalmente, se echa en falta el análisis de las posibles tensiones entre una comarca y otra. Por ejemplo, entre la comarca ecológica y la comarca obrera puede haber tensiones, como las que puede haber entre la democrática y la intercultural. Asimismo hay conceptos –como los de deliberación y participación, o consenso y pluralidad- que exigen una muy fina elaboración analítico-normativa para que logren un feliz maridaje.

Todo libro es más rico que sus reseñas. Este también. El gobierno de las palabras es un libro inteligente e imaginativo, apasionado y fresco, escrito por alguien que no se ha apoltronado en el sillón académico sino que ha vivido siempre la política muy de cerca y muy directamente y en escenarios muy diversos. Combina saberes académicos y saberes prácticos, y de ahí algunos desajustes, a mi entender necesarios. Un libro lleno de guiños, claves e ideas, bien escrito y por momentos escrito con brillantez. De hecho, al secuestro de las palabras, Monedero responde con un chorro de palabras y una retórica potente, a veces incluso tan potente que cobra autonomía y casi se olvida del argumento mismo. De todas formas déjese llevar el lector por esos vuelos dialécticos, súbase a la alfombra mágica del verbo del profesor Monedero y haga con él el viaje exploratorio de la utopía social. Saldrá rejuvenecido.

Notas:
(1) Véase, F. Jameson (1991), Postmodernism, Londres: Verso, esp. cap. I, pp. 12 y sigs.
(2) Véase el cap. III de El gobierno de las palabras.
(3) Véase Perry Anderson (1988), The origins of Posmodernity, Londres: Verso, p. 86.
(4) Véase caps. IV y VI.

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Acerca del autor:
Andrés De Francisco
Revista El Viejo Topo

Acerca del libro:
El gobierno de las palabras
Juan Carlos Monedero