Fecha:
03/10/2010
Se tiende a decir que los premios literarios (y los no literarios también) están dados de antemano. Lo he mencionado en este rincón de la red alguna que otra vez. El rumor, sin duda, tiene mucho de envidia, pero se sustenta en casos flagrantes de injusticia y descaro. Sin embargo el libro que ha caído en mis manos es el ejemplo vivo y claro de que ciertos jurados saben identificar y galardonar grandes obras y trabajos, y que no todos los premios son iguales, sino que cada uno tiene su carácter, su personalidad, casi casi como los seres humanos.
Elogio de la fugacidad es la selección de una poética de gran calidad, de una Literatura pensada, sentida, que fluye por las venas del escritor, que no son del juglar, pues José Emilio expone en sus versos que no recitará su obra, pues uno de sus objetivos es que encuentre otras voces que la declamen, que sus "palabras sean tu voz", como indica en Contra los recitales.
De esta antología queda, para mí, un sabor bastante concreto. A pesar de los diversos poemas, formas estróficas y temas, queda un leit motiv, un motivo que permanece: lo pasado, la ruina, lo destruido, el adiós. Lo señala en Contraelegía:
"Mi único tema es lo que ya no está.
Sólo parezco hablar de lo perdido.
Mi punzante estribillo es nunca más".
En algunas ocasiones se puede rastrear una cierta ironía y/o un humor tranquilo, pero otras el poema es una pura melancolía reflexiva que deja al lector sumido en una niebla de pasados (nunca grandiosos o idealizados, sin embargo), una niebla que imprime un respirar vago, una especie de atmósfera amniótica o somnolienta. Una nostalgia contagiosa aunque no se sepa muy bien de qué, seguramente del mero hecho de que "no volverán". (Sólo un grande se atrevería hoy en día a rescatar el poema becqueriano, si es que de tal se trata, como entiendo).
José Emilio Pacheco, vate de las palabras precisas escoge bien cada término, con mimo, con atención de entomólogo o precisión de cirujano, con paciencia de constructor de miniaturas. De hecho admira este trabajo selectivo de amor a la lengua en otros como Gustave Flaubert, a quien canta en su centenario. Detallista, cuidador del idioma, no presume ni va en pos del término rebuscado para presumir de cultura. Transmite aquello que desea de la forma más directa, aunque sea también una forma herida mortalmente (ruinosamente) de belleza, metafórica. Poesía en estado puro con ritmos tan musicales algunas veces que uno se deja llevar igual que por la nostalgia o sensación de lo perdido.
Se muestra, también, "amigo" de los poetas muertos, de quienes cree que ayudan a quien escribe, inspirándole, velando, observando por encima del hombro inclinado del autor. Una vez más lo que ya se fue permanece, está la memoria, la ruina, el recuerdo, la reminiscencia que nos hace evocar ese naufragio del que ni siquiera quedan los restos del barco, tragado definitivamente por la noche.
Hacia el final del libro los poemas se amargan ligeramente, y el indigenismo, a la par que la remembranza de crímenes que nadie recuerda y la pérdida de los cielos limpios y los aires puros vuelven más angustioso su tono, justamente para dejar un poso profundo sobre el que flotan ciertos hilos de la nostalgia que impera en casi tres cuartas partes de la antología.
Una obra de gran belleza, inteligencia, calidad, profundidad y veracidad para leer en las tardes nubosas y oscuras del otoño como quien acompaña el verano con las aguas salinas del mar, momento propicio.
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