Fecha:
25/07/2011
Para el individuo de los siglos XIX y XX, la vida privada y la vida social se desenvolvían en dos espacios netamente separados. Cada uno estaba regido por normas de comportamiento diferentes, vinculado a personas y relaciones distintas, y sujeto a convenciones independientes y no pocas veces opuestas entre sí. De puertas afuera había que representar un papel que a menudo no se compadecía con lo que uno era en la alcoba, de igual modo que las emociones solo eran exteriorizadas en el círculo reducido de la familia o de los amigos de confianza. El buen burgués de antaño quedaría espantado si viera cómo hoy la intimidad, aquel reducto inviolable, ha perdido tanto terreno que apenas dispone de un espacio propio.
Tal vez los vecinos ignoren en qué trabajamos, pero pueden conocer con pelos y señales el curso de nuestra crisis matrimonial. Es posible que sin haber visto nunca en acción a un futbolista o a un torero estemos al cabo de la calle de sus andanzas nocturnas. Y no porque los unos oigan detrás de las puertas o porque el ojo voraz de los paparazis se haya entrometido violentamente en la vida de los otros. La intimidad ha saltado por los aires con el consentimiento gozoso de sus propietarios. Los visillos se han retirado y el amurallado reducto hogareño ha dejado su lugar a un escaparate a la vista de los voyeurs que ni siquiera necesitan ir al quiosco para hacerse con las revistas rosa de la semana. Les basta con entrar en Facebook y dejarse fascinar por las confidencias vertidas allí por gente de toda condición que, lejos de considerar su intimidad un bien protegible, airean encuentros, fiestas, deseos, anhelos y fantasías en un strip-tease voluntario y, al parecer, contagioso.
Para la exposición pública de la intimidad ya ni siquiera es necesaria la autorización del sujeto. Circula estos días por Internet un vídeo donde vemos a un hombre mayor sentado en una butaca frente al televisor. El River Plate juega el partido que le llevará a la segunda división, y a cada lance del juego el pobre infeliz exterioriza su desolación con gestos y expresiones de cólera que por un lado mueven a risa y por otro a lástima. Algún testigo despiadado -un familiar, sin duda- ha grabado ese viacrucis del hincha desmadejado y lo ha puesto en YouTube sin pensar en el ridículo del anciano. En la sociedad del espectáculo no hay velos que valgan. Cualquier escena susceptible de convertirse en mercancía cotiza en el mercado de los exhibicionismos compartidos, y lo de menos es que ponga en riesgo derechos y valores privados del sujeto.
No se trata solo de la invasión de la intimidad. Si muchas parcelas de lo íntimo están haciéndose visibles tal vez se deba porque esa "extimidad" -un término lacaniano que empieza a aplicarse al nuevo fenómeno: lo íntimo exhibido, lo privado que sale afuera- ocupa el terreno de un espacio público devaluado, desacreditado, mal visto. La pérdida de prestigio de los valores públicos encarnados en la política lleva consigo la necesidad de enaltecer otras formas de lo privado, aunque eso suponga una banalización de la intimidad y del propio yo. El "famoso" se presta a participar de ceremonias indecorosas donde son aireadas sus relaciones personales, a sabiendas de que poner el foco en ellas supone perder de vista los méritos artísticos, profesionales o deportivos que le han colocado en el centro de la atención. La "extimidad" crea reputaciones frágiles reducidas a un muestrario de anécdotas menores, pero presenta la ventaja de su fuerza igualadora, puesto que todos podemos construirnos un personaje "privúblico" con los mimbres de nuestro impudor. El éxito de todos los fenómenos relacionados con la sobreexposición del yo reside en su hospitalidad, en su capacidad para acoger por igual el embarazo de una estrella del cine y la despedida de soltero de uno de la cuadrilla.
Tan poderoso es el impulso de exhibicionista que pocos reparan en sus consecuencias. Del consejo paterno de no hablar con desconocidos hemos pasado al extremo opuesto, el de contarlo todo a los cuatro vientos para que llegue a ojos y oídos del máximo número posible de "amigos". De ocultar las fotos de los años mozos para evitar el sonrojo de un peinado demodé hemos saltado a la temeridad de colgar en la red fotos y vídeos comprometedores sin prever las consecuencias futuras de ese registro delator. Según señala Paula Sibilia (La intimidad como espectáculo, FCE), el "saber mostrarse" se ha erigido en valor prácticamente indiscutible, que parece garantizar la propia existencia. Y eso cuenta más que el riesgo de ser reconocido en plena cogorza por los jefes del trabajo que solicitaremos dentro de unos meses o de que una futura novia se dé de bruces con la imagen de una acaramelada predecesora.
http://www.laverdad.es/albacete/v/20110725/opinion/espacio-extimidad-
20110725.html
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