Fecha:
19/02/2012
La edición de Las dos hermanas (Fondo de Cultura Económica), una soberbia antología de poesía española e hispanoamericana del siglo XX sobre pintura, a cargo del poeta y ensayista Enrique Andrés Ruiz, nos permite -al hilo del inteligente proemio que la precede- subrayar algún aspecto de singular interés referido al conocido como Arte Contemporáneo, al que algunos tienen por coronamiento, remate y plétora de la historia. Una antología que pone el acento en las tientas que se han dado pintura y poesía hasta esposarse en poemas de amor desenfrenado y voz sublime o en otros muy puros y desadornados.
Trabajo único en su género, en este vario y precioso ramo de poemas que Enrique nos entrega, comparecen grandes y pequeños, poetas de luz y de silencio, las lentas vacas sagradas y el corzo efímero. Pues esposados van Cernuda y García Calvo, Machado y Luis A. de Cuenca, Borges y Cirlot. Y en animada conversación caminan a cuenta del oficio de pintar y sus enquistadas melancolías transparentando a un tiempo la ruina de las cosas y las íntimas devastaciones que vamos dejando atrás. Y la improbable esperanza que nos aguarda pues si algo es claro es que los nuevos demiurgos jamás nos perdonarán lo que nos han hecho.
Porque ciertamente, al echar un vistazo a la caterva de nuevos museos que pueblan todos los rincones de nuestro paisaje, uno lo que ve -pues en estas cosas la vista va de suyo- es que el ojo del artista se ha agostado y no está entrenado ya para atrapar los temblores de la vida pero tampoco la escarcha de la muerte, que desciende como un rayo en la tormenta y lo quema todo; un incendio. Se ve lo que Ortega en 1925 presentaba como la disolución de la persona humana. Porque el sábado de la historia se ha cernido sobre nosotros pero, sobre todo, el destrozo del hombre, incapaz ya de entender ninguna epifanía de belleza o majestad que le resulta extraña o exótica e inconcebible en estos tiempos de consumación y acabamiento. Y es ese sábado y ese destrozo lo que parece definir al arte contemporáneo, un arte ayuno de belleza y perpetrador de escombros, y de nadas, de detritus, el celebérrimo retrete de Marcel Duchamp mismamente. Y no vemos alegría alguna, ni ningún amor, por esta vida terrena pero tampoco esa perfecta conciencia de la sombra que somos y la derrota a la que está condenada cada vida de hombre. No lo vemos.
Lo que verdaderamente vemos es que, al vaciarse el arte del patetismo humano -sigue contando el filósofo- queda ya sin transcendencia alguna, como sólo arte, autorreferido, sin otra pretensión que dar cuenta de sí. Y muy poco nos dice o nada en absoluto. ¿Para qué el poeta en tiempos indigentes?, se preguntaba Heidegger con palabras de Hölderlin y eso mismo parece interpelarse E. Andrés; ¿y qué haremos ahora en estos tiempos de orfandad y deshilachamiento del hombre? ¿y cómo resistiremos a la deserción de la hermosura? ¿y quién se detendrá, siquiera un rato, a escuchar nuestra voz astillada si nadie hace ya lamentación de nada? Pues el Arte Total ha llegado, aupado en lujuriante carroza tirada por negros y nerviosos corceles, la política y la infestación ideológica propiamente; y nos ha arrancado los ojos, y sangran.
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