Fecha:
24/09/2014
Los protagonistas de este libro existieron de verdad pero se enfrentaron a retos que a duras penas han podido atravesar la frontera entre realidad e imaginación.
Como Donald McKenzie, que pretendió convertir las arenas del Sahara en un vergel, René Caillié, que se disfrazó de musulmán para llegar hasta Tombuctú, Jacques LeBaudy, autoproclamado Jacques I del Sahara, o Ma el Ainin, un santo guerrero tuareg. Estos aventureros del desierto dan paso a escritores crepusculares más conocidos pero no menos noblemente fracasados: Nerval, Villiers de L'Isle, Roussel, Stevenson. Schwob, Loti, Jarry o Dalí, en efecto, son sorprendidos a punto de suicidarse, de traicionar su talento, de entregarse de lleno a la locura o de rendirse a alguno de los frecuentes embates de sus tormentosas existencias.
El libro se completa con una serie de relatos dedicados a mujeres ocultas, sorprendentes y ejemplares: Josephine Brunswick, que inspiró a Beethoven una sonata que a su vez inspiraría el libro Sonata a Kreutzer de Tolstói; Josephine Clofullia, mujer barbuda; Ada Augusta Lovelace, la hija matemática de Byron que tuvo que luchar toda su vida entre las ciencias y la poesía; Margaret Ann Bulkley, que se disfrazó de hombre para poder aprender medicina, oficio que ejerció con éxito en Sudáfrica, Malta, Corfú, Jamaica o Canadá; Elisa Sánchez Loriga y Marcela Gracia Ibeas, gallegas que se casaron en 1901 y que emigraron, la primera disfrazada de hombre y atendiendo al nombre de Mario, a Portugal, Argentina y México; o Simone de Beauvoir y Flannery O'Connor, iconos del feminismo contemporáneo.
Elisabet Riera (Barcelona, 1973), autora de una novela, La línea del desierto, que cuenta las aventuras del olvidado capitán Joseph Roig y del establecimiento por él de la misión aeropostal Casablanca-Dakar, da voz en este su segundo libro a personajes marginales cuya gloria consiste en no haber estado a la altura de sus sueños de grandeza, algo que los humaniza y que les acerca a la vida de la mayoría de las personas, y también en poner en entredicho, gracias a sus existencias fantasmales y como desmigajadas, los sólidos muros de la Historia.
Ada Augusta Lovelace
“Apuntes sobre la Máquina analítica inventada por Charles Babbage” es el titular del artículo que se dispone a traducir, publicado por el italiano Luigi Menabrea en la Biblioteca Universal de Ginebra, en 1842, para divulgar en el círculo científico internacional el alcance del nuevo ingenio de su amigo y confidente científico Charles, quien la llama “la encantadora de números”, compitiendo en sonoridad con su título nobiliario, Ada Augusta King, condesa de Lovelace. Su nombre de soltera denota glorias aún mayores: su apellido paterno es Byron, poeta y lord.
El sobrenombre recuerda a otros apodos familiares, como el de “princesa del paralelogramo”, concedido por Byron a su madre, la matemática Annabella Milbanke, cuando la cortejaba. Tras la boda el apodo viró rápidamente a “cabeza cuadrada”, frente a lo cual la señora Byron se dio el gusto de pedir al mayor poeta de su tiempo que “no le contara versos”. El matrimonio estaba destinado al fracaso, y así fue. Se separaron cuando Ada cumplió cinco semanas. Cuatro meses después, el lord, gallardamente apostado en la popa de un barco con destino a Grecia, zarpó de la costa de Inglaterra por última vez. Nunca lo conoció más que por su obra.
Ada está sentada frente a su escritorio, en su gabinete de Worthy Manor. Desde el ventanal, ve las terrazas amplias de la mansión y los graciosos jardines de diseño italiano que su marido, el conde de Lovelace, mandó construir a los mismos jardineros de la corte, donde se conocieron. Su hogar resulta tan perfecto como la imagen que le devuelve el espejo: una mujer elegante, delicada, con el negro cabello recogido en bucles que cubren ambas orejas, rematado por una mantilla brocada y una gran camelia. Si no fuera por ese pequeño hoyuelo en el mentón, se diría que es igual a su madre.
http://www.elboomeran.com/obra/2361/vidas-gloriosas/
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