Fecha:
13/10/2011
Un grupo de judíos alemanes, hijos de empresarios, formaron la Escuela de Fráncfort, una lúcida forma de examinar la sombría sociedad de su tiempo.
Las cosas no están como para pensar que los jóvenes, ni siquiera los universitarios de ceja levantada, se pasan largas horas de café hablando de la Escuela de Fráncfort. Hubo otros momentos en que esto ocurría, al menos entre algunos, y también hubo años, como los sesenta, en que sus miembros estuvieron en las páginas de las revistas y periódicos más importantes del mundo.
Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Hebert Marcuse, Walter Benjamin y Jünger Habermas, entre otros intelectuales de este grupo, inspiraban el movimiento estudiantil. Los que promovían los ideales del Mayo del 68 les citaban como referentes o como "desviacionistas", según los casos, y así sus nombres sonaban y tenían eco mucho más allá del ámbito universitario. Hoy también se habla de ellos, pero ya como materia obligada en la enseñanza superior y hasta el bachillerato, o en monólogos humorísticos de televisión, donde se les pinta como el colmo del intelectual sesudo.
Y aún circulan historias apócrifas sobre Adorno, al que pintan como partidario a brazo partido de la liberación total (no fue para tanto), y que según la leyenda urbana en vigencia se murió de un ataque al corazón cuando estaba dando clase y encontró una pareja haciendo el amor sobre una camilla, en plan performance. La realidad, más prosaica, insiste en que, sí, murió de un infarto, después de haber subido a una montaña en Suiza, desafiando la prohibición de su médico de no hacer ejercicio.
Todo eso tiene gracia, e indica que estos filósofos son parte de cierta cultura popular. Pero, como era previsible, hay mucho más detrás de ese jocoso cotilleo. Desde su fundación por un rico alemán judío, de ideología izquierdista, la Escuela de Fráncfort ha sido testigo de los grandes acontecimientos del siglo XX, y sus miembros figuran entre sus más lúcidos comentaristas.
Sin el clima de la República de Weimar, en los años veinte del pasado siglo, no hubiera existido este grupo de filósofos, sociólogos, economistas, periodistas y críticos literarios. Y sin el ascenso de Hitler al poder sus miembros ni hubieran tenido que exiliarse ni habrían escrito páginas tan dramáticas e influyentes como las de Adorno y Herkheimer en Dialéctica de la Ilustración. Volvieron a Europa y fueron testigos del "milagro alemán", así como de las revueltas juveniles, y el apoyo de algunos como Habermas al socialdemócrata Willy Brandt tuvo una enorme importancia en su país.
Sin Felix Weil, la Escuela de Fráncfort no habría tenido el dinero suficiente para echar a andar, cuenta Rolf Wiggershaus en La Escuela de Fráncfort (Fondo de Cultura Económica), un volumen que desentraña la vida de los protagonistas de la última gran epopeya intelectual, pues luego vinieron tiempos mejores y los posteriores movimientos, como el estructuralismo, arraigaron en una época más estable.
La fuerza de Weil
Weil pertenecía a la gran burguesía judía y reflejaba la tensión de algunos de los miembros más pudientes de su grupo, ricos y de izquierdas. A pesar de incluirse en la órbita de los comunistas alemanes, Weil sabía que la riqueza era una especie de escudo contra el antisemitismo, en una época en la que al mismo gobernador de Baviera, Kurt Eisner, le llamaban "extranjero" por su condición judía. Así, el dinero podía ser útil, no había que demonizarlo. El padre de Weil, más conservador, no veía con buenos ojos los devaneos intelectuales de su heredero, pero le gustó la idea de pasar a la historia como mecenas, primero con aportaciones a la Universidad de Fráncfort y luego con la fundación de algo que le propuso su hijo, el Instituto de Investigación Social, que se integró en el centro universitario que pasó a conocerse como Escuela de Fráncfort.
La primera persona en la que se pensó para dirigirlo, Kurt Albert Gerlach, murió a los 36 años de diabetes. El puesto lo ocupó Carl Grünberg y el Instituto se inauguró un domingo, el 22 de junio de 1924. durante su mandato, alentó los estudios relacionados con un marxismo distanciado de la influencia soviética, dentro de una ambiente, el de la Universidad de Fráncfort, que se consideraba el más liberal y moderno de Alemania.
Horkheimer, descendiente de un empresario judío como Weil, asumió la dirección en 1931 y propició que a los integrantes del Instituto se les viera como un grupo unido por la idea de que el pensamiento debía ser crítico, porque otra realidad era posible, y por una práctica investigadora que debía integrar distintas disciplinas en el estudio de problemas concretos, porque las generalidades carecían de utilidad.
A la Escuela de Fráncfort se unió Erich Fromm, el autor del eterno éxito El arte de amar; el economista Friedrich Pollock; el filósofo Leo Löwenthal; el siempre huidizo Walter Benjamin; el original periodista y crítico de cine Sigfried Kracauer; y el que llegó a tener una mayor proyección y mayor influencia en las artes y en las ciencias sociales, Theodor W. Adorno, cuya vocación inicial fue la de musicólogo.La vasta cultura de todos ellos permitió el cruce de saberes y su condición de judíos les puso bajo el signo de un destino tan previsible como trágico. En realidad, aquel oasis alemán que significó el grupo duró muy poco. Si Adorno entró en el círculo en 1933, el año en que subió Hitler al poder, cinco más tarde ya se había exiliado en la Universidad de Oxford, para saltar desde allí hasta Estados Unidos.Adorno y Horkheimer llegaron a la idea de que la extrema racionalidad organizativa de los nazis había desembocado en la mayor locura de la Historia, así que había que analizar por qué la razón, esperanza de los ilustrados, había errado el tiro de esa manera tan criminal.
Esa aplicación científica y tecnicista de la racionalidad, pensaban ambos, había producido un "mundo totalmente administrado", un pozo negro para la plasticidad del ser humano. Por eso pensó Adorno que sólo el arte de vanguardia y su radical negación del mundo indicaba el camino de la utopía.
Rescate del proyecto
Tuvo que venir uno de sus alumnos, Jüngen Habermas, para dar a la Teoría Crítica, como también se denomina a esta corriente, una mayor esperanza y rescatar el "proyecto de la Ilustración", un desarrollo equilibrado de la ciencia y la economía que no colonizara el "mundo de la vida", donde las personas se comunican y se ponen de acuerdo más allá de intereses egocéntricos. De esta racionalidad comunicativa procede la base esencial de la democracia.
El libro de Wiggershaus, alumno de Adorno y Habermas, es el mejor y el más completo hasta la fecha sobre la Escuela de Fráncfort. Es de justicia citar el de Martin Jay sobre su historia hasta 1950, cuando sus miembros más destacados volvieron a Alemania. Pero este le supera en riqueza. Su edición es, sencillamente, un acontecimiento.
http://info.elcorreo.com/territorios/articulo/lecturas/3066212/
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