Fecha:
22/10/2012
En 1974 el Fondo de Cultura Económica publicó un libro titulado El surco y la brasa. Traductores mexicanos, recopilación de traducciones de poesía realizadas por poetas reunida por Marco Antonio Montes de Oca y Ana Luisa Vega. Casi cuarenta años después, y con algo de homenaje a aquella, Tedi López Mills ha reunido para la misma editorial el tomo titulado Traslaciones, casi 900 páginas en las que comparecen poetas-traductores mexicanos desde José Emilio Pacheco (n. 1939) a Alfonso d'Aquino (n. 1959), pasando por poetas de sobra conocidos como Homero Aridjis, Elsa Cross, Carlos Montemayor, David Huerta, Efraín Bartolomé, José Luis Rivas, Coral Bracho, Pura López Colomé, Eduardo Milán, Fabio Morábito, Jorge Esquinca...
El resultado, tan abrumador como invitante, es una colosal antología de la poesía universal, pues nada falta en ella; desde los clásicos grecolatinos a los últimos poetas polacos o lituanos (vertidos por Gerardo Beltrán), de los poetas italianos a los anglosajones, no parece haber tradición que no se encuentre generosamente representada en este volumen.
Las traducciones, organizadas según los poetas traductores y no según los traducidos, aparecen así ordenadas en un revoltijo seductor: todos los buenos poemas son contemporáneos entre sí, de modo que no nos extraña leer a Ovidio entre W. S. Merwin y Rimbaud, a Nerval entre un epigrama de la Palatina y Salvatore Quasimodo. Resulta curioso (y de agradecer) que se hayan respetado las repeticiones, que podamos leer un mismo poema (ocurre con el mismo Nerval) en más de una versión.
Naturalmente, no todas las traducciones son directas. Una historia de la traducción indirecta revelaría muchas cosas acerca del modo en que hemos conocido otras literaturas. Cómo se han hecho, quién las hecho, de qué manera, cuál ha sido su influencia en la literatura de llegada, qué han corregido (caso de haberlo hecho) las ulteriores traducciones directas, en qué se han visto influidas estas (si es que esto ha ocurrido de algún modo) por aquellas... Hasta hace bien poco las traducciones indirectas fueron en nuestro contexto un mal menor: simplemente, no abundaban los escritores (y, entre ellos, los traductores) con competencia suficiente como para traducir buena parte de los idiomas del mundo. Y cuando los conocían, a menudo no sabían qué hacer con el propio. El panorama ha cambiado y, además de comenzar a traducirse prácticamente todo directamente de su lengua original, se vuelven a traducir directamente aquellas obras cuya versión se había hecho a través de otra lengua. Por más que (conviene decirlo también) a veces esto tenga truco: una traducción hecha en colaboración (por alguien que conoce el idioma original más alguien que conoce el de destino, teniendo uno de los dos rudimentos del otro) no deja de ser una traducción indirecta, con el detalle de que la primera versión queda inédita o, si se prefiere,"en el aire".
El trabajo del traductor se parece al del relojero que desmonta un reloj pieza a pieza para limpiarlas y volver a montar con ellas un reloj distinto, pero que dé las mismas horas. Edith Grossman dice que su receta es imaginar cómo hubiera obrado el autor del poema original si hubiera tenido que escribir el poema en la lengua de destino: sin los recursos del idioma original, con los del de destino. No se me ocurre una receta mejor.
Esta antología de Tedi López Mills es un tratado de relojería: una muestra de cómo un puñado de espléndidos poetas han conseguido poner en hora el viejo reloj de sol, de agua, de piedra de la tradición poética. Como muestra, un botón: el soneto "A la que pasa", de Baudelaire, en la versión de José Emilio Pacheco:
La avenida estridente en torno de mí aullaba.
Alta, esbelta, de luto, en pena majestuosa,
Pasó aquella muchacha. Con su mano fastuosa
Casi apartó las puntas del velo que llevaba.
Ágil y ennoblecida por sus piernas de diosa,
Me hizo beber crispado, con un gesto demente,
En sus ojos el cielo y el huracán latente,
El dulzor que fascina y el placer que destroza.
Relámpago en tinieblas, fugitiva belleza,
Por tu brusca mirada me siento renacido.
¿Volveré acaso a verte? ¿Serás eterno olvido?
¿Jamás, lejos, mañana?, pregunto con tristeza.
Nunca estaremos juntos. Ignoro adónde irías.
Sé que te hubiera amado. Tú también lo sabías.
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