Fecha:
08/09/2014
Hoy añadimos un poco de música los Cuadernos de Culturamas. Es decir, dirigimos nuestra mirada hacia la obra de uno de los compositores más geniales y controvertidos del siglo XX, Dmitri Shostakóvitch (San Petersburgo, 1906 – Moscú, 1975). Y lo hacemos por muchos y diversos motivos. Primero, porque ha caído en nuestras manos Dmitri Shostakóvitch. Genio y drama (Fondo de Cultura Económica, 2013), una de las más completas biografías que se hayan publicado jamás del que fuera, en palabras de Aleksandr Solzhenitsyn, “un genio con grilletes”, “una ruina humana digna de compasión cuya música se mete en nuestras almas”. Segundo, porque quien la escribe es Carlos Prieto (Ciudad de México, 1937), uno de los mejores chelistas de los últimos cincuenta años, un tipo cuya vida ha conseguido trascenderse a sí misma hasta unirse, que no diluirse, con las melodías escritas por algunos de los grandes compositores de la historia conocida de la música. En él muchos de ellos han encontrado su propio aggelos, su vocero definitivo. Y tercero, para vindicar ese espacio de reflexión “sinfónica” en el cual la vida recupera todo su candor original, la cadencia equilibrada de un lenguaje que se aprende mucho antes que el de las palabras, en la misma placenta.
Dmitri Shostakóvitch. Genio y drama es un documento valiosísimo. Nos permite conocer la obra de Shostakóvitch de la mano de una voz completamente autorizada, que sabe y puede revelarnos todos su matices pero también toda la ambigüedad de su vertiente más humana, la personalidad de un compositor que tuvo que lidiar con toda la presión de un gobierno monstruosamente intervencionista –tanto que quien se apartaba de su programa acababa, en el mejor de los casos, contemplando la paulatina descomposición de sus huesos en un gulag siberiano, y en el peor con una bala en el entrecejo–, y también con la normal autoexigencia de toda conciencia creadora, incrementada en este caso por la imposibilidad de desarrollarse en completa libertad.
En 1931, Dmitri Shostakóvitch estrenó con gran éxito de crítica y público la opera Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, basada en la historia homónima escrita por Leskov en 1865. Una trama shakespiriana cuyo dramatismo argumental remite a alguna de las obras más potentes de Tólstoi, como Anna Karénina o Sonata a Kreutzer, y que Samuel Samsoud, el director que la estrenara en Leningrado, calificó como “una ópera que supera todo lo que se puede lograr en el arte del mundo capitalista”. Luego vino el reconocimiento de Sovietskaya Muzyka, la revista oficial del régimen soviético en el ámbito musical, que llegó a decir que la obra era “el resultado de la correcta política del partido en relación con todos los aspectos de la vida cultural del país y del profundo significado del gran resurgimiento de fuerza creadora provocado en el frente musical por el histórico decreto del Comité Central del Partido Comunista del 23 de abril de 1932.” No sabemos si la decisión de aprobar esta resolución en fecha tan célebre responde a una voluntad inequívocamente literaria, pero lo cierto es que marcó la carrera de Shostakóvitch de una manera inesperada. Porque ante tamaños elogios venidos de los órganos oficiales, el Gran Conductor del régimen, Stalin, no tuvo más remedio que experimentar en directo la fuerza de esa interpretación capital. Y así, el compositor peterburgués acabó sufriendo en sus propias carnes la arbitrariedad de un régimen que tan pronto decía blanco como pintaba negro. Se esperaba que Stalin llamara a Shostakóvitcha su palco para felicitarlo, y sin embargo lo único que se acabó escuchando en aquel rincón de poder antes del tercer acto fueron las carcajadas burlonas del gran líder y de Mikoyán, su segundo de a bordo. El gran compositor regresó a casa con la cola entre piernas, y al día siguiente el diario Pravda hablaba de él como de un artista del caos, como de un creador cuyos «juegos incomprensibles pueden terminar muy mal». Y eso, en aquella época, podía terminar básicamente en una muerte rápida y anónima. Y si además Ígor Stravinski, el gran exiliado a quien tanto admiraba Shostakóvitch, había calificado aquel trabajo de "provincialismo lamentable", pues pueden imaginar la tragedia interna que en aquellos días corrompía los pensamientos del autor peterburgués.
Esto no es una crítica a Shostakóvitch, sino el dardo envenenado que este lanzara sobre Stravinsky durante su participación en el Congreso Cultural y Científico celebrado en Nueva York en 1949. Por supuesto, esas palabras no eran suyas sino que respondían a un discurso marcado de antemano por los secuaces de régimen. Pero en estos casos quien recibe el dardo no suele hacer distinciones entre autor e intérprete. Y tan consciente de ello era Shostakóvitch, tan avergonzado estaba de su situación, que todo lo que se recuerda de aquella infortunada intervención es su visible azoramiento. Sus manos temblaban como la mantequilla mientras su cabeza danzaba como San Vito, de tal manera que sus gafas apenas conseguían mantenerse con firmeza sobre el puente de la nariz. Todo él era un nervio acongojado por la vergüenza de pertenecer a un régimen indeseado, por sentirse señalado por los Stravinsky, los Nabókov, y quien sabe también si una prematura aparición de Brodsky. Sin embargo, la pregunta que cabe hacerse para ser justos con él es la siguiente: ¿Valen más las reivindicaciones formuladas por quienes “protestaron” desde una cómoda distancia –a veces incluso desde los lujosos pasillos de un hotel de Manhattan– que la aportación de un creador que se mantuvo, como decía el gran crítico Viktor Shlóvski, “en la picadora de la carne”? Es decir, allí donde sus palabras, o su música, podían influenciar verdaderamente la opinión de los disidentes “no exiliados”. Posiblemente su postura fuera mucho más valiente, pero eso difícilmente lo reconocerá la historia. Ni siquiera él supo reconocérselo a sí mismo.
André Gide dijo una vez que en la Unión Soviética “se estaba intentando una experiencia sin precedentes que henchía nuestros corazones de esperanza”. Y como él, muchos otros intelectuales de la Europa preprimaveral quisieron dejar constancia de su admiración por el modelo soviético. Sin embargo, aquel invento tan indudablemente esperanzador como imposible surgido de la cabeza de dos ajedrecistas consumados, Lenin y Trotski, acabó no solo con la vida del rey –el Zar Nicolás II– sino también con la de legiones enteras de peones. Es decir, que el régimen más duradero de la era contemporánea –con permiso del cubano– pefirió dejar el tablero vacío antes que admitir la derrota de su estrategia. El objetivo no era convencer y expandir la revolución, sino vencer por incomparecencia mutua. Dejar que el miedo y la inercia movieran su mundo. Y así se malogró la trayectoria de ciertos artistas cuya genialidad habría sido el orgullo de cualquier nación, sobre todo en el contexto de una Europa tan fragmentada como la de 1918. Artistas que como Shostakóvitch, Prokófiev, Jachaturián o Popov –el gran olvidado– vieron desvirtuadas sus brillantes carreras como consecuencia de una imposición: la del realismo socialista.
Así se expresaba Shostakóvitch en un congreso extraordinario organizado por la Unión de Músicos en 1948 para reflexionar acerca de las resoluciones del gobierno soviético en materia musical, que había declarado que “la orientación formalista de la música soviética es una orientación antinacional que conduce a la destrucción de la música”, y que la música soviética debía ser conducida “por las vías del realismo”. En definitiva, queda claro mediante esta cita que la vida creativa de Shostakóvitch se tropezó con multitud de dificultades. Y que su voluntad de reunir toda su obra en un solo catálogo –a diferencia de lo que hiciera, por ejemplo, Prokófiev, quien escondió sus obras ajenas a la propaganda en un catálogo secreto– demostraba un coraje cuanto menos parejo al de un Stravinsky o al de un Nabókov, quienes a fin de cuentas operaban desde la distancia y la desafección.
Aquel funcionario que se carcajeaba junto a Stalin de las escenas más dramáticas del Lady Macbeth de Shostakóvitch, el Vicepresidente Mikoyán, aterrizó un día en México para liderar una delegación promocional del régimen soviético. Carlos Prieto, que en aquellos entonces era un ex estudiante del MIT empleado en una fábrica siderúrgica de Monterrey, acabó haciéndoles de intérprete por incomparecencia del titular –por lo visto, su estómago no supo encajar bien la comida local–. Y de esa casualidad surgió todo. Al terminar la visita, Mikoyán le preguntó a Prieto si le interesaría estudiar en la URSS (había quedado impresionado por el dominio que un mexicano de casa bien tenía del idioma ruso). Este le dijo que por supuesto, que si fuera posible le gustaría estudiar música en la Universidad Estatal Lomonósov de Moscú, la más antigua de Rusia. Y Mikoyán acabó disponiendo, con voluntad completamente desinteresada –o totalmente diplomática– la estancia de Prieto en la URSS. De esta casual contingencia surgió el romance que durante toda su vida ha mantenido el chelista mexicano con Rusia –o con lo ruso– y su indagación en la obra de Shostakóvitch, un autor cuyas obras le parecían a veces geniales y otras mediocres. Y del que ahora nos ofrece, probablemente, la mejor biografía jamás escrita.
“Una vez un adivino me leyó las cartas y me dijo que si no fuera por una minúscula nube oscura cernida sobre mí podría hacer grandes cosas no solo por mi país sino por toda la humanidad”, dijo Bohumil Hrabal en una ocasión. Suponemos que es esa nube oscura la que importunó a Shostakóvitch durante casi toda su vida, la que le impidió disfrutar de su propia genialidad. Y esperamos que ya hubiera escampado cuando el Maestro Prieto consiguió sublimar con su vigorosa y elegante interpretación algunas de sus piezas para chelo, y que ahora pueda escuchar desde el cielo este otro homenaje realizado a través de las palabras.
Fuente: www.culturamas.es
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