Fecha:
22/08/2016
No solo el laboratorio, también el café fue el lugar donde el ánimo de Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) encontró un ancho asiento. El que haya sido un asiduo por cuarenta años –lo he escrito bien: cuarenta años–, de tres cafés madrileños –el Café Suizo, el Café Castilla y el Café del Prado–, ilumina por sí mismo. El que fue un hombre de enormes ambiciones, cuya “Doctrina de la neurona” fue reconocida con el Premio Nobel de Medicina (1906), y que escribió, según el decir de los expertos, esa obra descomunal que es la Histología del sistema nervioso de los hombres y los vertebrados, hiciese de la tertulia diaria una disciplina de vida, no deja lugar a dudas: alrededor de una mesa, en el vaivén de los encuentros regulares o irregulares, este hombre encontró algo que le tocaba, que le concernía.
A menudo, Ramón y Cajal escribía breves reflexiones, recogía algún episodio o lance de la conversación, emitía juicios, consignaba mínimas escenas salpicadas de humor.Las notas, que suman varios centenares, fueron ordenadas en las casi 400 páginas que tiene Charlas de café. Pensamientos, anécdotas y confidencias. El autor las distribuyó en once capítulos (I. Sobre la amistad, la antipatía, la ingratitud y el odio. II. Sobre el amor y las mujeres. III. En torno a la vejez y al dolor. IV. Alrededor de la muerte, la inmortalidad y la gloria. V. Sobre el genio, el capacidad y la necedad… etcétera), pero ello no deriva de ningún rigor o rígida taxonomía. Muchas de ellas podrían estar en un capítulo distinto al dispuesto por el autor. Es posible que alguna afinidad, la necesidad de cambiar de tono, la intuición de que una nota está mejor acompañada aquí que allá, la intención de producir un contraste, hayan sido las guías –guías del gusto a fin de cuentas– que determinaron el orden en que fueron publicadas.
Pero hay una cuestión que me parece todavía más sustantiva: lo que puede interpretarse como una posible ambivalencia temática en muchas de estas notas, reside en lo siguiente: más allá de sus múltiples temas aparentes, a Ramón y Cajal le interesaban los intercambios humanos, en particular, la fugacidad o durabilidad de la amistad. Lo que ocurre cuando la especie humana se relaciona con otra. Su mirada se detenía en todo aquello que da forma a la convivencia: Afectos e hipocresías (“Solo conozco tres asilos inviolables contra la calumnia y la mordacidad: la mentecatez, la pobreza y la enfermedad incurable”); Vanidades y desencantos (“Quien todo lo manosea, todo lo mancha”); Timideces y excesos (“El mucho hablar tiene, entre otros inconvenientes, el muy grave de impedir el conocimiento íntimo de nuestros interlocutores, convertidos, a causa de nuestra verborrea, en oyentes enigmáticos. Los tiranos del monólogo prepáranse inconscientemente grandes desengaños”). Numerosas notas hacen evidente su comprensión interior de las lógicas en juego en una tertulia. Un ejemplo: “Así como electricidades de igual nombre se repelen, el gallo que reina a su sabor y talante en una tertulia repudia todo talento recién llegado, a menos que éste se confiese humildemente discípulo y admirador del maestro”.
Este pinchar ciertas conductas, a lo que no renuncia a todo lo largo del libro, no implica un tozudo moralismo. La austeridad que sugiere (“La verdad es un ácido corrosivo que salpica casi siempre al que lo maneja”); su crítica al desoír de los poderosos (“En el desconsolador fenómeno de la guerra, lo que más me asombra y entristece es ver cómo toda una nación se siente instantáneamente indignada contra el extranjero, y dispuesta al sacrificio de la vida, ante el lacónico telegrama de movilización dictado por un obeso y gotoso diplomático sentado frente a un bock de cerveza y resuelto denodadamente a morir…centenario y opulento”); su mordacidad ante los fanatismos (“Al modo de los callos, las opiniones crónicas, cuanto más se pisan y se soban, más se irritan y se enconan”), no son las de un hombre que habla desde la distancia, sino de uno que volvía cada día a reconocer las realidades de la condición humana (“Llegada la edad provecta, ¿cuál es el amigo cuya muerte repercute más en nuestro corazón? El caído de la misma enfermedad que nos aqueja”).
A medida que se leen estas notas –algunas no más que eso: despachos de lo inmediato; otras, mínimos ensayos de nítida vocación literaria: evocaciones, asombros, ejercicios de crítica– se hace patente que a Ramón y Cajal le interesaba todo. La ansiedad que ellas destilan, son las del hombre que quiere más. Aunque el científico se hace sentir en numerosas de estas notas, asombra la claridad con que usa el mundo natural como referencia (“Nada más inofensivo, por lo común, que los hombres excesivamente corpulentos. Imponen con su masa y fortaleza, y al tratarlos advertimos que son completamente inocuos. Recuerdan a la ballena que, en vez de devorar delfines, se alimenta de plancton, es decir, de crustáceos microscópicos y sutiles diatomeas. Es la fauna humana suele ocurrir lo mismo. ¡Cuidado con los hombres pequeños!”).
Científico, sí, pero inseparable de España y su destino: a Ramón y Cajal le llamaban los asuntos públicos. Entendía que el consenso era en la práctica casi imposible, y que un país es una entidad siempre perturbada por las luchas internas. En anotaciones, con frecuencia salpicadas de humor e ironía, fustigaba a corruptos, izquierdistas, obtusos, militares, porfiados, dogmáticos y periodistas: “Discutir con ciertos procaces gacetilleros es ganas de quedar en ridículo. Te consentirán, quizás, decir la segunda palabra; pero ellos dirán siempre la primera y la última. Y conforme expresa el refrán francés, ‘bien ríe quien ríe el último’. Con lo cual no pretendo negar la existencia de nobles, imparciales y generosos periodistas”.
http://www.el-nacional.com/Libros-Santiago-Ramon-Cajal_0_905309624.html
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