Fecha:
19/12/2016
El sabio es don Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, 1852-Madrid, 1934) y el café podría ser cualquiera de los que frecuentaba el investigador, al igual que otros muchos notables de la capital (en su caso, el Suizo, el Castilla o el Café del Prado, entre otros) para hablar largo y tendido de lo divino y lo humano, es decir, de religión, política, artes y letras y, por supuesto, de mujeres. Sabido es que a don Santiago le gustaba salir del estrecho ámbito del laboratorio e incluso del más vasto pero también limitado de la cátedra universitaria para expansionarse y mantener el tipo de relaciones sociales que eran propias de la época. Estamos hablando, naturalmente, del ambiente político y cultural de Madrid y la España del primer tercio del siglo XX, un momento histórico que hoy vemos como de esplendor cultural (la Edad de Plata), moderado despegue económico, urbanización acelerada, modernización en todos los órdenes y efervescencia política. En ese marco, don Santiago era ya una figura destacada (había recibido el premio Nobel en 1906), aunque no un intelectual a la clásica usanza –por lo menos en nuestro país−, pues su adscripción al campo científico e investigador lo convertían en una rara avis en un panorama dominado por literatos, artistas, abogados y filósofos.
De hecho, Ramón y Cajal, a pesar de su incuestionable prestigio, jamás tuvo el tirón de las grandes personalidades del período y, mucho menos, de los grandes referentes, como Unamuno y Ortega y Gasset. Probablemente contribuyó a ello su propio carácter, su mesura y su sentido de la prudencia, que le impedían sentar cátedra en todos aquellos asuntos (culturales, sociales, políticos) que, además de opinables, quedaban claramente fuera de su esfera de especialización. Ello no le frenaba en participar gustoso en los debates y polémicas del momento, pero siempre con un registro de moderación y un tono refractario al dogmatismo. De ahí que con gusto, pero también con una actitud humilde –a veces parecía como si quisiera hacerse perdonar−, cogiera la pluma para expresar sus opiniones sobre el mundo que lo rodeaba. También en su caso, como en las tertulias urbanas, para explayarse sobre lo humano y lo divino: sobre algunas cuestiones frívolas, sobre la condición humana, sobre la vida en general, sobre el país que le había tocado en suerte y, naturalmente, sobre los grandes temas concretos que estaban en el candelero. Todo eso es lo que llena las páginas de este clásico que denominó Charlas de café, un título de la cosecha cajaliana que habría que poner en el apartado de su producción biográfica y humanística, con esos otros volúmenes tan celebrados como Recuerdos de mi vida y El mundo visto a los ochenta años.
No diré que Charlas de café es un libro muy conocido entre los lectores de hoy día (porque me temo que a Cajal no se lo lee ni poco ni mucho, sino más bien nada), pero sí me atrevo a señalar que es una obra que al público culto le suena y que aún despierta cierta curiosidad. De hecho, es un título que conoció cuatro ediciones −en vida del autor−, que sufrieron sucesivas modificaciones e incorporaciones: a la edición original, la de 1920, le siguió muy pronto –dos meses después− una segunda notablemente ampliada; sólo dos años más tarde salió a la luz una tercera, también revisada, y, por último, en 1932 se publicó la cuarta, con nuevas correcciones. Luego, tras la muerte de Cajal, el libro se reeditó a lo largo de los años con un moderado pero sostenido tirón, de manera que no es muy arriesgado suponer que muchos de los lectores que lean este comentario tendrán en mente o en los anaqueles de su biblioteca el librito de marras en el inolvidable formato de la colección Austral de Espasa-Calpe. De hecho, el que yo poseo es la undécima reimpresión, fechada en 1982. Ahora, Fondo de Cultura Económica presenta una nueva edición, con un estudio introductorio y notas a cargo de Francisco Fuster.
Fuster es un joven historiador valenciano que ha ido forjándose en los últimos años una sólida reputación con estudios originales, ediciones y compilaciones de los más destacados representantes de la Edad de Plata. Además de su exhaustivo análisis de El árbol de la ciencia (Baroja y España. Un amor imposible, Madrid, Fórcola, 2014), Fuster ha rescatado artículos desconocidos o semiolvidados de Azorín o del propio Baroja y ha publicado diversas ediciones críticas de dichos autores y también de otros coetáneos, en especial de Julio Camba, autor que parece interesarle especialmente, puesto que entre 2013 y 2015 ha recopilado textos y prologado cuatro diferentes libros del humorista gallego. También se ha ocupado de recuperar al Rubén Darío menos conocido, editando dos obras menores del nicaragüense, y ha extendido sus tentáculos a autores tan diversos como Feijoo, Cela o García Mercadal, siempre en esa misma línea de desempolvar artículos remotos o editar textos postergados o hasta cierto punto ignorados. Su edición de las Charlas de café es ejemplar, con una pequeña introducción que ubica con precisión al autor y a la obra en su contexto, y unas notas aclaratorias, sobre todo en el sentido de precisiones bibliográficas, que proporcionan información suplementaria sin atosigar al lector con alardes eruditos. Su magnífico trabajo sólo tiene una leve sombra al no corregir con una nota aclaratoria un despiste de Cajal que atribuye erróneamente al «espiritual poeta Manuel Machado» una conocidísima cita de su hermano Antonio. Por si fuera poco, la transcripción que hace el propio don Santiago es incorrecta, porque computa «que de diez cabezas dos discurren y ocho embisten», cuando Antonio Machado −más pesimista− elevaba, como es sabido, la desproporción: «de diez cabezas, nueve embisten y una piensa».
Bueno, y, a todo esto y, sobre todo, a estas alturas, ¿qué aportan estas Charlas de café al lector de hoy? Permítanme antes de entrar en harina casi una confesión personal. Tenía de este libro quizás una imagen idealizada. Lo leí hace mucho tiempo, varias décadas atrás. Para algunos de mis estudios había utilizado algunas de las notas que extraje en su momento, pero sin volver a examinarlo en su integridad. Ahora, la relectura que, en el fondo, viene a ser casi lectura a secas, porque obviamente mis recuerdos eran difusos, me ha dejado una impresión ambivalente. Es innegable que algunas (o incluso puedo conceder que muchas) de sus páginas nos hablan de aspectos de la condición humana que resultan casi atemporales: así, las referidas a la amistad, el odio, el dolor, la vejez, la muerte, la gloria, el talento o la necedad. Otras, sin embargo, delatan con crudeza que el tiempo no pasa en vano y aparecen no ya sólo como distantes de nuestra sensibilidad, sino descarnadamente anacrónicas. Paradójicamente, siendo o pretendiendo ser Cajal, por encima de todo, un científico, las estimaciones de este tenor resisten mal el paso de los años, debido obviamente al avance espectacular que se ha producido en este ámbito. Con todo, lo peor, hasta el punto de hacer penosa o hasta risible su lectura, es el capítulo dedicado al amor y las mujeres. Si Cajal hubiera escrito sus observaciones pongamos que hasta medio siglo antes, hubiéramos dicho que respondían inevitablemente al espíritu de la época. Pero en los años veinte y treinta del siglo pasado, sus opiniones sobre las mujeres y sus criterios para juzgar lo femenino resultaban, por decirlo suavemente, impropios de una mentalidad abierta a su tiempo.
Cajal no niega que algunas mujeres puedan tener talento. Lo que les niega en tal circunstancia es su condición de mujeres (p. 54). En el mejor de los casos, la mujer es o debe ser pura pasividad, que resulta –obvio es decirlo− virtud o elemento indispensable para adaptarse a la horma masculina. En el peor, una hembra de celos iracundos, no por perder un amante sino porque se cierra un bolsillo (p. 62). En el fondo, da la impresión de que la pobre opinión que tiene el eminente doctor de la otra mitad de la humanidad deriva de su propia insatisfacción personal por no tener a su lado alguien de su altura intelectual. Así se deduce de la alabanza involuntariamente cómica –vista desde nuestra atalaya− del matrimonio proletario: «el esposo goza de un excelso privilegio pocas veces concedido a los hombres de refinada cultura: la posibilidad de dialogar con su mujer» (pp. 59-60). Con todo, es de justicia aclarar que estas y otras consideraciones de parecida índole llenan tan solo una pequeña parte del volumen y, por otro lado, no es menos cierto que se ven atemperadas por algunas otras reflexiones que, a su modo, reivindican la dignidad femenina y los derechos de la mujer, como en la cuestión de los apellidos (pp. 83-84).
Dicho lo malo, queda lo bueno, que es casi todo lo demás. Pero, antes que nada, hay que partir de la base de cuál era el objetivo de Cajal al escribir estos «pensamientos, anécdotas y confidencias», como reza el preciso subtítulo. Con ello evitaremos fundamentalmente el equívoco de buscar en estas páginas lo que no podemos hallar, o pedir las peras que el olmo no puede darnos. En las tres introducciones que se incluyen en esta edición, la primera escrita en 1921, la segunda en 1922 y la tercera en 1932, hallamos un común denominador, que no es otro que el énfasis del autor en el carácter ligero de su obra, una «colección de fantasías, divagaciones» que no pretendían «sentar doctrina» ni aspirar siquiera a la originalidad; «verdaderas humoradas» –matizaba más adelante− que sólo aspiran a «entretener y, cuando más, a sugerir»; y, a riesgo de repetirse hasta casi con las mismas palabras, comenzaba su presentación de la última edición que pudo preparar insistiendo «todavía más sobre el carácter frívolo de la mayoría de pensamientos de este libro». Es obvio que Cajal pretendía resguardarse de las críticas −que, de todas formas. le llovieron, en contraste con el aprecio del público, como señala Fuster (pp. 15-16)−, rebajando el alcance de su obra. Visto con cierta distancia, podría juzgarse salomónicamente que ni tanto ni tan calvo. El libro no es, ni mucho menos, tan frívolo como su autor pregona con cierta afectación, pero, para decirlo de modo brusco pero claro, tampoco tiene nada que ver con los Essais de Montaigne.
Si tuviera que dar un resumen rápido del contenido, me atrevería a decir que estas páginas contienen un Cajal en estado puro, el Cajal más auténtico, al mismo nivel –como mínimo− que sus otras obras autobiográficas. De hecho, como el propio autor advierte en sus prólogos, hay mucho de su experiencia vital en estas reflexiones, pero no sólo eso, porque el relato de sus vivencias, la evocación de múltiples anécdotas y la mención a circunstancias concretas de su vida se adoban en este caso con opiniones y manifestaciones (y también, ¿por qué no?, simples prejuicios) que dibujan un panorama muy completo de la personalidad de Santiago Ramón y Cajal. Como él mismo se retrató en sus diversas facetas en varias de sus obras, no voy a entrar en ese apartado nada más que de soslayo. Racionalidad, moderación, laboriosidad, tolerancia, amabilidad, exigencia personal y autocontrol serían algunos de esos rasgos de carácter que, en su conjunto, se armonizarían para producir una incuestionable bonhomía. Quisiera destacar, sin embargo, que, lejos de la actitud complaciente o benévola hacia sus semejantes que podría suponerse de tales premisas, nuestro investigador confiesa aquí su deplorable opinión de la condición humana. O, al menos, de esos humanos que pululan a su alrededor: sus compatriotas. Don Santiago ve a los españoles vociferantes, hipócritas, aduladores, perezosos, pedigüeños, ingratos, vanidosos. Los resortes que les mueven son todos negativos: la mezquindad, la desconfianza mutua, el fanatismo, la indignación sin motivo sólido, las apariencias, las rivalidades absolutamente vacuas y, por encima de todo, siguiendo el gran tópico de la época, la envidia, el gran pecado nacional. En otras palabras, la verdad, el mérito y la justicia serían no ya virtudes desconocidas entre nosotros, sino perseguidas con saña (pp. 43-46).
Como consecuencia directa de ello, me gustaría subrayar que cae por su base la habitual caracterización optimista de nuestro hombre. No podría ser de otro modo. Si hay un ideal característico de Cajal, sin duda es su concepción redentora del trabajo, no sólo desde la perspectiva personal, sino colectiva. Siendo y sintiéndose don Santiago profundamente patriota, subraya reiteradamente que no hay mejor muestra de patriotismo que la entrega abnegada al trabajo bien hecho: «El trabajo perseverante y heroico crea la aptitud» (p. 218); el «trabajo intelectual socialmente útil» es una de las máximas fundamentales para alcanzar la dicha (p. 222); «¡Santa fatiga del trabajo!» (p. 228). Los españoles, sus compatriotas, representan justo lo contrario. Cualquier comparación con naciones vecinas o más avanzadas causa rubor al español consciente. Baste un aforismo: «Los hombres del Norte actúan: nosotros, charlamos» (p. 215). Cuanto más se profundice, peor. España es un país de costumbres seculares, como las «corridas de toros y el vicio de la lotería» (p. 221). Ningún reformador se ha atrevido en serio a suprimirlas. Con ello, Cajal desemboca en uno de los diagnósticos típicos de la mentalidad ilustrada a lo largo de toda nuestra historia contemporánea: «el problema de España es un problema de cultura» (p. 229).
El «problema de España»: he ahí una de las obsesiones de un hombre que se entrega al trabajo, a la ciencia, a la investigación, en un marco refractario a esos esfuerzos y en un ambiente poco propicio siquiera a valorarlos. Nuestro autor apenas se recata en mostrar que sangra por la herida. Una buena parte del libro, pero en especial el capítulo décimo («Sobre política, guerra, cuestiones sociales, etc.»), puede leerse en clave regeneracionista clásica. De este modo, con la terminología característica de dicho movimiento, habla con frecuencia de «los males inveterados de España», de nuestra «pobreza e ignorancia», de nuestra «desidia secular», de la ausencia de «ciencia e industria». Cita con frecuencia a Costa, Unamuno y Ortega, pero también menciona a Mallada o Macías Picavea, porque se siente parte de ese esfuerzo regenerador. ¡Hasta recoge, sin mencionar a Masson, su famoso dictamen sobre lo (poco o nada, se sobreentiende) que debe Europa a España! (p. 313). Insisto, pues, en que don Santiago hurga en la herida, la suya y la de España, no, desde luego, con el tono catastrofista que desarrollaron algunos de los ensayistas coetáneos, pero sí desde la óptica de un «pesimismo comprensivo y crítico». No cree que pueda haber otro talante, porque los males son profundos y es absurdo hacerse ilusiones al respecto: «Sólo por el trabajo alcanzará nuestra Patria su pleno florecimiento. Hay que combatir en muchos frentes a la vez». Entre el derrotismo y la candidez, pugna por hallar una vía propia. La recuperación de la dignidad nacional tal vez sea una quimera quijotesca, pero hay que intentarlo: «¿Ensueños? Quizá, pero nadie vive y trabaja sin ideales» (p. 339).
En última instancia, como ya se ha apuntado de soslayo, debe reconocerse que Cajal no alcanza en sus reflexiones de café la talla del hombre de laboratorio, pero sus aforismos, apuntes, anécdotas y confesiones mantienen por lo general un nivel digno y delatan una notable perspicacia, factores que permiten leerlo al cabo de casi exactamente un siglo con un interés sostenido, una franca complacencia y, bastante a menudo, con la sonrisa en los labios. Personalmente, prefiero las partes en que aborda los ribetes más perennes de la existencia humana: el silencio como mejor terapia ante las injurias; las diversas modalidades de ingratitud humana; el amor como pasión irracional; el fútil anhelo de gloria («la gloria no es otra cosa que un olvido aplazado», p. 121); la importancia de mantener la consciencia hasta el último suspiro (es penoso, señala, vivir «cual héroe o pensador genial» y morir «como imbécil o demente», p. 123); el valor, pero también la peligrosidad de la verdad («un ácido corrosivo que salpica casi siempre al que lo maneja», p. 191); el trasfondo siempre mezquino del hombre («poco vales si tu muerte no es deseada por muchas personas», p. 139). Si, a pesar de todo, no sintonizan con don Santiago, aún cabe otra posibilidad de leer estas páginas con sumo provecho: como un excelente retrato de un ayer entrañable −un mundo cercano y distante al mismo tiempo− y, sobre todo, como el fiel exponente de la cosmovisión de un español ilustrado de comienzos del siglo XX. En este último sentido, el lector de hoy podrá hallar sin dificultad −uno por uno− todos los elementos que constituían el horizonte vital de antaño para un hombre como Cajal: su patriotismo, sus aspiraciones, sus coordenadas culturales, sus temores, su moral y, como trasfondo, hasta el tipo de relaciones sociales que entonces se mantenían. Si no es por todas, por alguna de esas razones merece la pena todavía leer estas Charlas de café.
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