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Ayacucho, la última batalla

Fecha:
01/12/2021
El 9 de diciembre de 1824, el ejército real fue derrotado en un decisivo enfrentamiento que cerró la etapa virreinal en América del Sur. Pero el final de la guerra no supuso la paz.

Diciembre de 1824. El ejército que comanda el virrey del Perú, capitán general José de la Serna, tiene la seguridad de que la tropa independentista agrupada en el Ejército de Colombia Auxiliar en el Perú, que también utiliza el nombre de Ejército Unido Libertador del Perú, está en las inmediaciones de Huamanga esperando la contienda. Después de seis meses circulando por los Andes –siempre en condiciones deplorables-, ambos ejércitos han fijado el lugar en el que se va a librar la batalla de las batallas, aquella en la que solo sirve vencer o morir porque van a encontrarse de cara. 

Han pasado más de seis meses desde que el Ejército Real se ha dividido en dos partes: el general Gerónimo Valdés ha sido enviado a las inmediaciones de Potosí para tratar de convencer, de grado o por fuerza, al general Olañeta, que está haciendo una campaña contra todos y en su propio beneficio. Olañeta quiere ser virrey, se cartea con Bolívar -al que halaga con sus palabras- y no acepta la autoridad de La Serna. Ni de nadie. Él quiere ser virrey de su propia corte y colocar en ella a su familia. Ni siquiera el general Valdés le ha hecho entrar en razón, motivo por el cual aquel ha decidido regresar a Cuzco, cruzando mil kilómetros por los Andes en condiciones penosas y en poco más de treinta días, para unirse a las tropas de su jefe, el virrey La Serna, y dar la batalla final. A su vez, el teniente general José de Canterac ha cometido una imprudencia en agosto, en el pantano de Reyes, a cuatro mil metros de altura, atacando con la caballería lanzada pero sin instrucciones para destruir al enemigo. El resultado ha sido un desastre: las bajas superan los 400 militares, con sus grupas; Canterac ha hecho retroceder al ejército realista más de treinta leguas; el general Maroto ha abandonado a su jefe, y las tropas están agotadas y sin ápice de moral. Todo ello sin haberse disparado un gramo de pólvora o plomo. Solo con arma blanca: es lo que en la historia se recogerá como la batalla de Junín. 

PENOSA SITUACIÓN. Frente a ese panorama, La Serna ha unificado tres ejércitos --el suyo, el de Valdés y el de Canterac junto al río Apurímac y lleva semanas transitando en paralelo a las tropas patriotas que ya no comanda Simón Bolívar, sino un militar desconocido para los realistas: el general Antonio José de Sucre, el hijo putativo del Libertador. La situación de ambos ejércitos es penosa: han perdido los efectivos por millares, víctimas de los ataques de guerrilla, las enfermedades o las deserciones. -Además, en el ejército patriota se ha producido un hecho inesperado: el Congreso de Colombia ha prohibido a Bolívar guerrear en el Perú -siendo, como era, el presidente de la nueva república neogranadina-, con el argumento de que debido a su cargo no podía combatir en un país ajeno. Ante esta nueva eventualidad, Bolívar, disciplinado, regresa a Lima y nombra general en jefe del ejército libertador a Antonio José de Sucre, de veintinueve años, un desconocido en el campo realista.

Van pasando los días y los espías de ambos bandos tienen información suficiente para determinar en qué parte han acampado los ejércitos y qué cabe esperar de una batalla que se va a librar en los Andes, también a cuatro mil metros de altura, decisiva para la supervivencia de dos ejércitos que llevan buscándose semanas para dar fin a una guerra que comenzó hace casi quince años. Si Sucre logra vencer, será el fin de la presencia de la monarquía hispánica en el sur del continente, y esa parte de América será independiente. Si, por el contrario, las tropas del virrey La Serna consiguen la victoria, la guerra continuará. Pero solo en esa parte del Perú, porque el resto del hemisferio es ya un vasto territorio sin presencia de tropas ni autoridades españolas, con territorios que tienen la dura tarea de formar naciones y Estados después de una guerra.

Para hacer frente a la madre de todas las batallas, el virrey La Serna toma una decisión de riesgo: escalar el Condorcunca, que se encuentra frente al altiplano de Quinoa, allá donde las tropas de Sucre, Córdova, La Mar, Gamarra, Miller y otros generales y jefes están desde el día siete de diciembre de 1824 prácticamente en formación, mirando a las alturas de los cerros. Mirando cómo las tropas realistas han llegado a la cumbre para un ataque al valle. Sucre cree que esa va a ser su perdición, porque descender de las alturas por laderas de piedra suelta es un problema añadido para unas tropas que ro están en condiciones de afrontar más adversidades.

El nueve de diciembre de 1824, por fin se produce la madre de todas las batallas sudamericanas (nunca se habían enfrentado 15.000 soldados -la mitad, de cada bando-, y menos en los Andes, a semejante altura). Después de un avance inicial de la división del general Valdés, el Ejército Real no es capaz de cumplir el plan previsto y comete una serie de errores que hacen de la batalla un ejercicio sangriento en el que, tras tres horas de combate, mueren 1.500 militares y centenares son acribillados. El virrey La Serna, gravemente herido, es tomado prisionero y sus generales se rinden ante la evidencia: han sido derrotados en toda regla en la batalla de Ayacucho.

El general La Mar, antiguo conmilitón ahora luchando junto a Bolívar, sube a caballo hasta la cumbre del Condorcunca con un trapo blanco coronando su sable. Todos le reconocen y lo saludan. Viene a decir lo siguiente: preparen el texto de la capitulación y el ejército patriota será tan generoso como sus facultades lo permitan. No hay discusión entre el generalato realista, y es el propio teniente general Canterac quien redacta, con la ayuda de un amanuense, el texto de la capitulación, pero haciendo una advertencia: los que están en el Condorcunca se rinden, sí, pero no tienen autoridad sobre la fortaleza del Callao, porque conocen la terquedad de su jefe, el teniente coronel José Ramón Rodil, y son conscientes de que no aceptará rendición alguna, como en efecto sucede. El ejército realista ha sido derrotado, pero todavía quedan tres puntos en su poder: el Callao, Chiloé, en Chile, y San Pedro de Ulúa, junto a Veracruz, en México. Para 1826 no quedará ninguna unidad realista en parte alguna de América del Sur.

Pero el final de la contienda no supuso para los sudamericanos el comienzo de la paz. Por el contrario, se iniciaron guerras fratricidas por establecer los límites de los Estados o naciones, que duraron más de cincuenta años. Tardó en llegar la paz y, mientras, las palabras de Simón Bolívar, escritas unos días antes de morir al general Flores, presidente de Ecuador, resultaron casi proféticas: "La América es ingobernable para nosotros. El que sirve una revolución ara en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar". El genial clérigo peruano José Joaquín Larriva, poeta y prosista, fue claro y mordaz en estos versos:

Cuando de España las trabas en Ayacucho rompimos, otra cosa más no hicimos que cambiar mocos por babas. Nuestras provincias, esclavas quedaron de otra nación. Mudamos de condición, pero sólo fue pasando del poder de Don Fernando al poder de Don Simón. _

Acerca del autor:
Vivir la historia. Tribuna. Año 24 Nº278 Diciembre de 2021
La aventura de la historia.

Acerca del libro:
Un día de guerra en Ayacucho
Fermín Goñi