Fecha:
26/10/2015
En La dramática vida de Rubén Darío, su documentado biógrafo Edelberto Torres Espinosa asegura que el poeta dictó La vida de Rubén Darío escrita por él mismo en Buenos Aires, entre el 11 de septiembre y el 5 de octubre de 1912. Rubén había comprometido esas memorias con la revista Caras y Caretas cuando se encontraba todavía en Montevideo, etapa previa en la gira con que pretendía mejorarse la difusión de la revista Mundial, cuya dirección literaria –como la de Elegancias, especialmente orientada a un público femenino– habían puesto en sus manos los hermanos Alfredo y Armando Guido, jóvenes uruguayos de notable fortuna residentes, como él, en París. Dictaba sus recuerdos a las horas prescritas, precaución con la que Fernando Álvarez Mallol, director de Caras y Caretas, se garantizaba que lo acordado llegase a buen fin. Los resultados se publicaron en esa revista entre el 21 de septiembre y el 30 de noviembre del mismo año. La Casa Editorial Maucci los editó como libro en Barcelona, en 1915, con el añadido de la «Posdata, en España» que desde entonces cierra esa autobiografía.
Su condición presuntamente oral ha servido para explicar la espontaneidad que caracteriza al relato, y también para justificar los datos con frecuencia equivocados que se incluyen y que el propio Rubén previno al advertir que no contaba con otra guía que el esfuerzo de su memoria. Él mismo consideró necesario rectificar en alguna ocasión una información previa, como al señalar que había sido en su tercer viaje a Europa, y no en el primero, cuando en alta mar encontraron a un yanqui que navegaba solitario hacia España promocionando una marca de jabón. En España contemporánea puede comprobarse que se equivocaba precisamente en la rectificación, curiosamente apoyada en ese volumen en el que reuniera en 1901 las crónicas enviadas al periódico argentino La Nación, que lo había enviado a la antigua metrópoli para informar del ambiente dominante tras la derrota ante los Estados Unidos en 1898 y la consiguiente pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Que tenía España contemporánea a su alcance lo demuestran tanto algunas citas literales como la recreación de aquella visita en su conjunto. Probablemente contó también con el poemario El canto errante para incluir después versos de su «Epístola a la señora de Lugones», donde un lenguaje coloquial imprevisto le había servido para celebrar la calma de Mallorca, que en 1906 le permitía recuperarse de los excesos cometidos desde que en Río de Janeiro asistiera a la Conferencia Panamericana allí celebrada.
Los interesados en la poesía de Rubén Darío se sentirán seguramente defraudados al concluir la lectura, a pesar de las menciones de Primeras notas, de Abrojos y de Azul..., en el primer caso para resaltar la formación literaria hispánica del autor y en el tercero para poner de manifiesto sus relaciones con Juan Valera. Rubén se detuvo, ciertamente, en algunas referencias a Los raros y para comentar varios poemas de Prosas profanas, pero las referencias a este volumen fundamental quedaron lejos de la precisión y la riqueza con que lo rememoró en Historia de mis libros, aunque allí no hiciera mucho más que reiterar los planteamientos que había expuesto antes en las «Palabras liminares»: bastaba con eso para encarecer la renovación que él había encarado y que en estos otros días de Buenos Aires consideraba cumplida. Ahora ni se acordó de Cantos de vida y esperanza. Los cisnes y otros poemas, el libro que lo convirtiera en adalid de un espíritu hispánico renacido.
En gran medida también excluyó de la autobiografía su vida privada, que para bien o para mal habían conformado sus relaciones con Rafaela Contreras, Rosario Murillo y Francisca Sánchez. Nunca nombró a la primera, aunque dejara constancia del matrimonio contraído y de los incidentes políticos que lo rodearon, y luego de sucesos como el nacimiento de su primer hijo, o la muerte de su esposa mientras él estaba (como casi siempre) ausente. Y apenas con la mención de «una página dolorosa de violencia y engaño» dio cuenta de su segundo matrimonio y de su posterior convivencia ilegítima con otra mujer: algo que no podía eludir –era bien conocido–, pero en lo que no quería detenerse, aunque eso significara ignorar aspectos fundamentales de su pasado y de su presente. En esa faceta sentimental, sus recuerdos registraron sobre todo lances amorosos ocasionales, más abundantes cuando se localizaban en los tiempos más lejanos e imprecisos de la adolescencia y hasta de la niñez.
Esas carencias no restan interés a La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, y no sólo por ser la de alguien inevitable a la hora de seguir el proceso de las literaturas en lengua castellana. El lector puede tener la sensación de enfrentarse a una sucesión de lugares y de personajes, interrumpida de cuando en cuando por anécdotas destinadas a aliviar esa monotonía. Sin duda el poeta estaba menos interesado en su obra literaria que en dar cuenta de las personalidades que había conocido y tratado, lo que resulta significativo: no en vano su autobiografía era la de alguien siempre deseoso de alcanzar «una buena posición social», como en 1882, recién llegado a El Salvador, había declarado al presidente Rafael Zaldívar. El poder, el dinero y la fama lo atraían con fuerza, de ahí que considerase de especial relevancia sus relaciones con políticos, aristócratas, diplomáticos o autoridades eclesiásticas, además de artistas y escritores famosos. No es de extrañar, pues, que se detuviera en la presentación de sus credenciales de ministro residente ante la corte de Madrid o en otros episodios similares. Por cierto, tuvo muy en cuenta que se encontraba en Buenos Aires y que se dirigía a lectores argentinos: se advierte en el esfuerzo para que nadie allí se sintiera excluido de sus recuerdos, o al referirse con naturalidad a algún personaje sólo popular en aquel medio, o al recuperar su defensa de las estrechas relaciones de Argentina con Francia, que tanto molestaban a Miguel de Unamuno.
Rubén prestó también especial atención a su infancia y adolescencia, lo que le exigió rememorar a educadores y lecturas, las escasas y vagas imágenes de su madre ausente, su iniciación poética y su irrupción en la vida cultural y política de los países centroamericanos, el deseo de viajar a Europa y las fantasías que desde entonces lo ayudarían a enfrentarse a ambientes con frecuencia mediocres u hostiles. No en vano recordaba una niñez atormentada por el miedo a la oscuridad, por cuentos de aparecidos y de ánimas en pena, por pesadillas, por visiones extrañas, por inquietantes prácticas religiosas: recuperaba el pasado desde un presente también torturado, que le hacía volver sobre terrores antiguos a la vez que mostraba su interés por encontrar explicaciones científicas para los sueños y otros fenómenos en los que veía manifestaciones de fuerzas poderosas y extrañas.
El prólogo de la presente edición, a cargo de Francisco Fuster, ha preferido las disquisiciones de los biógrafos y estudiosos de Darío a los datos biográficos del poeta, lo que da lugar a algún malentendido, al encarecer las dificultades económicas que presuntamente impulsaron la publicación de la autobiografía en Caras y Caretas. La penuria de Rubén no era más acuciante entonces que la padecida mientras fue ministro de Nicaragua en Madrid –no superó la condición de «ministro residente», la más baja en el escalafón de la diplomacia–, y, aunque nunca fuera relevado, había renunciado a su cargo ya el 25 de febrero de 1910, sin haber recibido un céntimo de su exiguo sueldo por los últimos doce meses. Esa renuncia nada tuvo que ver con que el presidente José Madriz se viera forzado a entregar el poder a José Dolores Estrada (19 de agosto de 1910), circunstancia que sí amargó el viaje a México que el poeta había emprendido como delegado del Gobierno nicaragüense en la celebración del centenario del Grito de Dolores, episodio bien atendido en la autobiografía. Aún se haría esperar la aventura de Mundial, cuyo primer número apareció en mayo de 1911, con éxito notable (también económico) que se prolongaría en los meses siguientes. La campaña de promoción en América no dio, efectivamente, los resultados apetecidos, pero en sí misma constituyó para Darío un viaje triunfal, culminado precisamente cuando dictaba sus recuerdos y mientras revisaba los capítulos de Historia de mis libros que habría de publicar La Nación, el periódico porteño que había garantizado su sustento en los peores momentos. No lo eran, desde luego, los de la apoteosis que desde el 8 de agosto de aquel 1912 viviría en la capital argentina.
Ignoro las razones que han impedido modernizar adecuadamente la puntuación, o explicar los criterios seguidos para decidir qué sí y qué no merecía una nota a pie de página. El responsable de la edición asegura haber respetado «en todo lo posible» el texto de 1915 y haber corregido únicamente lo que parecían «evidentes erratas de imprenta». No es difícil comprobar que erratas nuevas se suman a otras antiguas y persistentes, deficiencias que resultan especialmente graves cuando afectan a nombres propios: nuevos lectores quedarán para siempre convencidos de que por la vida de Rubén Darío pasaron sujetos apellidados Huneeis, Holemberg o Perisso. Cualquier edición pasada fue mejor.
http://www.revistadelibros.com/resenas/la-vida-de-ruben-dario-escrita-por-el-mismo
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