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Repúblicas y republicanismo en la Europa moderna 

Fecha:
20/12/2017
Herrero Sánchez, Manuel (ed.), Repúblicas y republicanismo en la Europa moderna (siglos XV-XVIII), Prólogo de G. Levi, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2017, 611 págs., ISBN: 978-84-3750-761-3.

Visiblemente afectada por el impacto de la globalización, la historiografía europea de la Edad Moderna –y no sólo– se ha visto obligada a reconsiderar buena parte de los componentes fuertes que hasta hace poco venían sustentando el relato político de la propia modernidad. En ese ejercicio de revisión, el denominado Estado Moderno ha pasado a ocupar un lugar preferente, una centralidad que –conviene no perder de vista– venía abriéndose paso desde un momento anterior, incluso bastante anterior. La denominada crisis del Estado de derecho, con su apelación a las formas transestatales de soberanía, fue un lugar común dentro de la historiografía jurídico-política de los años treinta, en tanto que la década de los setenta –liderado por un sector de historiadores del derecho del sur europeo– conoció un ajuste de cuentas contra el presentismo que informaba la arquitectura conceptual de la criatura estatal. Un giro que ha ido de la mano con un proceso de historización y contextualización de los conceptos que se prosigue en nuestros días. La capacidad del Estado Moderno como herramienta analítica con la que armar el relato político de la modernidad queda puesta así en entredicho.

El libro que reseñamos se inscribe dentro de ese revisionismo de la forma estatal, reivindicando –dentro de ese proceso estatalizante– el papel jugado por Repúblicas y republicanismo en la Europa Moderna. Sustentado sobre dos proyectos de investigación y una serie de publicaciones previas, la sola nómina de colaboradores y la lectura de los bloques temáticos da idea de la envergadura de la empresa. Partiendo de cuestiones conceptuales sobre el lenguaje republicano (T. Maissen, D. Centenero, S. Martínez, U. Weeber), la encuesta prosigue con el esclarecimiento de las interrelaciones entre imperios y repúblicas (B. Maréchaux, R. Ben Yessef, A. Weststeijn, M. Herrero), ocupándose en los tres bloques siguientes de su irrupción en el ámbito de la diplomacia (T. Weller, A. Alloza, C. Bitossi, R. Sabbatini, M. Schnettger), del sentido del término tolerancia en algunos de esos escenarios (F. Rosu, I. Pérez) y, finalmente, de su crucial actividad comercial y financiera dentro de la primera globalización (N. Maillard, C. Taviani, L. Lo Basso, K. Kaps). En la imposibilidad de abordar con detalle esas aportaciones seguiremos básicamente el estudio introductorio de Manuel Herrero.

Consecuente con sus postulados, el punto de partida no admite muchas dudas: se trata de evitar que “las complejas realidades políticas de la Edad Moderna” vengan siendo contempladas desde “postulados simplificadores y más propios del Estado nación contemporáneo”. Existe sin embargo alguna diferencia en relación con el revisionismo anterior. Su horizonte no es exactamente el mismo. Entiéndase: no se debate tanto sobre la pertinencia misma del sintagma Estado Moderno cuanto de revisar el protagonismo de aquella forma política (las llamadas nuevas monarquías) que tradicionalmente ha venido monopolizando ese proceso desde fines del siglo XV. Otros actores deben de ser convocados. Prologuista y coordinador del libro lo advierten desde el primer momento: se trata de reivindicar un lugar al sol para las repúblicas, de “estudiar las formas republicanas de creación del estado”, formas minimizadas cuando no desatendidas en su importancia dentro de ese juego. El desagravio cuenta en este sentido con su línea de autocontención. No se trata de echarse en brazos de una lectura republicanista sobre la que, desde ciertos ámbitos historiográficos, intenta erigirse actualmente “una nueva genealogía de la modernidad”. El sentido de la operación es más complejo. Frente a ese tipo de “dualismos reduccionistas”, la mirada sobre las repúblicas intenta poner de manifiesto “la pluralidad de manifestaciones y la poliédrica naturaleza del estado Moderno”.

Urge antes que nada resituar la pieza maestra de esa construcción, denunciar la indiscriminada proyección sobre el pasado de los “criterios anacrónicos” del Estado nación, tal que el pretendido monopolio de la soberanía, su atributo por excelencia. La noción de una “soberanía compartida” entre repúblicas urbanas y monarquías se impone como dato sistémico, independientemente de que las primeras puedan reconocer alguna dependencia formal en relación con las segundas. Las fronteras en cualquier caso son “difusas”; la propia presencia de formas de vida, ideales y valores compartidos dificulta la posibilidad de establecer –soberanía de por medio– una “estricta separación” entre ambas. No se postula por ello que, alternativamente, los conceptos de república y republicanismo se ubiquen en un limbo de nitidez absoluta: sobre la primera pesa una polisemia conceptual que en cierto sentido la invalida, en tanto que el republicanismo tampoco se ve libre de un síndrome presentista derivado del seguidismo metodológico de los trabajos de Quentin Skinner o Philip Pettit, hijos en última instancia de un debate de ideas propio del momento político actual. La Escuela de Cambridge tampoco quedaría libre de culpas como impulsora de “un enfoque prevalentemente atlántico y anglosajón” de la efervescencia republicana, de la que John Pocock aparece como principal responsable. Su modelo de republicanismo “agrario, virtuoso y militarizado”, con su oposición radical entre virtud cívica y comercio, no debe contemplarse como la única vía republicana que hubiera recorrido la modernidad europea. De hecho, habría venido obstaculizando la percepción de otras dinámicas históricas, capaces de conformar una “narrativa alternativa” al republicanismo atlántico.

Se trata entonces de construir una propuesta articulada sobre “contornos menos delimitados y en permanente proceso de ósmosis”, interesada en subrayar las “analogías” antes que las “diferencias” entre los jugadores de ese tablero binario. Tanto de las que existen entre los polos contrapuestos como de las que de hecho operan dentro de los integrantes de cada familia. Esa línea abre nuevas expectativas, permite constatar la presencia de diferentes modelos de soberanía o el diverso papel jugado por las ciudades dentro de cada una de las “estructuras estatales”. El “análisis cruzado” abre la puerta a mestizajes apenas percibidos y a una lectura más compartida de los procesos de modernización política. Así, lejos de la interpretación habitual, el Sacro Imperio o la Monarquía Hispánica pueden ser contemplados como “estructuras esencialmente policéntricas” antes que rígidamente autoritarias, en tanto que la perspectiva de las repúblicas acusa una poco atendida “pluralidad de lenguajes”. Carece de sentido por lo mismo postular “la existencia de una pretendida internacional republicana contrapuesta a los sistemas monárquicos”. El paisaje es más complejo, su reconstrucción requiere incorporar “nuevos actores” y “nuevos espacios”.

Cobra entonces toda su importancia –en el ámbito continental– la presencia de un republicanismo “mercantil y oligárquico” capaz de conciliar intereses generales e intereses particulares, promotor de formidables innovaciones financieras y comerciales y, al mismo tiempo, de desenvolverse en estrecha “relación simbiótica” con el sistema monárquico. Lo que en cualquier caso estuvo lejos de asegurar un inmutable horizonte de estabilidad política. Hubo también una cierta reformulación de ese republicanismo, como lo prueba la irrupción en Holanda de un brote de republicanismo igualitario, defensor frente a los Orange de “los antiguos privilegios locales y corporativos” y “opuesto a cualquier forma de “soberanía absoluta”, fuese monárquica o republicana. Enfrentado a la resistencia de la oligarquía urbana el experimento implicaba un componente de inestabilidad creador y regenerador a la vez del sistema político, alimentando una tensión interna cuya dinámica el propio Maquiavelo había valorado positivamente. Formando parte de ese proceso de reinvención habría que incluir la consideración con la que pasaron a contemplarse las relaciones entre república y expansión territorial, acreditando –caso de Holanda– un “imperialismo territorial” que la historiografía ha venido considerando hasta hace poco como propio de “un universo mecánico, aristocrático y militarista”. Todo parece indicar sin embargo que el comportamiento republicano no anduvo muy lejos de ese mismo talante “agresivo e imperialista”. El visible ascendiente del republicanismo llegó a hacerse notar finalmente en el agitado universo político del equilibrio de poderes, donde su pretensión mediadora fue contemplada desde perspectivas contrapuestas por parte de los sistemas monárquicos: Francia e Inglaterra no vacilaron en denunciar la república holandesa como aspirante a “un nuevo tipo de monarquía universal”, en tanto que la Monarquía Hispana y el Imperio, por su “estructura política policéntrica”, no podían prescindir de sus servicios. La guerra de Sucesión marcaría en última instancia el alcance de esas pretensiones, independientemente de que su repliegue hacia una política de neutralidad activa no impidió que las repúblicas pudieran instalarse como referentes políticos en el imaginario de la Ilustración.

Comparado con el paisaje dibujado en 1973 por Y. Durand, Repúblicas y republicanismo en la Europa moderna supone un avance incuestionable, no exento sin embargo de una cierta falta de convergencia en relación con el planteamiento general del proyecto. Tal como se proclama, la complejidad de las realidades políticas de ese período exige que estas últimas sean pasadas previamente por un filtro de “desnacionalización” y “desesencialización”, pero la impresión es que esa exigencia metodológica no se cumple del todo. Así sucede con el propio Estado Moderno, una realidad que se da por constituida (al margen de mayores precisiones conceptuales). Se le requiere simplemente que en su apropiación de la modernidad política comparta protagonismo con otro compañero, con unas repúblicas convocadas para analizar su aportación en la construcción estatal. Se constata así la naturaleza poliédrica del constructo estatal, cuyos actores mayores comparten sin mayor problema “formas de vida, ideales y valores” e, incluso, la soberanía misma. No se profundiza sin embargo sobre las razones de esa promiscuidad. Llegados a ese punto quizás no hubiera venido mal alguna referencia al debate historiográfico que hemos aludido al principio. Sobre todo, porque ese debate puso de manifiesto que un correcto entendimiento del poliédrico orden estatal no podía prescindir de una mirada cuidadosa sobre la presencia y proyección de una cultura jurídico-política que, como la del ius commune, condicionó con su particular semántica el vocabulario de las realidades políticas emergentes. Y que, en última instancia, obliga a plantearse algunas preguntas sobre el significado de aquellos términos que, como la soberanía, que estuvieron en el centro de ese proceso.

Haciendo suya esas prevenciones el texto advierte desde las primeras líneas que en la Europa Moderna “ningún reino o república disfrutaba del tipo de soberanía plena e indivisible postulada por Bodin” y que, asimismo, “el respeto a las prerrogativas e inmunidades de los súbditos” legitimaba a estos últimos para rebelarse contra el monarca. Resulta difícil de aceptar no obstante que esa posibilidad sea asimilable a “un modelo de soberanía compartida y no absoluta que reposaba en las distintas entidades y corporaciones que conformaban la comunidad”. El hecho de que el monarca estuviese obligado a respetar las esferas jurisdiccionales de los otros poderes subordinados no implicaba tanto una situación de reparto de soberanía cuanto de aceptación de un orden jerárquico de cosas que se reconocía indisponible. Y del que emergían un conjunto de posiciones de poder presididas por la potestas superior del monarca. El poder soberano que emergía de ese escenario no se compartía, no era consecuencia de la presencia de unos poderes fundantes que así lo hubiesen causado. En su momento Vicens Vives denominó ese sistema como “monarquía preeminencial”, enfatizando la situación estratificada de poderes y la posición de vértice que ocupaba el monarca. Dada la connotación presentista con los supuestos que inspiran la actual gobernanza de un mundo global, la utilización del término de soberanía compartida merecería en cualquier caso alguna aclaración.

Ciertamente la ósmosis cultural que penetraba ese sistema tendía a minimizar las diferencias. Pero la insistencia en difuminar fronteras conceptuales –como las que existían entre monarquías y repúblicas urbanas– y atender a las analogías creo que no debe llevarnos a una homologación práctica del papel que jugaban cada uno de los sujetos políticos de ese universo. En ese sentido, y por mucha que fuese la promiscuidad sistémica, se hace difícil contemplar la Monarquía Hispánica como una monarquía de repúblicas urbanas. Dentro de ese cuerpo mayor la presencia de una diversidad de redes urbanas no reflejaba tanto un “alto grado de fragmentación de la soberanía” cuanto una jerarquía de poderes. Las ciudades tenían su importancia, pero conviene no conferirles una sobredosis de protagonismo dentro de la dinámica interna del sistema. Después de todo fueron éstas últimas y no las repúblicas las que terminaron por imponerse en el escenario político bajomedieval. Otras diferencias de fondo tampoco pueden pasarse por alto. Los centros urbanos podían aparecer poblados por repúblicos, pero una cosa eran las civitates sibi principes situadas fuera del estricto ámbito peninsular y otra la de aquellas corporaciones que habían visto la luz como criaturas de la Monarquía. La presencia de un genérico republicanismo no debe ocultar las diferencias sustanciales que mediaban entre el vivere civile noritaliano y la ciudadanía del regnum que proponía la neoescolástica iusnaturalista a partir de Vitoria.

La irrupción de la soberanía bodiniana, con la indivisibilidad y unidad como elementos fuertes, modificó ese estado de cosas, aunque no fuera ese el único cambio. Jugando las cartas en un contexto distinto al de Bodin –el de la conservación frente a la escisión confesional–, Botero redujo al mínimo el papel de la soberanía para concentrarse en los medios que sustentaban la propia materialidad del poder. En sus manos, la sofisticada arquitectura politique devenía simple oeconomica del reino en manos del monarca, cuya soberanía se ejercía en clave pastoral antes que propiamente soberanista. Y que no suponía ningún obstáculo a la hora de incorporar las propuestas prácticas que le llegaba de la razón de Estado (tacitismo, alianzas con protestantes, relaciones financieras con determinadas ciudades-estado). De otra parte, la propia constitución agregativa de la Monarquía tampoco era óbice para el despliegue de políticas de integración territorial, de acuerdo con la superioridad organizativa que Botero otorgaba a los reinos unidos. La eclosión de la patria en el lenguaje de comienzos del XVII y el plan unionista de Olivares ponen de manifiesto la voluntad de constituir una plataforma superior de soberanía por encima de las ciudades. El fracaso de esa tentativa impondrá en Castilla un ajuste en el que las ciudades culminaron un proceso de efectiva integración en el ámbito de la Monarquía. La solución castellana forma parte del fenómeno que conocemos como neoforalismo, una política de facticidad que si bien atenta a los poderes locales no dejaba de implementar al mismo tiempo una dinámica de ensayos administrativistas –razón de Estado de por medio– en el conjunto de la Monarquía. La forma en que se resolvió la revuelta napolitana de 1647 o la revuelta de Amberes en 1659 prueba, entre otros casos, la elasticidad de ese modelo.

Creo por ello que la influencia que se reconoce a los territorios extrapeninsulares y a determinadas ciudades-estado en la toma de decisiones, está lejos de convertir a la Monarquía en el garante de “las confederaciones urbanas y de los modelos políticos policéntricos y republicanos europeos, con los que, en gran medida, compartía una estructura política fuertemente descentralizada”. No menos discutible me parece asimismo la propuesta final de convertir esa “variada tipología de entramados urbanos” en “el principal espacio de negociación entre el monarca y sus súbditos”, conformando en definitiva algo que “podríamos definir como una Res Publica monárquica”. Da la impresión que el hecho de tener la mirada puesta en el trabajo de Pocock condiciona una especie de necesidad impostada por dotar de un ADN republicano a una parte del territorio político continental (sean repúblicas urbanas o monarquías), empeño que no deja de presentar sus aristas. En el proceso de transición hacia la modernidad pudo emerger un genérico republicanismo mercantil y oligárquico protagonizado por las Provincias Unidas que, si bien desenvolviéndose en un escenario global y exhibiendo una nueva tecnología mercantil y financiera del poder, continuaba compartiendo al propio tiempo los supuestos políticos procedentes del viejo orden corporativo. La aparición en la segunda mitad del XVII del republicanismo absolutista de los hermanos De la Court quiebra esa dinámica que, finalmente, no acabará por enraizarse. Si, como se nos advierte, el texto de los De la Court “no respondía al modelo político dominante en la Europa Moderna”, la posibilidad de un republicanismo continental alternativo al atlántico resulta entonces muy limitada.

Puestas así las cosas no carecería de sentido retomar las recientes consideraciones del propio Pocock a propósito de las diferencias de contexto y de narrativa que median en la construcción de uno y otro republicanismo. Y en las que se sugiere que las virtudes con las que se adorna al ciudadano en el retrato histórico de las Provincias Unidas se entenderían mejor en términos “burgueses” antes que en las correspondientes al ciudadano del mundo antiguo. Si la característica más relevante de ese discurso puede caracterizarse como “burgués”, quizás la mirada deba de dirigirse hacia otra fuente. Convendría entonces ponderar hasta qué punto la dinámica público/particular impuesta por el absolutismo francés (Koselleck, A. M. Battista) acabó sustituyendo al ciudadano virtuoso por el hombre práctico, posponiendo el ideal republicano para una reformulación posterior. Una dinámica que, por otra parte, tampoco estaba ausente en el escenario de la Monarquía de España, donde en 1684 Francisco Gutiérrez de los Ríos proponía El hombre práctico como modelo a seguir, sustentado sobre una interiorista razón de sí mismo que Baltasar Gracián había avanzado poco antes.

La agenda del republicanismo durante la Edad Moderna tiene, como se ve, algunas cuestiones por resolver. La hoja de ruta que aquí se nos ofrece constituye en cualquier caso un ineludible punto de partida a la hora de emprender esa tarea.

Acerca del autor:
Pablo Fernández Albaladejo
Cuadernos de Historia Moderna