Fecha:
01/06/2021
Fernández Sebastián, Javier, Historia conceptual en el Atlántico ibérico. Lenguajes, tiempos, revoluciones, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2021, 571p. ISBN: 978-84-375-0812-2. 24€
Este libro de Javier Fernández Sebastián es un tour de force, una síntesis teórica y metodológica de varias décadas de trabajo en torno a la historia de los conceptos. Se trata de una obra fundamental para comprender los cambios semánticos, sociales, culturales y políticos del siglo XIX. Está destinada a tres tipos de lectores: los historiadores de los conceptos, los contemporaneístas y otros humanistas y científicos sociales que incluyan en sus análisis la diacronía, y aquellos estudiantes o personas que busquen una inicia-ción profunda a los debates en torno al oficio de la historia y a los usos públicos del pasado.
Javier Fernández Sebastián ha sido el artífice ―no el único, pero sí el más determinante― de la creación en el ámbito iberoamericano de una escuela de historia de los conceptos, aglutinada en torno al grupo Iberconceptos. Se trata de la única «escuela», entendida en sus dimensiones disciplinares más amplias, que se ha configurado en las últimas décadas en la historiografía española. También el autor ha sido responsable de la introducción en nuestro ámbito historiográfico de la obra de autores como Koselleck o Gadamer.
La lectura de esta obra por parte de los contemporaneístas resulta primordial para desterrar ciertos errores de atribución que consideraban el interés por los conceptos como un campo historiográfico alejado de la «realidad» o de lo «social», incluso relacionado con el giro lingüístico y el posmodernismo. Por el contrario, la historia conceptual trata de superar los enconados debates entre lo lingüístico y lo social. Como señalara Koselleck, los conceptos interactúan con lo social al igual que lo social está involucrado con los significantes que emplea y debate cada sociedad en un contexto cambiante. Ante la actitud generalizada de rechazo a la teoría, el autor lo considera un «error, pues ninguna disciplina se sostiene si no se fundamenta en una reflexión teórica acerca de su propio estatuto como disciplina» (p. 17). La teoría aportaría una dirección al método, por lo tanto, ambas variables se complementarían necesariamente. El lenguaje no es solo un medio de transmisión de ideas, sino que es la forma de comunicarnos. Tamiza nuestra forma de experimentar el tiempo, relaciona las ideas con los acontecimientos.
El libro es altamente recomendable también para los estudiantes de historia que se propongan indagar en los perfiles teórico-críticos del oficio. Los dos primeros capítulos y el epílogo final suponen una vindicación de la Historia como disciplina plural, cuya función descansa en su capacidad para problematizar el pasado frente a los reduccionismos y los abusos de la historia.
La obra aborda las mutaciones que experimentaron los conceptos modernos en el horizonte iberoamericano, resaltando el papel de este espacio cultural y geográfico en el desarrollo de conceptos que tradicionalmente había sido desatendido por las lecturas de la modernidad «protestantes canónicas». Para el autor, el mundo ibérico-atlántico fue pionero en la articulación del liberalismo y de otros conceptos modernos. El marco cronológico se circunscribe a una etapa bisagra, entre las décadas finales del siglo XVIII y las iniciales del XIX, si bien sus ecos teórico-metodológicos alcanzan a la actualidad de los combates por la historia. Tanto en el plano espacial como en el temporal, el libro se enmarca en los giros epistemológicos del oficio: relaciones pasado-presente-futuro y rup-tura de la lógica nacional para abordar los procesos en clave transnacional.
Fernández Sebastián pretende problematizar la aparente «paradoja» de la modernidad, un tiempo volcado hacia el futuro pero que al mismo tiempo busca, construye y reelabora la tradición y el pasado. Para ello propone el empleo del sintagma «tradiciones electivas», que recoge los aspectos de las «tradiciones inventadas» de Hobsbawm y Ranger que han sobrevivido a las críticas del término en las últimas décadas con los valores y las funciones que tiene la tradición en los agentes históricos. Las tradiciones electivas acogerían los procesos de construcción de las mismas, pero también la función retrospectiva de los relatos en torno al pasado y lo tradicional. Esta fue una época de intensa reelaboración de relatos y ritos heredados en diálogo con las necesidades de los significantes del presente (p. 20). «Los predecesores son seleccionados como tales en función de las prioridades de quienes efectúan la selección, que se ven y se representan así mismo como sus epígonos, creando así identidades narrativas y pasados ad hoc para sus proyectados futuros». El interés histórico por los imaginarios en torno al pasado y a la conciencia histórica permite explicar múltiples aspectos políticos, sociales y culturales del Ochocientos.
Los dos primeros capítulos se presentan como una reflexión teórica en torno al oficio de historiador partiendo del interés por lo conceptual y por sus múltiples aplicaciones al campo de las Humanidades y de las Ciencias Sociales. El objetivo de la Historia, en un tiempo caracterizado por la presión de la memoria y del mito, sería «despresentificar» el pasado, aligerar de presente los relatos históricos, marcar diferencias entre el objeto de estudio y la sociedad a la que se pertenece. Esto que podríamos denominar ética del historiador alertaría sobre los usos del pasado en el presente o las tentativas de cambiar la realidad apoyándose en un pasado seleccionado para conseguir tales objetivos.
En línea con una tendencia generalizada de la historiografía académica mundial por señalar sus límites epistemológicos, Fernández Sebastián nos recuerda que las fuentes con las que trabajamos y han llegado hasta nosotros son mínimas en términos cualitativos y cuantitativos. En muchos casos a la selección que ha realizado el azaroso paso del tiempo se suma la selección que realiza el historiador ―especialmente el contemporaneísta, incapacitado para abordar la mastodóntica documentación―. Es decir, con ese resquicio mínimo de fuentes construimos un relato del pasado. A su vez, las fuentes adolecen de una desproporción de voces ―una inmensa mayoría de los agentes históricos no ha generado documentación directa―. De tal forma, el ideal rankeano de contar los hechos tal y como sucedieron no es válido para la historiografía de hoy. El pasado, además, no habla por sí mismo, sino que es el historiador el que habla por él, lo cual no pocas veces genera (p. 38) «la mala fe de quienes tratan de camuflar su sectarismo político tras la pantalla de una historia amañada». El papel contemporáneo del historiador sería el de desterrar de sesgos, apriorismos y distorsiones la imagen del pasado que tenemos en el presente.
La historia conceptual contribuye a ello recordándonos que analizamos los conceptos utilizados por los agentes históricos pasándolos por los utillajes del presente. El interés por el pasado surge y se ejerce desde el presente, de ahí la advertencia epistemológica por mantener una cierta distancia que evite anacronismos o malos usos de la historia. Para Fernández Sebastián, el gran reto del historiador hoy es combatir el «pre-sentismo antihistórico» disfrazado de falso historicismo en un tiempo de «seudohistoria». En definitiva, problematizar el pasado y evitar su conversión en mito justificativo de culturas políticas e identidades de hoy, presentismo que califica como un «narcisismo temporal» (p. 101). «De ahí que sea necesario reforzar la autoreflexibilidad de las ciencias sociales, lo que en nuestro caso implica la historización de las herramientas y las catego-rías analíticas que manejamos». Tal y como señalara Goethe, cada cierto tiempo había que reescribir la historia ―aunque no aparecieran fuentes novedosas― ya que las sociedades eran dinámicas y debían adaptar el relato del pasado a sus cambios.
Uno de los rasgos distintivos de la modernidad fue la diferenciación entre el presente y un tiempo anterior, cargado de una semántica negativa, de inferioridad. El extrañamiento del pasado lo convirtió a su vez en una fuente de legitimidades de los proyectos modernos: nuestra historia, nuestro grupo. Este mecanismo explicó el pasado como el camino conducente al ahora y proyecto de una escatología que explicaba los procesos históricos como un camino unidireccional e inevitable, y no el resultado de la contingencia. Comprender los procesos históricos supone tomar por válidas las diferentes concepciones en liza y no sólo atender al modelo triunfante.
El capítulo II trata de definir qué es un concepto en un sentido amplio e integrador. El objetivo de la historia conceptual sería «elucidar las experiencias y expectativas históricas de las gentes del pasado valiéndose de las huellas que tales vivencias han dejado en el lenguaje» (p. 57). Por su relación con la teoría histórica y con la historia de las ideas, ha sido abordada por filósofos como Oncina y por historiadores de las ideas como Palti o Zermeño. Indirectamente, esta manera de afrontar los significados que tenían los conceptos en su momento es una forma de evitar el anacronismo. La historia conceptual sería el método para distinguir el lenguaje de los historiadores del lenguaje de los historiados. Según el problema hermeneútico planteado por Gadamer en Verdad y Método, el historiador tendía a hacer que los agentes históricos pensaran y hablaran como él. Los conceptos son la cristalización de experiencias, expectativas y significados en torno a unas palabras, que comparten ciertos aspectos, pero son por definición plurales y cambiantes. No son puros, inmutables ni unidimensionales. Son agentes de cambio histórico al mismo tiempo que síntomas y expresiones de esos cambios, «la arquitectura argumental» de los discursos de su época.
A la caracterización de Koselleck de los conceptos modernos ―democratización, ideologización, politización y temporalización― Fernández Sebastián propone dos más: internacionalización ―o transnacionalización― y emocionalización ―de la que la nostalgia sería una de sus manifestaciones―, en alusión a las tendencias transnacionales y psi-cologicistas de las Ciencias Sociales. Entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX se forjó un nuevo «régimen de conceptualidad» y con él una nueva disciplina especializada en el pasado ―que impregnó a otras como la literatura, el derecho y la filosofía, convertidas en «historia de»― y un «régimen de historicidad» ―siguiendo la categoría de Hartog―, hasta el punto de convertir los relatos del pasado en sustento y fuente de legitimidad política. La modernidad desplegó una mirada estrábica hacia la temporalidad, con un ojo puesto en el futuro y el otro, en el pasado (p. 91). «Al interpretar el pasado a través del nuevo filtro conceptual, la representación y evaluación del mismo se transforma. Surge así un pasado ficticio, poblado de significados adulterados, postulados extemporáneos, puntos ciegos y realidades imaginarias». El cambio político moderno se alimentó de esas ilusiones de transferencia entre pasado y presente. En términos de Fernández Sebastián: de retroyección sistemática. El ideal de progreso marcó distancia con el pasado, lo descubrió y proyectó la comunidad en el tiempo, lo que provocó un doble proceso de historización y presentismo.
En el capítulo III, el autor sostiene que la irrupción de la historia conceptual fue posible gracias al desarrollo de una conciencia histórica crítica ―incluso una ontología profesional―, específicamente en el ámbito académico alemán. Se produjo lo que el autor identifica como una inflexión del historicismo sobre sí mismo (p. 111). El capítulo IV desarrolla el concepto de tradiciones selectivas y problematiza por un lado la noción de «invención de la tradición» ―aunque también reconoce su aportación en la consideración constructiva de los nacionalismos― y por otro, la capacidad de la modernidad para ge-nerar relatos del pasado simultáneos y electivos. La tradición no sería un legado generacional fijo sino el resultado de un diálogo, de una búsqueda de las sociedades de arraigo en convenciones y narrativas que se actualizan a cada contexto. Es la transmisión intergeneracional de elementos culturales en constante reconfiguración. Esto no niega la importancia de las ideas de tradición a la hora de fortalecer los imaginarios sociales y sustentar la cohesión social en una idea de continuidad y estabilidad en el tiempo. Fernández Sebastián incide en el carácter construido de las mismas a la vez que en su función determinante para las comunidades modernas. Por «tradiciones selectivas» se refiere no a unas herencias generacionales sino un «legado histórico imaginado y elaborado por el propio legatario» (p. 136). Cada cultura política se identificaría con determinadas nociones de tradición con el objeto de adaptarlas a sus necesidades de legitimidad. El culto a la tradición fue central para los procesos revolucionarios ―pese a su retórica adanista―, sobre todo a través del nacionalismo y del romanticismo, que sacralizaron el pasado y desarrollaron una intensa búsqueda y construcción de los «orígenes».
A partir del capítulo V el autor comienza a abordar la evolución de los conceptos en el espacio político iberoamericano como marcadores de las transformaciones. En este sentido destaca las aportaciones realizadas por el grupo internacional de Iberconceptos.
En los capítulos VI y VII sostiene el carácter pionero del mundo iberoamericano en la elaboración de conceptos liberales y modernos y en el cambio semántico acaecido entre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX, cuestionando, como apuntábamos antes, las lecturas de la modernidad que lo dejaban al margen. No hubo por tanto una «modernidad canónica» sino múltiples formas de afrontar la quiebra entre campo de experiencia y horizonte de expectativas. Las revoluciones aceleraron este proceso de transformación y las crisis generaron nuevos lenguajes para dar respuesta y a la vez acomodar una nueva «constitución lingüística» a una nueva comunidad política. La definición de los conceptos no ha sido ―ni es― unívoca ni hegemónica. Sus perfiles se fraguaron a partir de las tensiones o guerras culturales entre diferentes imaginarios políticos. Esto no nos debe llevar a equívoco y valorar los debates estrictamente desde el plano lingüístico. Como insiste la historia conceptual, el lenguaje tiene evidentes consecuencias sociales y políticas, es por un lado motor de los cambios, pero también expresión o huella de los mismos ―una de las críticas reaccionarias de la modernidad señalaba que era un hori-zonte abstracto y apenas retórico―. El autor recoge la cita de Unamuno en Reforma del castellano de 1901: «revolucionar la lengua es la más honda revolución que puede hacerse: sin ella, la revolución de las ideas no es más que aparente» (p. 252). La batalla por los conceptos se fraguó en la irrupción del espacio de la opinión pública, la publicación de periódicos, panfletos, revistas, constituciones, etc. En este sentido, cabe destacar el esquema de la evolución de los conceptos entre 1750 y 1850 que presenta el autor (pp. 256-257). El gráfico supone una síntesis expresiva de los cambios conceptuales que se operaron en el ámbito hispano en este período.
Los capítulos VIII, IX y X abordan los mitos, metáforas e imaginarios que configu-raron la política moderna. Estos tres elementos dieron sentido a la aceleración de la experiencia temporal y facilitaron la legitimidad de las nuevas instituciones. La política moderna, lejos de asentarse sobre un sustrato racional de matriz ilustrado, lo hizo sobre ritos, mitos, metáforas y símbolos, elementos que han contribuido a pensar la dimensión de religión civiles y/o políticas y abordar las transferencias de sacralidad del horizonte religioso al político. Para la Revolución Francesa contamos con los análisis imprescindibles de Mona Ozouf sobre las fiestas o de Albert Mathiez sobre los cultos revolucionarios ―que cuenta con dos excelentes traducciones al castellano y estudios introductorios realizados por Zira Box y Francisco Javier Román Solans―. Estos mitos e imaginarios, representados en símbolos y rituales, giraron en torno a conceptos diversos: libertad, revolución, nación, etc., que también se manifestaron, como vindicara Blumenberg, en metáforas ―lazos, cadenas, aurora, contrato, hermandad, etc. ―. Este conjunto de ima-ginarios culturales dieron sentido a las novedades, explicaron los cambios y los arraigaron a un hilo histórico selectivo. En este punto, Fernández Sebastián analiza en profundidad la metáfora del rey cautivo y el recurso a los pasajes bíblicos susceptibles de ser leídos como críticos a la monarquía ―de hecho, republicanos como Roque Barcia o Díaz y Pérez se autopresentaron como mesías de la revolución, profetas de la modernidad o misioneros de la transformación―.
Los capítulos XI y XII analizan en el espacio iberoamericano la propuesta interpretativa de Koselleck en torno a la experiencia de la aceleración y el descubrimiento del futuro. La aceleración sería uno de los rasgos distintivos del mundo moderno. Desde el principio generó un doble proceso de admiración ante la potencialidad de los cambios y de incertidumbres por su capacidad devastadora, ya que «dislocó los marcos de intelegibilidad social y la temporalización interna de los conceptos» (p. 402). Para el estudio de las inquietudes provocadas por la aceleración Fernández Sebastián se apoya en autores como Donoso Cortés, quien señaló en 1845 que cinco años de revolución equivalían a «cinco siglos de otro período». Por su parte, los revolucionarios construyeron sus propios relatos de exaltación del cambio.
Este tema está relacionado con el descubrimiento del futuro que también ha investigado Lucian Hölscher. La revolución, el positivismo o la idea de progreso concibieron el futuro como una nueva temporalidad en proyecto, en construcción, y no como una condición de la experiencia humana. Esto generó un régimen de historicidad específico basado en la confianza en el perfeccionamiento de la «civilización» en el futuro. El «siglo de la historia» fue también el «siglo del futuro». El autor explica que el término «porvenir» empezó a crecer exponencialmente en el corpus lingüístico español entre 1830 y 1845.
La obra concluye retomando las cuestiones epistemológicas y ontológicas planteadas en los primeros capítulos. Además de las aportaciones al campo de la historia conceptual y la interpretación de las transformaciones de la modernidad, que serán fundamentales para repensar la historiografía en las próximas décadas, el libro es una llamada a los historiadores a participar de los debates teóricos y a repensar el papel del oficio en el presente, tensionado por fuerzas nacionalistas, presentistas, etc. «Habrá que esforzarse por volver a dar relieve, color y matices al mundo plano, en blanco y negro, de aquellos falsarios que sólo se interesan por el ayer en la medida en que con sus materiales pueden forjar algún embuste aprovechable para sus afanes políticos, consistentes demasiado a menudo en la siembra de supremacismos y odios identitarios, cuando no en propiciar el desbordamiento de las pulsiones colectivas» (p. 492).
Javier Fernández Sebastián es catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco. Está especializado en historia conceptual, un enfoque que ha cultivado y liderado tanto en el ámbito nacional, como en el europeo e iberoamericano. Como tal, caben destacar, entre sus últimos libros Conceptos políticos, tiempo e historia: nuevos enfoques en historia conceptual (2013) (con Gonzalo Capellán); como director, el Diccionario político y social del mundo iberoame-ricano: conceptos políticos fundamentales, 1770-1870 (2014); y recientemente ha editado Tiempos de la Historia, tiempos del Derecho (2021) (con Javier Tajadura), y Metafóricas espacio-temporales para la Historia: enfoques teóricos historiográficos (2021) (con Faustino Oncina). Research fellow y profesor invitado en numerosas universidades europeas y americanas, es miembro del consejo de redacción de varias revistas y colecciones internacionales.