Fecha:
15/08/2014
Los hombres hacen la historia y la historia hace los hombres. Hay que comprender la naturaleza del franquismo, sus ideas, su política y su gente para entender la Segunda Restauración.
Hacer historia del franquismo puede parecer por una parte un imposible, por la pasión que la época despierta en nuestros políticos de medio siglo después, y por otra un deporte nacional, por la inmensa cantidad de títulos lanzados sobre aquellas décadas, desde los testimonios personales hasta los análisis ligados a una u otra escuela historiográfica, y a una u otra -reconocida o no- ideología o interpretación. Viejas querellas aparte, ya hace unos años (Eunsa, Pamplona, 2012) Álvaro Ferrary y Antonio Canellas coordinaron en El régimen de Franco. Unas perspectivas de análisis propusieron un elenco, sólo parcial, de cuestiones abiertas y de nuevas líneas de estudio para salir en parte al menos de los debates insolubles y envenenados que ya casi ni permiten la investigación científica. Desde luego, ellos y otros, de palabra y de obra, han demostrado suficientemente que ni la Universidad de Navarra, ni sus editoriales, ni la prelatura de la que depende responden ya a la vieja acusación de fidelidad al franquismo. Aunque postfranquistas y antifranquistas póstumos aún no se han querido enterar.
Pero no es sólo un asunto de historiadores. El franquismo, aunque es ya historia, necesita ser entendido también como régimen político -sus instituciones, sus fundamentos, y sus vaivenes, o no- y como visión del mundo -su filosofía, si la tuvo, o cuáles tuvo, y cuándo y por qué-, además de como relación "evenemencial" de acontecimientos relacionados, explicados y contextualizados. El acierto de Salvador Cayuela Sánchez en este Por la grandeza de la patria que publica FCE es, precisamente, que no es lo que podría parecer a primera vista: no es un libro de historia, o al menos no totalmente. El régimen fue mucho más que Francisco Franco y que los sucesos de la vida española de 1936 a 1977 (o del Día del Caudillo el 1 de octubre de 1936 a la Ley para a Reforma Política o a la Constitución de 1978, para ser precisos).
Tuvo, políticamente, unas instituciones que nacieron, crecieron, se institucionalizaron y vive. Un marco jurídico con el que sucedió lo mismo, y sucede. Una clase política que no nació de la nada, y eso necesita su explicación prosopográfica, que pasó por la experiencia traumática de la Guerra Civil, por una postguerra dura y marcada por la guerra mundial, un desarrollismo que la cambió. Y una sociedad que creció, mutó, maduró. Y lo cierto es que Franco y sus instituciones no vivieron en perpetua lucha contra la sociedad española. Esa dimensión social del franquismo, siendo además la sociedad de la que salió la renovación de la clase política, es el objeto de estudio de este acercamiento biopolítico de Salvador Cayuela. Violencia y miedo como en la vulgata antifranquista, sí, pero muchas más cosas, reconocidas incluso desde un antifranquismo póstumo no desmentido por el mismo autor. Franco convirtió su poder en régimen, su cosmovisión fue siempre suya y, manifiestamente, no fue fascista. Lo que hizo de España y su comprensión hoy hacen imprescindible salirnos de una vez de los caminos ya trillados, y explorar nuevas maneras de pensar aquella parte del pasado. Incluso si uno no está de acuerdo con las ideas de Cayuela o con sus conclusiones sacará mucho provecho de la lectura de este denso volumen.
Si sólo quisiésemos considerar la experiencia socialmente muy dura, pero en suma minoritaria, de la represión y el exilio de los primeros años del franquismo, sería quizás más rápido recurrir al Huyendo del fascismo de Juan Jesús González Ruiz, editado por Julián Olivares (Foca/Akal, Madrid, 2009); pero la verdad es que la perspectiva de Salvador Cayuela, con no ser obviamente imparcial, sí tiene más dimensiones científicas, no confunde exilio con emigración ni guerra con represión, y no se limita a una pequeña parte de la sociedad española, considerando sus tres dimensiones. En lo cultural, si nos interesase meramente la cultura social del franquismo, y más aún de su segundo hemistiquio, las ficciones exitosas para extender la felicidad sumisa, y la educación colectiva y de las elites en esa dirección, sería más inmediato el simpático, aunque ligeramente amargo, libro de Juan A. Ríos Carratalá Usted puede ser feliz. La felicidad en la cultura del franquismo (Planeta/Ariel, Barcelona, 2013). Pero, una vez más, la aproximación biopolítica de Cayuela va más allá.
¿Ministro? ¡Aunque sea de Marina!
¿Y al morir Franco, qué? La pregunta que toda España se hacía desde tres décadas antes tuvo una respuesta final para nada sorprendente. Del acomodaticio "cuando falte Franco, el Movimiento", se pasó con rapidez (y poca oposición) a un "cuando falte Franco, el Príncipe" (es decir, lo que Franco quiso). Rafael Borrás, con un apellido y raíces de editor que muchos recordamos -qué habría sido este país en los 70 y los 80 sin aquel "Espejo de España", que ahora sirve para recordarla- nos retrata en 2014 con Edhasa a Los interinos, es decir un anecdotario bien formado e informado de algunos de los ministros, no ministros, ex ministros y aspirantes a tales de esta Restauración borbónica.
El meollo de lo que Borrás cuenta es, además de ilustrativo, documentado y divertido, bastante explosivo. Y es que eso que llamamos Transición no deja de ser, sobre todo si uno lee su libro a continuación de una buena historia del franquismo, una continuación humana de una parte del anterior Régimen. Y sobre todo, biológicamente, de su minoría dirigente. Porque si José Solís o Torcuato Fernández-Miranda no han sido ministros en esta democracia podrían haberlo sido y tuvieron mucho que ver en su aparición. Y si José María de Areilza o Manuel Fraga no dirigieron el cambio de régimen no fue por su lealtad al mismo, sino porque otros nombres surgieron de la que ahora se ha dado en llamar la "casta". Y de la regia voluntad del sucesor designado del anterior Jefe del Estado. El poder embriaga, pero ser ministro es lo contrario de ser funcionario, una permanente precariedad, una interinidad deseable y codiciada.
Estos retratos que nos da Borràs son los de gentes tan distintas como Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate, Carlos Robles Piquer, José Solís, Leopoldo Calvo-Sotelo, Alfonso Osorio, Rodolfo Martín Villa, Adolfo Suárez, Fernando Abril Martorell, Francisco Fernández Ordóñez, Joaquín Garrigues Walker, Pío Cabanillas Gallas, Manuel Clavero Arévalo o Soledad Becerril, que pudieron ser ministros con Franco y la dictadura, que algunos o fueron, y quién sabe si lo habrían seguido siendo si se hubiese dado el caso. Y muchos más nombres. Quizá, viéndolo desde la raíz franquista de todo el régimen y no sólo de sus ministros lo más llamativo es ver cómo, en la práctica, Juan Carlos I ha manipulado a sus partidarios y a sus enemigos, no ha renunciado nunca ni a su voluntad, ni a su capricho ni a su interés y se ha servido de los servidores del Estado como si lo fuesen de su persona y de su dinastía. Más despiadadamente, aunque con otras formas, que su predecesor. La lista de borboneados, víctimas del egoísmo coronado, es más larga que la de víctimas políticas de Franco. En un sistema nacido del otro; y curiosamente sin disimulos. Lo mejor de Borrás es que cuenta historias, hace historia, cuanta su vida sin aburrir y la de los demás sin ofender pero sin callar. Bueno para encontrar una sonrisa cuando toca ver según qué traspiés de los políticos trepas de la generación ahora al abordaje, que de todo esto poco saben y nada entienden, salvo excepciones que a este lado del Ebro no entreveo.
Fuente: aquí
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