Fecha:
23/08/2014
Horripilante pesadilla después de una tórrida noche de copas. Me despertó el desgarrado aullido de terror que yo mismo había lanzado en el sueño. No recuerdo exactamente de qué iba -afortunadamente casi todo se esfumó en el microsegundo del despertar-, pero sí que me encontraba en un pub veraniego de horterez indescriptible, que un muñón sanguinolento ocupaba el lugar en el que había estado mi antebrazo izquierdo y que, algo más lejos, alguien con un aire a Francisco Marhuenda y ataviado con muceta de académico de la Historia, me sonreía con los dientes ensangrentados (entonces grité). Aunque, al contrario que los novelistas, uno nunca es responsable de los personajes de sus sueños, comprenderán que, después de semejante espanto, haya decidido cambiar radicalmente mis hábitos en lo que se refiere a la ingesta de alcohol. Y lo cierto es que llevo bastante tiempo buscando la bebida ideal, que, como decía Barthes, debería de ser rica en metonimias de toda clase. Mientras la encuentro me refugio en consejos de grandes bebedores: por ejemplo, en los que da el genial borrachuzo Kingsley Amis en ese libro imprescindible -y casi de cabecera para los aficionados al bebercio- que es Sobrebeber (Malpaso), donde recomienda para las resacas, más que el astringente y complejo bloody Mary, la mezcla de whisky y jengibre seco. Por lo demás, coincido con el autor de Lucky Jim (1954), unas de las mejores "novelas de campus" del siglo XX, en que el mejor cóctel del mundo es el dry martini (Mencken decía que era la única creación americana tan perfecta como el soneto), pero discrepo en su apreciación de la sangría, -esa antigua pócima española- que te permite beber la que quieras sin acabar desplomándote": los pedos de sangría pueden ser terribles, sobre todo porque uno no llega a controlarlos nunca. Hablando de pócimas alcohólicas, leo que Acantilado publicará en octubre La filosofía del vino, del húngaro Béla Hamvas (1897-1968), bibliotecario y pensador "metafísico" (en el sentido que dan al término los esotéricos seguidores de René Guénon), considerada por los buenos bebedores no solo una lectura esencial, sino una apología dionisiaca de los buenos momentos de la existencia. Pienso que, después de todo, quizás sea el vino la bebida que contiene todas las metonimias.
Tenis
Nunca he sido un forofo del tenis, de modo que cuando pienso en ese deporte que tanto fascina a los escritores, lo primero que me viene a la cabeza no es la apoteósica final de Wimbledon (2006) entre Federer y Nadal a la que David Foster Wallace se refirió en su artículo Federer as Religious Experience, recogido con otro título en su libro de ensayos En cuerpo y en lo otro (Mondadori); tampoco en el temprano artículo (1988) de Martin Amis sobre el tenis femenino (en Visitando a Mrs. Nabokov y otras excursiones, Anagrama); ni siquiera en el triunfante Santana de mi juventud, o en el espectáculo de los apoteósicos cabreos de McEnroe, o, mucho más cerca, en el juego cartesiano y estratégico de la Graf, en la oximorónica (perdonen la licencia) elegancia de Serena Williams o en las pundonorosas y sudadas victorias de Rafa Nadal. Por alguna razón que seguramente tiene que ver con el diván en el que me he tumbado dos veces por semana durante años, lo que primero me viene a la cabeza es una partida de tenis silenciosa y sin pelota: la que juegan unos mimos en la cancha del misterioso Maryon Park londinense, una escena que aparece en Blow Up (Antonioni, 1966), que, como se sabe, está basada en el relato "Las babas del diablo", uno de los más característicos de Cortázar. Tanto pesa en mi conciencia esa imagen prestada que hace bastantes años tomé un tren en Paddington y me bajé en Woolwich Dockyard para poder ver in situ ese lugar que tanto en la película como en la realidad (fui pronto, era otoño, cielo bajo, no había jugadores) se impone con ominosa presencia. Lo he recordado leyendo las pruebas de Open, mi historia, la autobiografía de André Agassi (Duomo, septiembre). En ella, el gran tenista armenio-estadounidense (Las Vegas, 1970) lo cuenta casi todo: éxitos, millones, matrimonios (Brooke Shields, Steffi Graf), divorcio, depresiones, derrotas y llantos (frente a Benjamin Becker), consumo de meta anfetaminas, etcétera; y lo cuenta tan bien y con tanta intensidad que uno no puede dejar de preguntarse cuánto ha puesto él en esta historia y cuánto el talento narrativo y el sentido dramático de su "negro", el escritor J. R. Moehirnger. Recomendable.
Franco
Vuelve (otra vez) Franco, cuando falta poco para que se cumplan 40 años de su más bien apacible fallecimiento en la cama (a pesar de las heces en melena y de la insufrible presencia del marqués de Villaverde), y sin más juicio o condena -al contrario que muchas de sus víctimas- que los de carácter moral, que siempre dependen de algo tan poco fiable y sujeto a mudanza como la interpretación histórica. Vuelve, a pesar de que algo de su legado sigue todavía ahí fuera, demostrando la timidez de la democracia para hacer justicia a los cientos de miles de personas que sufrieron el exilio, la cárcel, la duradera humillación de los aún vivos por no poder honrar cabalmente a los muertos porque ignoran su último paradero. Vuelve aunque solo desde las páginas de libros en que se estudia su vida y obra en el contexto en que se desarrollaron. Por ejemplo, en Por la grandeza de la patria. La biopolítica en la España de Franco (FCE), de Salvador Cayuela Sánchez, un ensayo en el que se analizan la articulación de los mecanismos de poder y las estrategias de legitimación del Estado surgido de la rebelión y la guerra contra el orden legítimo, y que acabó prolongándose en forma de régimen sucesivamente fascistoide, totalitario o autoritario durante casi cuarenta años. A la ingente bibliografía sobre el personaje y su época -que aumentará a medida que se aproxime el cuadragésimo aniversario de su muerte- se añadirán en la próxima rentrée tres nuevos títulos: los dos primeros (septiembre) son la biografía "definitiva" Franco (Espasa), escrita en colaboración por Stanley Payne (¿recuerdan cuando publicaba en Ruedo Ibérico, mucho antes de que le diera por avalar al eximio Pío Moa?) y el periodista Jesús Palacios, con el que ya había publicado Franco, mi padre (La Esfera de los Libros); y el polémico (antes de haberse publicado en español ya ha suscitado opiniones encontradas de varios intelectuales españoles) La cripta de Franco (Ariel), de Jeremy Treglown, un intento de situar la cultura española de la época de Franco (y de después) más allá de la querella de la "memoria histórica". Por último, en noviembre se publicará El final de la guerra, de Paul Preston (Debate), -el hispanista más prestigioso de la actualidad- (¡caramba!), centrado en la tragedia humanitaria de la primavera de 1939 y en sus tres grandes protagonistas: Julián Negrín, que "trató de evitar la catástrofe"; Julián Besteiro, que "actuó con ingenuidad culpable", y Saturnino Casado, cuyo comportamiento fue "cínico, egoísta y arrogante"; lo cierto es que, leyendo los paratextos editoriales tengo cierta sensación de déjà vu.
Fuente: aquí
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