Fecha:
30/01/2023
En noviembre de 1849 llegó al puerto del Callao, tras una difícil travesía desde Le Havre, Aline Gauguin -hija de la célebre feminista y luchadora Flora Tristán, y del fiero impresor André Chazal- con sus dos pequeños hijos, Marie, de poco más de dos años, y Paul, de apenas 16 meses, futuro genio de la pintura postimpresionista. El marido de Aline, el periodista antimonárquico Clovis Gauguin, había muerto en alta mar, cuando se dirigía con su familia al exilio peruano.
La joven viuda de 23 años y sus hijos fueron acogidos en Lima durante más de un lustro por su poderosa familia materna, los Tristán, uno de cuyos parientes estaba a punto de asumir la presidencia de la República. Aline fue aficionada desde entonces al arte precolombino, que dejaría honda huella en el pequeño Paul, quien aprendió a hablar en español y vivió su primera infancia lleno de mimos en la capital del Perú. Sobre la atribulada existencia de Aline, la conocida escritora y periodista Fietta Jarque (Lima, 1956) ha publicado una novela biográfica, Madame Gauguin (Lima-Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2022), de recomendable lectura. Aquí, un pequeño fragmento.
En su Necesidad de acoger bien a las mujeres extranjeras, Flora distingue tres categorías de mujeres que llegan a encontrarse en esta situación: las ricas y distinguidas que emprenden viajes con el fin de instruirse y divertirse, las mujeres que viajan por razones de negocios personales y las más desgraciadas e ingenuas, las que viajan al extranjero para huir de alguna tragedia. Aline siempre había querido pertenecer a la primera categoría, por eso, cuando la situación política en París se volvió en contra y Clovis, desesperado, buscaba una salida, ella le propuso ir al Perú, esa joven república lejana, ese país liberal en el que los mecanismos de la democracia todavía estaban en construcción. Le contó de la influencia de su familia en la vida política y eso entusiasmó más a Clovis que la promesa de un tesoro. Era una huida hacia delante, con la promesa de un nuevo mundo y una sociedad virgen necesitada de ideas modernas. Clovis había paladeado el sabor del poder y no se sentía capaz de renunciar a esas mieles. Así es que partieron entusiasmados de Francia, con prisas, aunque Aline lo hizo con la sensación de pertenecer al grupo de distinguidas y ricas señoras que viajan con su familia y también al de las que lo hacen por negocios personales. Pero, ¡ay!, desembarcó en el Callao como las del tercer grupo: extranjera, sola, fugitiva y desgraciada.
Qué mal nos persigue, pensaba Aline. Su hija Marie tenía casi la edad en la que Flora perdió a su padre. El abuelo Mariano vivió más años en los sueños y los recuerdos de su viuda y su huérfana que los que pasó en la tierra. Ella misma no conoció a su padre hasta que tuvo diez años. Y ojalá no lo hubiera conocido jamás. Ese monstruo. Ese monstruo herido y salvaje. Odio y compasión. Y Clovis. El tierno e iracundo Clovis. No fueron unos años fáciles de matrimonio, pero su rápido fin los ha transformado en un baúl del que tranquilamente se extraen imágenes, palabras, recuerdos y reflexiones. Flora denostaba el matrimonio, la dependencia patriarcal. Flora habría envidiado su pronta viudez. Su libertad, su independencia. Flora, en su situación, habría alcanzado sus sueños. Habría sido presidenta, mariscala y defensora de un nuevo orden social. Habría dominado con su furor y sus visiones de un mundo más justo. Habría hecho historia, estaba segura. Pero Aline, no. Ella no había nacido para tan altos fines. «Para saber a dónde vamos, hay que saber primero quiénes somos y de dónde venimos», le decía con frecuencia Flora a Aline. Ella pensaba que era mejor para sus hijos que ignoraran su procedencia. Sería mejor ocultarles el pasado. Que ignoraran en lo posible todo lo relacionado con los desvaríos de su abuela, los crímenes de su abuelo, los sufrimientos y dramas de su propia niñez. Ella sabía de dónde venía, quién era, y no le gustaba nada. ¿A dónde se dirigía? ¿Qué sería en el futuro de ella y de los niños? Allí estaban los tres, lejos de todo, para averiguarlo.
Reeevolución caliente,
música para los dientes.
Azúcar, clavo y canela,
pa’ rechinar la muela...
A lo largo de todo el día se oían los pregones y reclamos de los vendedores que llevaban día a día, de casa en casa, todos sus productos. Desde el amanecer desfilaban por las calles el lechero con sus mulas balanceándose al ritmo del líquido de sus cántaros, el panadero con su bocina, el aguatero, la pescadera y la tamalera, el afilador de cuchillos con su flautilla inconfundible, el frutero, en fin, un interminable trasiego. Las puertas falsas de las residencias se abrían y cerraban o simplemente se dejaban entreabiertas para que asomaran las caseras habituales con los encargos. El último que rondaba por las calles después del anochecer, vendía unas galletitas con granitos de anís, algo duras pero muy sabrosas llamadas revolución caliente. Se alumbraba con una linterna y llevaba colgado al hombro un fardo lleno de paquetitos de galletas en cucuruchos de papel que mantenía tibios con el calor de la lámpara. A Celinda le encantaban estas golosinas y Faustino, el vendedor, gritaba con insistencia su canto airoso y libertario cuando pasaba delante de la casa de los Tristán, retrasando el paso para darle tiempo a la sirvienta de escapar hasta la puerta y comprarle un paquetito o dos, más su yapa. A los niños les encantaba y la señora Aline le daba a Celinda unas monedas para que se los comprara de tarde en tarde. Pero esta noche Celinda no salió ni para decirle al pregonero que siguiera su camino. En cambio, el robusto indio vio salir de casa dos figuras oscuras que, al verse sorprendidas por la luz de su lámpara, se cubrieron con mayor cuidado para no ser reconocidas. A Faustino no le llamó la atención. En sus recorridos de más de diez años había visto a muchas tapadas salir de sus casas en busca de aventuras nocturnas. Es más, esa era una de las razones por las que disfrutaba de su trabajo vagabundo y en más de una ocasión había podido socorrer a alguna dama tan osada como ingenua que se había visto en aprietos al coquetear con hombres de escasos escrúpulos.
Las tapadas salían a estas horas y pululaban por las calles mezclándose con los paseantes que, a su vez, esperaban este tipo de encuentros fortuitos y misteriosos. Estas mujeres iban vestidas con la saya -la falda finamente plisada que ciñe de forma provocativa las formas de su cuerpo- y cubiertos los hombros y la cabeza con el manto, dejando a la vista solo un ojo en el que concentra toda la fuerza de su mirada. Una indumentaria que las igualaba para no ser reconocidas, pero que a la vez les daba total independencia para actuar individualmente. Catita llevaba a Aline a su primera salida como tapada. Aline conocía esta práctica gracias al libro de su madre, en el que se refería a estas mujeres con admiración por su ejercicio de la libertad, mucho más abierta que la que se estilaba en Europa. Solo que Aline, aunque estuviera hablando el castellano con facilidad, tenía un inconfundible acento francés que la delataba a la primera. Así es que advirtió a su amiga que, al menos esta vez, iría solo de comparsa.
Pero lo que la delataba no era solo el idioma. Aline pudo ver que el comportamiento de estas mujeres respondía a una serie de convenciones, gestos y actitudes que tardaría bastante en dominar. Para empezar, al ir tapadas, las limeñas se movían con una gracia y ligereza distintas a las que había observado hasta ahora en los pocos meses de vida social que llevaba desde que llegó. Quizá porque el cómodo calzado, unos zapatitos de raso bordado, parecía ponerle alas a los piececillos de estas damas y porque el disfraz las convertía en actrices, en hadas casi voladoras o sensuales diosas paganas. Catita ya la había iniciado en el arte de ajustar el manto a la cintura y cubrirse el rostro. Había que hacerlo con modosidad e intención. Aline practicó ante el espejo dejando aflorar una oculta voluptuosidad que aún desconocía de sí misma. Había heredado los grandes ojos oscuros y las largas pestañas rizadas de su madre, así es que el efecto que producía al dejar uno de ellos enmarcado por la suave seda del manto era arrebatador. Su amiga era de las que llevaban siempre el antebrazo derecho -con el que se sujeta el manto- lleno de pulseras y los dedos repletos de sortijas porque, pese al anonimato del atuendo, había que marcar las diferencias de clase. Aline no tenía muchas joyas, pero la blancura de su piel era para muchos la virtud más apreciada.
Salieron de la calle de Gallos y se dirigieron hacia la Plaza Mayor, a unas cinco cuadras de allí. Los portales bullían de gente y el paseo que rodea la fuente estaba lleno de corrillos en los que todos discutían o se movían mirando mucho a los demás. Eran días agitados, los previos a las primeras elecciones presidenciales que podían celebrarse con campañas de propaganda. Los favoritos eran el general José Rufino Echenique -yerno de don Pío Tristán, marido de Victoria, organizador de un Club Conservador que lo apoyaba en su único afán de hacer prevalecer y cumplir la Constitución-; el negociante y candidato del Club Progresista -el primer partido político peruano- Domingo Elías, y el expresidente general Manuel Vivanco -tan presuntuoso como valiente-, aparte del propio general Ramón Castilla, presidente que se presentó a la reelección. Aline iba más atemorizada e insegura que garbosa y coqueta, sujeta al brazo de su amiga. Catita se sentía obligada, por tanto, a mostrar mayor dominio de la situación que de costumbre. Era una lección de «limeñismo». Se acercaron a una vendedora de mixturas y mientras acercaban los ramitos olorosos a su rostro velado, tres jóvenes galantes las rodearon soltándoles piropos que Catita emparó y devolvió con el mismo impulso. Se zafaron de ellos y siguieron dando vueltas por la plaza, una y otra vez abordadas por hombres de todo tipo, cruzándose además con no pocas tapadas que andaban en la misma danza.