Fecha:
12/10/2014
La obra que ha dado tratamiento de estrella al economista Thomas Piketty llega a las librerías en España. Aquí ofrecemos un capítulo que concentra su tesis de que la meritocracia es un mito frente a la concentración extrema de la riqueza.
Publicada en 1835, El pobre Goriot es una de las novelas más célebres de Balzac. Se trata, sin duda, de la expresión literaria más exitosa de la estructura de la desigualdad en la sociedad del siglo XIX, y del papel central desempeñado por la herencia y el patrimonio.
La trama de El pobre Goriot es diáfana: antiguo obrero en una fábrica de fideos, el padre Goriot hizo fortuna con las pastas y los granos durante el periodo revolucionario y napoleónico. Tras enviudar, lo sacrificó todo para casar a sus hijas, Delphine y Anastasie, en la mejor sociedad parisina de los años 1810-1820. Conservó justo lo necesario para alojarse y alimentarse en una mugrienta pensión, en la que conoció a Eugène de Rastignac, joven noble sin dinero que llegaba de su provincia para estudiar derecho en París. Lleno de ambición, herido por su pobreza, Eugène intenta, gracias a una prima lejana, entrar en los salones encopetados en los que se codeaban la aristocracia, la gran burguesía y las altas finanzas de la Restauración. No tarda en enamorarse de Delphine, abandonada por su esposo, el barón de Nucingen, un banquero que había utilizado la dote de su esposa en múltiples especulaciones. Rastignac pierde pronto sus ilusiones al descubrir el cinismo de una sociedad corrompida por el dinero. Descubre con espanto la manera en que el padre Goriot es abandonado por sus hijas, quienes se avergüenzan de él y ya casi no lo ven desde que cobraran su fortuna, muy preocupadas por su propio éxito en el mundo. El viejo muere en la miseria sórdida y en soledad. Solo Rastignac va a su entierro. Sin embargo, al salir del cementerio de Père-Lachaise, subyugado por la visión de las riquezas de París expuestas a lo lejos y a lo largo del Sena, decide lanzarse a la conquista de la capital: «¡Nos toca a nosotros ahora!». Su educación sentimental y social había concluido; en lo sucesivo él también sería despiadado.
EL MOMENTO MÁS SOMBRÍO de la novela, aquel en el que las alternativas sociales y morales a las que se enfrenta Rastignac se expresan con más claridad y crudeza, es el discurso de Vautrin, situado hacia la mitad del relato. Vautrin, también residente de la sórdida pensión Vauquer, es un ser turbio, buen conversador y seductor que disimula su oscuro pasado de presidiario, al estilo de Edmond Dantès en El conde de Montecristo o de un Jean Valjean en Los miserables. Sin embargo, contrariamente a esos dos personajes (a fin de cuentas positivos), Vautrin es profundamente malo y cínico. Intenta arrastrar a Rastignac al homicidio para apoderarse de una herencia. Antes de eso, pronuncia un discurso muy preciso y aterrador sobre los diferentes destinos, las distintas vidas a las que podía optar un joven como él en la sociedad francesa de la época.
En sustancia, Vautrin explica a Rastignac que el éxito social por medio de los estudios, el mérito y el trabajo es una ilusión. Le presenta una visión detallada de las diferentes carreras posibles si prosigue sus estudios, por ejemplo, en derecho o medicina, ámbitos por excelencia en los que reinaba en principio una lógica de competencia profesional y no una de fortuna heredada.
En particular, Vautrin indica con mucha precisión a Rastignac los niveles de ingresos anuales a los que entonces podría acceder. La conclusión es definitiva: aun formando parte de los graduados en derecho con más méritos entre todos los jóvenes de París, aun logrando la más brillante y fulgurante de las carreras jurídicas, lo que le exigiría muchos compromisos, tendría que contentarse con ingresos mediocres y renunciar a la verdadera holgura:
A eso de los treinta años, será juez y ganará mil doscientos francos anuales si aún no ha colgado la toga. Al llegar a los cuarenta, se casará con la hija de un molinero, que tendrá unos seis mil francos de renta. Gracias. Tenga padrinos y será procurador real a los treinta, con un sueldo de mil escudos, y se casará con la hija del alcalde. Si comete cualquiera de esas bajezas menudas de la política, […] será a los cuarenta fiscal general y podrá llegar a diputado […]. Tengo el honor de llamar su atención además sobre el hecho de que sólo hay veinte fiscales generales en Francia y son ustedes veinte mil aspirantes al cargo, entre los cuales hay, de propina, graciosos que venderían a su familia para adelantar una muesca más. Si ese oficio lo asquea, veamos otra cosa. ¿Quiere el barón de Rastignac ser abogado? ¡Ah, precioso! Hay que padecer diez años, gastar mil francos al mes, tener una biblioteca, un bufete, hacer vida social, besarle la toga a un procurador para tener pleitos, barrer con la lengua el Palacio de Justicia. Si ese oficio llevara a algo, no me parecería mal; pero encuéntreme en París cinco abogados que, a los 50 años, ganen más de cincuenta mil francos al año».
En comparación, la estrategia de ascenso social que Vautrin propone a Rastignac es mucho más eficaz. Al desposar a la señorita Victorine, joven discreta que vive en la pensión y que no tiene ojos más que para el bello Eugène, de inmediato se apoderaría de un patrimonio de un millón de francos. Esto le permitiría gozar, con apenas 20 años, de una renta anual de 50.000 francos (alrededor de 5% del capital) y alcanzar en el acto un nivel de holgura 10 veces superior a lo que le produciría años más tarde el sueldo de un procurador del rey (y tan elevado como lo que ganaban a los 50 años los pocos abogados parisinos más prósperos de la época, tras años de esfuerzos y de intrigas).
La conclusión era evidente: habría que desposar, sin dudarlo, a Victorine y pasar por alto el hecho de que no era ni muy bella ni muy seductora. Eugène escucha con avidez hasta el golpe de gracia final: para que la joven, ilegítima, sea por fin reconocida por su rico progenitor y se convierta efectivamente en heredera del millón de francos del que habla Vautrin, antes hay que asesinar a su hermano, a lo cual el antiguo presidiario está dispuesto a cambio de una comisión. Demasiado para Rastignac: es, desde luego, muy receptivo a los argumentos de Vautrin sobre los méritos de la herencia comparada con los estudios, pero no hasta el punto de cometer un asesinato.
La pregunta central: ¿trabajo o herencia? Lo más espantoso, en el discurso de Vautrin, es la exactitud de las cifras y del marco social descrito. Como veremos más adelante, tomando en cuenta la estructura de los ingresos y la riqueza vigentes en la Francia decimonónica, los niveles de vida que era posible alcanzar accediendo a las cimas de la jerarquía de las riquezas heredadas son, en efecto, mucho más elevados que los ingresos correspondientes a las cimas de la jerarquía de los ingresos por trabajo. En esas condiciones, para qué trabajar y, además, simplemente para qué tener un comportamiento moral: ya que la desigualdad social en su conjunto es inmoral e injustificada, ¿por qué no llegar al extremo de la inmoralidad, apropiándose de un capital por cualquier medio?
¿Qué importancia puede tener el detalle de las cifras (que en este caso son muy realistas)? El hecho central es que en la Francia de principios del siglo XIX, como, por otra parte, en la de la Belle Époque, el trabajo y los estudios no permitían alcanzar la misma holgura que la herencia y los ingresos de un patrimonio. Esta realidad es tan evidente, tan cautivadora para todos, que Balzac no necesitaba, para convencer a nadie, de estadísticas representativas de deciles o percentiles cuidadosamente definidos. También se advierte esta misma realidad en el Reino Unido de los siglos XVIII y XIX. Para los héroes de Jane Austen, la cuestión del trabajo ni siquiera se planteaba: solo contaba el nivel del patrimonio del que se disponía, por herencia o por matrimonio. Sucedía lo mismo, de manera más general, en todas las sociedades hasta la primera guerra mundial, verdadero suicidio de las sociedades patrimoniales. (...)
DESDE LUEGO, la desigualdad en los ingresos del trabajo distaba de ser siempre justa, y sería excesivo reducir la cuestión de la justicia social a la de la importancia relativa de los ingresos del trabajo frente a los ingresos heredados. Sin embargo, la creencia de que las desigualdades se basan más en el trabajo y el mérito individual, o por lo menos la esperanza de semejante transformación, es constitutiva de nuestra modernidad democrática. De hecho veremos que, en cierta medida, el discurso de Vautrin dejó de ser verdadero en las sociedades europeas a lo largo del siglo XX, por lo menos provisionalmente.
Durante las décadas de la posguerra, la herencia se reducía a poca cosa en comparación con lo que ocurría en el pasado, y tal vez por primera vez en la historia el trabajo y los estudios se convertían en el camino más seguro a la cima. En este inicio del siglo XXI, aun cuando hayan resurgido todo tipo de desigualdades y se hayan debilitado muchas certezas en materia de progreso social y democrático, la impresión difundida y dominante sigue siendo que el mundo cambió radicalmente desde el discurso de Vautrin. ¿Quién aconsejaría hoy a un joven estudiante de derecho abandonar sus estudios y seguir la misma estrategia de ascenso social que la sugerida por el antiguo presidiario? Probablemente existan casos aislados en los que acceder a una herencia siga siendo la mejor estrategia; sin embargo, ¿acaso no es más rentable, y no solo más moral, apostar por los estudios, el trabajo y el éxito profesional en la inmensa mayoría de los casos?
Estas son, pues, las dos preguntas a las que nos lleva el discurso de Vautrin y a las que intentaremos dar respuesta en los próximos capítulos con los datos -imperfectos- a nuestro alcance. Primeramente: ¿estamos seguros de que la estructura de los ingresos del trabajo y de los ingresos heredados se transformó desde la época de Vautrin? ¿En qué proporción? En un segundo momento, y aún más importante, suponiendo que al menos parcialmente se haya dado semejante transformación: ¿por qué exactamente ocurrió esta y acaso podría revertirse?
Desigualdad con respecto al trabajo, desigualdad con respecto al capital. Para poder dar respuesta a esas preguntas, primero debemos familiarizarnos con las nociones en juego y con las principales regularidades que caracterizan a las desigualdades en los ingresos del trabajo y del capital que han estado en vigor en diferentes sociedades y en diferentes épocas. En la primera parte vimos que el ingreso podía analizarse siempre como la suma de los ingresos del trabajo y del capital. Los ingresos del trabajo incluyen principalmente los sueldos y salarios. Con el objetivo de simplificar la exposición, hablaremos en ocasiones de la desigualdad en los salarios para indicar la de los ingresos del trabajo. En realidad, para ser totalmente exactos, los ingresos del trabajo incluyen también a los no asalariados, que durante mucho tiempo desempeñaron un papel esencial y que hoy en día siguen teniendo una función nada despreciable. Por su parte, los ingresos del capital toman varias formas: reúnen el conjunto de los ingresos recibidos a título de la propiedad del capital, independientemente de cualquier trabajo y cualquiera que sea su título jurídico formal (rentas, dividendos, intereses, regalías, beneficios, plusvalías, etcétera).
Por definición, en cualquier sociedad, la desigualdad en los ingresos resulta de la suma de estos dos componentes: por una parte, la desigualdad en los ingresos del trabajo y, por otra, la desigualdad en los ingresos del capital. Cuanto más desigualmente está distribuido cada uno de estos dos componentes, mayor es la desigualdad total. En abstracto, sería muy posible imaginar sociedades en las que la desigualdad ante el trabajo fuera muy elevada mientras que la existente ante el capital fuera mucho menor; otras sociedades en las que sucediera lo inverso, y, por último, sociedades en las que los dos componentes fueran muy desiguales o, por el contrario, muy igualitarios.
El tercer factor determinante es el vínculo entre esas dos dimensiones: ¿en qué medida las personas que disponen de un elevado ingreso del trabajo también son las que tienen un elevado ingreso del capital? Cuanto más grande es el vínculo -técnicamente: la correlación estadística-, más grande es la desigualdad total, manteniendo todo lo demás constante. En la práctica, a menudo la correlación entre las dos dimensiones es baja o negativa en las sociedades con una desigualdad elevada ante el capital, lo que permite a los dueños no trabajar (por ejemplo, los héroes de Jane Austen elegían muy a menudo no tener profesión). ¿Qué sucede hoy y qué sucederá en el siglo por venir?
También hay que señalar que la desigualdad en los ingresos del capital puede ser más fuerte que la del propio capital, si los poseedores de riquezas importantes logran obtener un rendimiento promedio más elevado que los que tienen patrimonios medios y modestos. Veremos que este mecanismo puede ser un poderoso amplificador de la desigualdad, en particular en el siglo que empieza. En el caso simple en el que la tasa de rendimiento promedio sea la misma para los patrimonios de distintos tamaños, entonces por definición las dos desigualdades coincidirán.
CUANDO SE ANALIZA la desigualdad en la distribución de los ingresos, es indispensable distinguir cuidadosamente esas diferentes dimensiones y componentes, primero por razones normativas y morales (la cuestión de la justificación de la desigualdad se plantea de manera muy diferente con respecto a los ingresos del trabajo, la herencia y los rendimientos del capital), y luego porque los mecanismos económicos, sociales y políticos susceptibles de dar cuenta de las evoluciones observadas son totalmente distintos. En lo relativo a la desigualdad en los ingresos del trabajo, los mecanismos operantes incluyen sobre todo la oferta y la demanda de calificaciones, el estado del sistema educativo y las diferentes reglas e instituciones que afectan el funcionamiento del mercado laboral y la formación de los sueldos y salarios. En lo tocante a la desigualdad en los ingresos del capital, los procesos más importantes son los comportamientos del ahorro y la inversión, las reglas de transmisiones y sucesiones, y el funcionamiento de los mercados inmobiliarios y financieros.
Muy a menudo, las mediciones estadísticas de la desigualdad en los ingresos, utilizadas por los economistas y en el debate público, son indicadores sintéticos -como el índice de Gini- que mezclan aspectos muy diferentes (tales como la desigualdad ante el trabajo y el capital, de tal manera que es imposible separar claramente los diferentes mecanismos en acción y las múltiples dimensiones de las desigualdades. Por el contrario, aquí intentaremos distinguirlas con tanta precisión como sea posible.
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