Fecha:
25/04/2015
Thomas Piketty no está solo: antes de que saliera su libro ya había un gran número de expertos que avisaban de los peligros de la desigualdad.
La amenaza no consiste tanto en que haya empleos precarios como que el precariado se haga crónico. Quienes viven en esa situación tienen la esperanza de que la suma de trabajos con derechos restringidos, inestables y mal pagados supone un primer escalón necesario para subir al siguiente. Pero ya hay expertos que advierten de que el precariado constituye un grupo laboral ‘estable’, valga la ironía. Uno de esos especialistas es el inglés Guy Standing, que acaba de publicar
‘Precariado. Una carta de derechos’ (Ed. Capitán Swing). Standing aconseja a quien pensaba que el trabajo en malas condiciones se concentraría en el Tercer Mundo, para que Occidente viviera cómodamente, que vaya cambiando de opinión. Todavía hay enormes diferencias entre los trabajadores de Bangladesh y los bangladeshíes que trabajan en Birmingham. Pero, aun así, la ola precaria está llegando a todo el planeta como si fuera el espectro más aterrador.
Standing plantea en su libro el establecimiento de medidas para que este proceso no sea irreversible. Medidas que pasan por la instauración de una renta básica que evite la pérdida masiva de dignidad. Pero tanto o más interesante que esas recetas es la caracterización del autor de los precarios, que ya definió en un libro anterior, ‘El precariado. Una nueva clase social’ (Ed. Pasado y Presente, 2013). El precario suele tener una formación más alta de lo que requiere su empleo, lo que supone una novedad histórica.
A lo largo de su vida laboral tendrá que aprender y reaprender una cantidad también inédita de competencias comunicativas, emocionales y sociales. Alternará trabajos de distintos tipos y empleará un tiempo considerable en buscar ocupaciones laborales, en relacionarse con la burocracia, en hacer colas, en rellenar impresos, etc. En los países anglosajones, los precarios recibirán sólo el sueldo en dinero, sin compensaciones en fondos de pensiones o en prestaciones sanitarias, algo que se había convertido en una costumbre –casi un derecho– en esas latitudes. Y su identidad será negativa e incómoda: algo con lo que nadie se quiere identificar, al contrario de lo que ocurría con la clase obrera, organizada por sindicatos, que por cierto no representan a esta nueva infraclase.
En los países de la OCDE y en las economías emergentes hay más personas que nunca trabajando, pero en empleos de baja calidad. En el precariado convergen los hijos de los trabajadores que ni de lejos alcanzan el estatus de sus padres; los inmigrantes que ya no pueden integrarse en su nuevo país con un trabajo estable, como ocurría antes, lo que les lleva a idealizar su origen; y un tercer grupo de personas muy cualificadas a las que se niega un empleo a su altura. Los tres colectivos amasan rabia y frustración, y su salida política se inclina hacia los nuevos partidos y movimientos capaces de vehicular esos sentimientos.
Nueva mentalidad
El periodista Esteban Hernández investiga en ‘El fin de la clase media’ (Ed. Clave Intelectual) el cambio de mentalidad que ha propiciado el cambio de una sociedad estable, basada en la robusta capacidad de consumo de unas amplias de población con trabajos fijos y expectativas a largo plazo, a la inestabilidad como norma.
Con una inteligente combinación entre el reporterismo y la reflexión sociológica, Hernández traza unos inquietantes retratos de personas que antes hubieran pertenecido a esas franjas medias y que ahora no saben muy bien dónde están. Como el abogado que no tira la toalla y vive con lo justo del turno de oficio. La dualización también ha llegado a esta profesión, en la que los grandes despachos acaparan la buena clientela y dejan para los demás los pleitos que no les interesan. ¿Puede considerarse ese abogado miembro de la clase media, lo que por formación y profesión le definiría, o ha bajado unos cuantos escalones? «Lo diferente, lo innovador, lo brillante será muy demandado y bien retribuido mientras que aquello que todo el mundo puede ofrecer se volverá una mercancía de muy bajo precio. Está ocurriendo en todos los niveles: respecto a regiones y países, respecto a servicios y profesionales y respecto a las mismas personas», sintetiza Hernández.
La riqueza se concentra arriba y lo demás son migajas. Con ellas no se podrán comprar casas ni cambiar de coche cada diez años. En vez de la permanencia y la posesión, habrá que pensar en las experiencias, en los viajes, que salen más baratos, apunta el autor entre otras valiosas reflexiones.
La pirámide crece por abajo y decrece por el medio. Arriba, la puntita del 1% cada vez más rico. A este abismal desequilibrio dedica Thomas Piketty ‘El capital en el siglo XXI’ (Ed. FCE), libro convertido en ‘best seller’, en referencia ya inexcusable dentro de la historia económica y en objeto de polémica desde que se publicó en Francia y rompió las ventas en Estos Unidos con más de 200.000 ejemplares.
El autor observa que los rendimientos del capital son desde los años setenta del pasado siglo mayores que los rendimientos productivos. Como las propiedades se heredan y como su valor sigue aumentando de manera significativa, la distancia se irá haciendo mayor respecto a la riqueza de quien parta de una situación menos boyante.
Si siguen así las cosas, si no se aumentan los impuestos a esas rentas muy altas, al famoso 1%, se formará una oligarquía con tendencia a reproducirse a sí misma, que tendrá la influencia que ellos quieran en la política. Los valores democráticos y liberales –que no neoliberales– de la igualdad, el mérito y la justa competencia cotizarán entonces a la baja. Como señaló Piketty en un artículo, su intención al escribir estas 660 páginas es hacer un llamamiento para salvar al capitalismo de una mecánica autodestructiva, puesto que semejante división entre los superricos hereditarios y los demás sólo puede restar dinamismo al sistema, como ya se adivina por los indicios del estancamiento actual.
El último libro en llegar a este debate se titula ‘La extensión de la desigualdad’ (Ed. La Catarata), de Carlos Manera. El autor constata que la Gran Recesión ha sido la primera crisis en la historia cuyo origen no está en los sectores productivos, agrarios o industriales, sino en la economía de servicios. La industria ya no podrá tirar del carro de la recuperación, o lo hará de una manera muy parcial. Lo único que podría recuperar el ritmo perdido es el consumo y el comercio de activos financieros, esto último un coto privado en cuanto a beneficios enjundiosos se refiere. En lo relacionado con lo primero, las políticas de austeridad, la falta de inversión pública y privada y las rebajas salariales no ayudarán a levantar el ánimo consumista. El paisaje que plantea Manera es el de un crecimiento bajo, «con precios anémicos, legislaciones favorables a la precariedad contractual y con una demanda inferior a la potencial». Otra vez emerge el fantasma del precariado, que amenaza con quedarse una larga temporada.
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