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¿Se puede salvar el capitalismo?

Fecha:
01/04/2015
¿Qué se puede decir del estudio del economista francés Piketty, profesor en la Escuela de Economía de París, publicado anteriormente en francés e inglés, que no se haya dicho ya? La mayoría de sus tesis son de sobra conocidas, así como las valoraciones de unos y otros.

Sin embargo, ahora podemos leerlo en español y disfrutar de la narración de sus muchas referencias literarias e históricas.

Sabemos sobradamente que Marx no acertó en su pronóstico de que la acumulación del capital, gracias a la plusvalía, llevaría a la crisis de su descomposición, dando así paso al socialismo. El sistema capitalista no ha cavado su propia sepultura, porque sigue cada vez más lozano. Ahora bien, tampoco es cierto que la distribución de la renta haya tenido una considerable corrección después de dos siglos. Todo lo contrario. Menos todavía acierta Kuznets en el siglo XX (“De Marx a Kuznets: del apocalipsis al cuento de hadas”, página 25). ¿Qué se puede hacer entonces? Piketty lo dice en cuatro partes y dieciséis capítulos que componen su libro, más una breve conclusión.

El sistema de economía capitalista mejora la vida de unos pocos, eso sí, a costa de la mayoría, que cada vez es más pobre y lo pasa peor porque se muere de hambre. La desigualdad sigue en aumento y es hora de preguntarse hasta cuándo se podrá aguantar. Esto que ya sabíamos,

Piketty lo confirma con datos abrumadores para que nadie pueda decir nunca más lo contrario: la desigualdad no se equilibra, sino que empeora. Este tema no lo resuelve el capitalismo, porque el capital produce dinero que se acumula mucho más que el crecimiento en las sociedades, ya que carece de todo control posible, campa por sus propios fueros.

De este modo se ha convertido en un patrimonio acumulado, que sólo se invertirá si produce más para la sucesiva acumulación. La consecuencia es que los ricos serán cada vez más ricos y los pobres, más pobres. Al concentrarse el capital en menos manos, cada vez aumentan las cohortes de pobreza y la riqueza es de menos gente. Los datos que ofrece la obra de Piketty lo demuestran, aunque ya se sabía que el capital es un fin en sí mismo y nunca un medio. ¿Qué hacer?

No nos confundamos. Piketty no es comunista ni tampoco anticapitalista. El capitalismo produce riqueza, pero aumenta las desigualdades, de acuerdo a su fórmula r > g. El rendimiento del capital (r) es superior al crecimiento (g) de la economía. La riqueza está muy por encima del trabajo y cuanto más aumenta la desigualdad más crece, paralelamente, el capital. La situación es, pues desesperante: la renta del trabajo disminuye y las del capital aumentan.

El capital vale, puesto que produce riqueza, pero la situación sangrante de desigualdad es insostenible. Lo público continúa degradándose, dado que el capital determina ya a política. (Los ejemplos de esto en nuestro país son también abrumadores).

La sociedad no aguantará así mucho más tiempo, cree Piketty, por eso propone un impuesto progresivo y global a la propiedad, con lo que se podrá salvar el capitalismo, distribuyendo la riqueza y disminuyendo la desigualdad. Así contendremos el peligro. Soy pesimista, porque ¿quién pondrá este cascabel a este gato? Hoy por hoy, no veo el poder político capaz de hacerlo, pero habrá que hacerlo y pronto.

¿Es inexorable la continuación del aumento de la desigualdad? Piketty cree que no, dado que existe la posibilidad de poner al día la progresividad fiscal, pero es una decisión que habría que adoptar, no, ciertamente, por una perspectiva ideológica, sino para poder mantener el mercado. Aquí el economista francés se muestra mucho más sutil, sin empujar la crisis todavía más. El gran problema es que las sociedades democráticas están amenazadas por el capitalismo y podrían ser destruidas por su inmenso poder. Se necesita una decidida acción política para contrarrestar el avance de la desigualdad, que es “el impuesto progresivo sobre el ingreso…El instrumento ideal sería un impuesto mundial y progresivo sobre el capital” (página 574).

Piketty se apoya en las novelas de los siglos XVIII y XIX, y especialmente en la literatura francesa, en las que “el dinero estaba por todas partes” (página 122) para hablar de economía. Hay que agradecerle este recurso literario, que, además, es un ejemplo certero para presentar un tema de tanta complejidad. El mismo recuerda a Vautrin que le explica a Rastignac, en El padre Goriot (Le Père Goriot), de Balzac, que ni méritos ni estudios ni trabajo llevan a una buena vida (esto “es una ilusión”, página 263), sino únicamente la herencia y el patrimonio que se posea. Y si no se tienen, la solución es casarse con la hija del rico, Victorine, y vivir así de su riqueza. Eso ocurría en el siglo XVIII (Balzac publicó su novela en 1835) y hoy los grandes patrimonios están todavía más concentrados. En España tenemos aún alguna estirpe aristocrática en la que está vigente el mayorazgo. En cambio, un numeroso pueblo se vuelca en su favor. Nuestras rentas son desorbitadas: mientras que la media anual por persona en España es de 9.326 €, hay quien gana 1,4 millones de euros. Éstos son los más capaces de defender sus propios intereses. Y la desigualdad crece entre nosotros a pasos agigantados, como muestra el índice de Gini, que se cita en la página 267.

Escribe Piketty: “Cuando la tasa del rendimiento del capital supera de modo constante la tasa de crecimiento –lo que sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con volverse la norma en el siglo XXI–, el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insoportables y arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas” (página 15).

Estamos retrocediendo claramente al siglo XIX, cuando Marx denunciaba la realidad de la miseria del proletariado, que tenía largas jornadas con sueldos bajos, mientras aumentaban los beneficios del capital. Dinero llama a dinero, según el refrán español. Piketty se pregunta si “será el siglo XX más igualitario que el XIX” (página 413) y contesta que “existe un gran riesgo de que surjan desigualdades patrimoniales parecidas a las observadas en el pasado, incluso superiores bajo ciertas condiciones” (página 414). Y también que “resulta casi inevitable que la herencia, es decir, la riqueza resultante del pasado, predomine sobre el ahorro, esto es, sobre la riqueza creada en el presente” (página 415). Y concluye seguidamente: “La desigualdad r>g significa de cierta manera, que el pasado tiende a devorar el porvenir”.

La solución del impuesto progresivo se presenta difícil, porque, además, debe ser mundial, pues de lo contrario los ricos pondrían su capital en paraísos fiscales. Ya lo hacen ahora, con que si se huelen el aumento de impuestos... Se trata de una utopía que Piketty califica de “útil”, al ser “un objetivo de transparencia democrática y financiera” (página 577) y permite dar una respuesta a la vez más pacífica y eficaz [que la de Marx con la abolición de la propiedad privada de los medios de producción] al eterno problema del capital privado y su rendimiento” (página 595). Un Estado mínimo (neoliberalismo) es un disparate. Lo que necesitamos es un Estado bien fuerte con decisión de actuar inmediatamente, porque no se puede esperar más. Piketty da la voz de alerta para que no tengamos escapatoria y debatamos entre todos.

Algunos reprochan a Piketty su no referencia a J. K. Galbraith, que denunció en 1958 (La sociedad opulenta) el consumismo de Estados Unidos y sus desigualdades internas, estableciendo la brecha entre el consumismo y los servicios sociales. El consumismo no es innato, sino aprendido y dirigido.

Otros lamentarán el escaso énfasis en la igualdad de los partidos socialistas, aunque es su entraña misma y su mejor carácter distintivo. Sin esto se diluyen las raíces más notables de la izquierda política. La equidad y el combate contra la desigualdad no pueden dejarse de lado, porque entonces no podrán funcionar las sociedades europeas. Actuar es ineludible. No es lo más grave la falta de recursos, sino el aumento de la desigualdad. Se requieren otros valores, ya se ve lo que da de sí la búsqueda del simple beneficio económico.

Todos los ciudadanos deberían interesarse por el dinero, concluye Piketty: “Quienes tienen mucho nunca se olvidan de defender sus intereses” (página 649). La conclusión apenas tiene seis páginas y el autor se muestra muy modesto aquí, quizás por ello sea tan breve: “Todas las conclusiones a las que llegué son, por naturaleza, frágiles y merecen aún cuestionarse y debatirse” (página 643). En esto debemos estar en el siglo XXI, sin prejuicios, pero con datos rigurosos y extensos.

También la OCDE alerta sobre la desigualdad, confirmando el aumento de las diferencias en la renta, a excepción de muy pocos países.

Con relación a España, el último Informe de la O.I.T., de diciembre de 2014, sobre salarios y desigualdad indica que la desigualdad entre nosotros desde 2006 a 2010 ha aumentado casi 2 puntos, por lo que vamos hacia atrás claramente. Resulta verdaderamente preocupante porque es muy posible que en el intervalo de estos cuatro años el aumento continúe, de acuerdo con los datos de los que vamos disponiendo.

Si la desigualdad es causa de la crisis financiera, como algunos apuntan y si, además, produce mayor dificultad para salir de dicha crisis, habría que preguntarse si es que no vamos directamente al desastre o, incluso nos encontramos ya plenamente en él. Tendremos que verlo.
 

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Acerca del autor:
Julián Arroyo Pomeda
Paideia

Acerca del libro:
El capital en el siglo XXI
Thomas Piketty

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