Fecha:
06/08/2014
Hace apenas un año, el economista francés Thomas Piketty publicaba Le capital au XXIe siècle -Fondo de Cultura Económica la traducirá en otoño al castellano-, considerada por la crítica como una obra al nivel de Adam Smith, Marx o Keynes. El monumental trabajo abarca la historia del progreso económico de los dos últimos siglos en diferentes países. Su conclusión, profusamente documentada, destierra uno de los mitos del capitalismo y de nuestro imaginario colectivo: a diferencia de lo que se pensaba, el crecimiento económico está ligado a la pobreza. Por lo tanto, establece a partir de las matemáticas: a más riqueza, más pobreza. Éste sería el desajuste clave del capitalismo: su facilidad para crear desigualdad, o lo que la sigue, explotación, violencia y guerras. Piketty no es un comunista ni un bolivariano, simplemente un economista que analiza con frialdad el capitalismo y trata de reconducir sus errores. Para ello, propone establecer elevadas tasas impositivas a las transacciones financieras y a las grandes fortunas, con el objetivo de reducir a medio-largo plazo la desigualdad y salvar así las sociedades modernas, en peligro de fragmentación. Economistas premios Nobel, desde una perspectiva keynesiana, como Joseph Stiglitz, ya habían apuntado esta tendencia. Sin embargo, la obra de Piketty la sistematiza, la dota de un corpus estadístico.
Los principales movimientos emancipatorios del siglo XIX y XX tomaron como bandera la libertad. Desde el capitalismo financiero hasta el comunismo o el anarquismo, la destrucción del Antiguo Régimen vino acompañada de la sacralización de una mujer con pechos turgentes, la libertad, que guiaba a los pueblos hasta su emancipación. Esta diosa articuló los discursos de las guerras mundiales o las grandes revoluciones. Si bien algunas de las utopías incluían la “igualdad” y la “fraternidad” entre sus proclamas, estos ideales quedaron supeditados al de “libertad”, en tanto que ésta propiciaría la construcción de un mundo más justo. Y aquí entre la obra de Piketty: esa “libertad” habría producido las mayores bolsas de pobreza y desigualdades de la historia de la humanidad. Es, por tanto, reto de la política en el siglo XXI abanderar el concepto de “igualdad”, situarlo por encima de los demás. La única manera de conseguirlo es en el horizonte político, en el discurso entendido como acción performativa.
En este contexto surgieron los movimientos altermundistas, las acampadas del 15-M o, recientemente, el partido Podemos. Lejos de lo que pueden afirmar los todólogos y think-tanks de nuestra vieja política -¡Ortega!-, el resultado de Podemos no está ligado a Venezuela, ETA o la crisis económica. Sus raíces se hunden en un nuevo paradigma de sociedad líquida e hiperindividualizada que clama por presevar los derechos sociales, por no perder el anclaje a un sistema de protección que garantizaba la ayuda desinteresada del Estado: pensiones, sanidad, educación. Es por ello que Podemos es un partido estrictamente moderno, una respuesta a una situación compleja -los horizontes del desasosiego-, no un producto imperialista del castrismo.
Años de educación neoliberal han provocado que al hablar en España de protección estatal o de sistema público te tachen de comunista, como si la empresa privada y pública fueran incompatibles. Resulta paradójico que los mismos que claman por la libertad de lo 'privado' subsistan en buena medida del dinero público. Vayamos a los ejemplos. Generalmente, los defensores de la educación privada son favorables a los conciertos. Es decir, la educación privada pagada por el Estado, el lujo o la estratificación a cargo de todos. Lo mismo sucede con los grandes procesos de privatización de sectores estratégicos puestos en práctica en las últimas décadas en Europa, tal y como señalaba Tony Judt -tampoco sospechoso de comunismo, que hasta Vargas Llosa lo elogiaba en su último artículo dominical-. Para Judt, estas privatizaciones respondieron a un doble engaño. El primero y fundamental: la idea tópica de que la gestión privada es más eficiente que la pública. El segundo: la banca, la electricidad o los ferrocarriles, por muy privados que sean, son responsabilidad última del Estado, por lo que si la empresa va mal el Estado tendrá que acudir irremediablemente a su rescate, como en el caso de Catalunya Bank, sufragando todos los contribuyentes los desvaríos de los directivos o una mala jornada en bolsa.
En una eventual victoria electoral de Podemos -muy mal tiene que estar el enfermo para que en pocos meses se plantee esta hipótesis- España no se convertiría en el nuevo proyecto bolivariano, en tanto que a diferencia de Venezuela, ni el ejército ni el establishment apoyarían el movimiento. En las sociedades contemporáneas contar con una mayoría de votos no es sinónimo de poder, ni siquiera de legitimidad.
Por otra parte, Podemos no es una religión mesiánica, pese a la confianza depositada por muchos en esta formación. Pablo Iglesias no va a llevarnos a la tierra prometida, quizá porque ésta ni siquiera exista. Simplemente, y a estas alturas es prioritario, pueden reconducir la política económica y ponerla al servicio de la sociedad, pueden combatir las desigualdades provocadas por el capital e incluso, a partir de un sistema de referendos, pueden posibilitar la participación ciudadana en cuestiones de vital importancia, como el modelo de Estado o la Constitución.
Lejos de los ataques maniqueos de "casta" -término acuñado, por cierto, por el neoliberal Enrique de Diego- o "friki", Podemos ha aportado al discurso mediático más profundidad. La crisis económica ya no es el resultado de los pisos de Aznar o del saqueo de Zapatero. Es algo mucho más complejo, más incontrolable y desafiante. Es el producto de una mundialización, de una red de finanzas y grandes intereses que juegan en el casino con las certezas de las sociedades. Podemos ha puesto encima de la mesa el diagnóstico, ahora está por ver qué médico es el más adecuado para la cura.
Fuente: http://www.hoy.es/sociedad/201408/06/podemos-20140806004137-v.html
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